Sonó el timbre de la entrada y nos sobresaltamos; nos miramos los dos y mi padre se encogió de hombros. Yo me ofrecí para abrir, di un sorbo a la Coca-Cola y dejé el vaso en la encimera; fui rápido a la puerta. Cuando la abrí y vi quién era, estuve a punto de dar un paso atrás.
Era la señora Miller. La madre de Julie.
Llevaba una bandeja envuelta en papel de aluminio; mantenía la vista baja como si estuviera haciendo una ofrenda ante un altar. Me quedé de una pieza sin saber qué decir, ella alzó la vista y nuestras miradas se cruzaron como dos días antes en el umbral de su casa. Noté en sus ojos una pena evidente, eléctrica, y se me ocurrió pensar si ella vería lo mismo en los míos.
– He pensado que… -comenzó a decir-. Bien, es que…
– Pase, por favor -dije.
– Gracias -respondió forzando una sonrisa.
Mi padre salió de la cocina.
– ¿Quién es? -preguntó.
Yo retrocedí y la señora Miller entró con la bandeja en las manos a guisa de protección. Mi padre abrió desmesuradamente los ojos y yo advertí en ellos una explosión.
Su voz era un susurro de cólera contenida.
– ¿Qué demonios hace usted aquí?
– Papá -dije.
– Le he hecho una pregunta, Lucille -insistió él sin hacerme caso-. ¿Qué demonios quiere?
La señora Miller agachó la cabeza.
– Papá -repetí impaciente.
Pero fue inútil; sus ojos contraídos se habían ofuscado.
– Váyase de aquí -dijo.
– Papá, ha venido a ofrecernos…
– Fuera.
– ¡Papá!
La señora Miller retrocedió y me tendió la bandeja.
– Será mejor que me vaya, Will.
– No, no, espere -dije.
– No habría debido venir.
– Claro que no habría debido venir -gritó mi padre.
Yo lo fulminé con la mirada pero él tenía la suya clavada en ella.
– Les acompaño en el sentimiento -añadió la mujer con la vista baja.
Pero mi padre no quiso ceder.
– Está muerta, Lucille. Ahora eso no nos sirve de nada.
La señora Miller se marchó a toda prisa y yo seguí con la bandeja en la mano mirando a mi padre sin acabar de creérmelo. Él me miró y dijo:
– Tira esa porquería.
Yo no sabía qué hacer. Quería seguir a la señora Miller y pedirle disculpas, pero caminaba deprisa y ya estaba lejos. Mi padre había vuelto a la cocina; lo seguí y dejé de mala manera la bandeja en la encimera.
– ¿Por qué te has puesto así? -dije.
– No la quiero ver en esta casa -respondió cogiendo su vaso.
– Ha venido a dar el pésame.
– Ha venido a descargar su conciencia.
– Pero ¿qué dices?
– Tu madre ha muerto y ella aquí no pinta nada.
– Eso es una tontería.
– Tu madre llamó a Lucille poco después del asesinato. ¿Lo sabías? Quería darle el pésame y ella le dijo que se fuera al diablo, reprochándonos haber criado a un asesino; según ella, era culpa nuestra. Habíamos criado a un asesino.
– De eso hace once años, papá.
– ¿No te das cuenta de lo que le hizo a tu madre?
– Acababan de matar a su hija y estaba muy apenada.
– ¿Y ha estado esperando hasta hoy para arreglar las cosas? ¿Ahora que ya no sirve de nada? -replicó moviendo severo la cabeza de un lado a otro-. Yo no admito disculpas y tu madre ya no puede oírlas.
Se abrió la puerta y entraron tía Selma y tío Murray con sonrisa de circunstancias. Selma pasó a la cocina y Murray se puso a manosear un panel de la pared suelto que había visto el día anterior.
Mi padre y yo dejamos de discutir.
La agente especial Claudia Fisher enderezó la espalda y llamó a la puerta.
– Adelante.
Fisher hizo girar el picaporte y entró en el despacho del director Joseph Pistillo adjunto responsable. Después del director en Washington, un director adjunto es el agente del FBI con mayor relevancia y poder.
Pistillo alzó la vista y no le gustó lo que vio.
– ¿Qué sucede?
– Han encontrado muerta a Sheila Rogers -dijo la agente.
Pistillo farfulló una maldición.
– ¿Cómo?
– Apareció en una cuneta de Nebraska, sin documentos de identificación. Comprobaron las huellas en la base de datos y era ella.
– Maldita sea.
Pistillo se mordió una cutícula mientras Fisher aguardaba.
– Quiero la confirmación visual -dijo él.
– Está hecha.
– ¿Qué?
– Me tomé la libertad de enviar por correo electrónico a la sheriff Farrow unas fotos de Sheila Rogers, y tanto ella como el forense confirman que se trata de la misma persona. También coinciden la altura y el peso.
Pistillo se reclinó en el asiento, cogió un bolígrafo, se lo llevó a la altura de los ojos y se quedó mirándolo hasta dirigir un gesto a la agente que la invitaba a sentarse. Fisher así lo hizo.
– Los padres de Sheila Rogers viven en Utah, ¿verdad? -preguntó él.
– En Idaho.
– Bueno, eso. Hay que comunicárselo.
– Tengo a la espera a la policía local de su lugar de residencia. El jefe los conoce personalmente.
– Muy bien, de acuerdo -dijo Pistillo asintiendo con la cabeza y quitándose el bolígrafo de la boca-. ¿Cómo la mataron?
– Probablemente murió de una hemorragia interna a consecuencia de golpes, pero no han terminado la autopsia.
– Dios bendito.
– La torturaron: tenía los dedos dislocados y retorcidos. Debieron de utilizar unos alicates. Y en los pechos había quemaduras de cigarrillo.
– ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?
– Falleció probablemente ayer a última hora o a primera hora de hoy.
Pistillo miró a Fisher y recordó que Will Klein había estado sentado en aquella misma silla la víspera.
– Qué rápido -dijo.
– ¿Cómo dice?
– Si huyó, como es de suponer, la encontraron rápido.
– A menos que ella fuera a su encuentro.
– O que no huyera -añadió Pistillo.
– No lo entiendo.
Pistillo miró un instante el bolígrafo.
– Siempre hemos dado por supuesto que Sheila Rogers huyó a causa de su relación con los asesinatos de Alburquerque, ¿no es eso?
Fisher ladeó la cabeza despacio.
– Pues, sí y no. Quiero decir que ¿por qué iba a volver a Nueva York para huir de nuevo?
– Quizá pretendía asistir al funeral de la madre de Klein. No sé -replicó Pistillo-. De todos modos, no creo que eso importe ahora. A lo mejor no sabía que la buscábamos. O tal vez, escuche lo que le digo, Claudia, la secuestraron.
– ¿Cómo lo harían?
– Según Will Klein -respondió Pistillo dejando el bolígrafo-, se fue del apartamento ¿a qué hora?, ¿a las seis de la mañana?
– A las cinco.
– Bueno, a las cinco. Reconstruyámoslo con arreglo a esos datos. Sheila Rogers sale del apartamento a las cinco. Se esconde. Alguien la encuentra, la tortura y la deja tirada en el quinto infierno en Nebraska. ¿Le parece factible?
– Demasiado rápido, como usted dice -comentó Fisher asintiendo.
– ¿Muy rápido?
– Eso creo.
– Es cuestión de coordinarlo -replicó Pistillo- porque lo más probable es que la secuestraran a primera hora nada más salir del apartamento.
– ¿Para llevarla en avión a Nebraska?
– O en coche, conduciendo como un loco.
– O… -balbució Fisher.
– ¿O qué?
La agente miró a su jefe.
– Me parece que los dos llegamos a la misma conclusión: es un plazo de tiempo muy corto. Probablemente desapareció la noche anterior -añadió.
– O sea, ¿que…?
– O sea, que Will Klein nos mintió.
– Exacto -apostilló Pistillo sonriente.
– Muy bien, otra posibilidad más verosímil es -comenzó a decir Fisher sin interrupciones-: Will Klein y Sheila Rogers asisten al entierro de la madre de él, regresan a casa de los padres y, según Klein, aquella tarde vuelven en coche al apartamento de Nueva York. Pero no tenemos confirmación independiente de ello. Así que tal vez -prosiguió tratando inútilmente de hablar más despacio-, tal vez la entregó a un cómplice que la torturó y abandonó después el cadáver. Mientras tanto, Will regresa a su apartamento y acude al trabajo por la mañana y, cuando Wilcox y yo lo sorprendemos en su despacho, se inventa la historia de que ella se fue por la mañana.
Читать дальше