Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Creo que es mejor que abordemos este asunto de manera cronológica -dijo Pablo-. ¿Por qué no nos cuenta cómo encontró a Arturo Jiménez?

El susurro y el golpeteo de las hojas muertas atrajo la mirada de Falcón hacia ese rincón reseco. Tenía que deshacerse de esa planta.

– Como mi búsqueda de Arturo estaba motivada por la esperanza de reconciliación con Consuelo, lo imaginé como una especie de aventura caballeresca. Fue bastante más sencillo. Tuve suerte de contar con ayuda -dijo Falcón-. Fui a Fez con un miembro de mi familia marroquí. Él me buscó un guía, que nos llevó a casa de Abdulá Diouri, en la medina. Aparte de un portalón magníficamente tallado, desde el exterior la casa no parecía gran cosa. Pero la puerta se abría a un paraíso de patios, estanques y jardines en miniatura, cuyos días de esplendor ya quedaban lejos. Faltaban azulejos y había losas agrietadas, y las celosías de la galería estaban rotas en algunos lugares. El criado que nos dejó entrar nos dijo que Abdulá Diouri había muerto veinte años atrás, pero que su recuerdo pervivía, pues había sido un hombre bueno y extraordinario.

«Pedimos hablar con alguno de sus hijos, pero se nos dijo que en aquella casa sólo vivían mujeres. Los hijos estaban desperdigados por Marruecos y Oriente Próximo. De modo que le preguntamos si una de las mujeres estaría dispuesta a hablar con nosotros de ese delicado asunto ocurrido cuarenta años atrás. Nos preguntó nuestros nombres y se fue. Regresó al cabo de un cuarto de hora y le dijo a mi pariente marroquí que se quedara junto a la puerta, y a mí me guió en un intrincado recorrido por la casa. Acabamos en la primera planta, en un lugar que daba a un jardín a través de una celosía reparada. Me di cuenta de que había alguien más en la habitación. Una mujer vestida de negro, con la cara cubierta por un velo, me señaló un asiento y le conté mi relato.

»Por suerte había hablado con mi familia marroquí de lo que pretendía hacer, y ellos me habían aconsejado que fuera muy cuidadoso con cómo contaba la historia. Tenía que hacerlo desde la perspectiva marroquí.

– ¿Qué significaba eso? -preguntó Juan.

– Que Raúl Jiménez tenía que ser el malo de la película y Abdulá Diouri el salvador del honor de la familia. Si de alguna manera mancillaba el nombre del patriarca, si le hacía aparecer como un delincuente, un secuestrador de niños, no llegaría a nada. Fue un buen consejo. La mujer me escuchó en silencio, quieta como una estatua bajo una envoltura negra. Al final de mi relato, una mano enguantada en negro salió de debajo de aquella túnica y depositó una tarjeta en una mesita baja que había entre los dos. A continuación se puso en pie y se marchó. En la tarjeta había una dirección de Rabat con un número de teléfono y el nombre de Yacoub Diouri. Pocos minutos después regresó el criado y me acompañó a la puerta.

– Bueno, no es exactamente el Santo Grial -dijo Juan-, pero no está mal.

– A los marroquíes les encantan los misterios -dijo Falcón-. Abdulá Diouri era un musulmán muy devoto, y después Yacoub me dijo que la casa de Fez se mantenía en ese estado en honor al gran hombre. Ninguno de los hijos soportaba el lugar, y por eso estaba tan abandonado. Se lo habían entregado en exclusiva a las mujeres de la familia.

– Así pues, tenía una dirección en Rabat… -dijo Pablo.

– Aquella noche la pasé en Meknes y llamé a Yacoub desde allí. Él ya sabía quién era yo y lo que quería, y acordamos encontrarnos en su casa de Rabat al día siguiente. Como probablemente saben, vive en una casa grande y moderna, construida al estilo árabe, en la zona de embajadas que hay en la linde de la ciudad. Deben de ser dos hectáreas de naranjales, jardines, pistas de tenis, piscinas: un palacete. Tiene criados con librea, pétalos de rosa en las fuentes… esas cosas. Me llevaron a una inmensa habitación que daba a una de las piscinas, llena de sofás de cuero color crema. Me dieron té con menta y me dejaron esperando media hora hasta que llegó Yacoub.

– ¿Se parecía a Raúl?

– Había visto fotos de Raúl cuando era joven y vivía en Tánger y estaba menos baqueteado por la vida. Había un aire, pero Yacoub es un animal por completo distinto. La riqueza de Raúl jamás consiguió librarle de su aspecto de campesino andaluz, mientras que Yacoub es una persona muy sofisticada, y ha leído mucho en español, francés e inglés. También habla alemán. Sus negocios se lo exigen. Fabrica telas para todas las empresas importantes de ropa de Europa. Entre sus clientes están Dior y Adolfo Domínguez. Si Raúl era un león viejo y nudoso, Yacoub era un guepardo.

– ¿Cómo fue el primer encuentro? -preguntó Pablo.

– Nos caímos bien de inmediato, cosa que no me sucede a menudo -dijo Falcón-. Parece que últimamente no me resulta fácil relacionarme con la gente de mi misma clase y ambiente social, y sin embargo tengo un gancho especial con los inadaptados.

– ¿Por qué? -preguntó Juan.

– Supongo que tener que vivir con mis propios horrores -dijo Falcón- me ha dado la capacidad de comprender las complejidades de los demás, o al menos, de desconfiar de las apariencias. Sea como sea, Yacoub y yo nos hicimos amigos en ese primer encuentro, y aunque no nos vemos mucho, mantenemos esa amistad. De hecho, ayer por la noche me llamó para decirme que quería que nos viéramos en Madrid el fin de semana.

– ¿Yacoub conocía su historia?

– La había leído en la prensa en la época del escándalo de Francisco Falcón. Fue una noticia bomba que los famosos desnudos de Falcón los hubiera pintado un artista marroquí, Tariq Chefchaouni.

– Me sorprende que ningún periodista intentara localizarlo antes -dijo Pablo.

– Lo habían intentado -dijo Falcón-. Pero nunca consiguieron entrar en la casa de Abdulá Diouri en Fez.

– Ha dicho que Yacoub era un inadaptado -dijo Gregorio-. No me lo parece. Un hombre de negocios de éxito, casado, dos hijos, musulmán devoto. Parece una persona perfectamente integrada.

– Bueno, eso es lo que parece desde fuera -dijo Falcón-, pero en cuanto le conocí me di cuenta de que algo lo desasosegaba. Era feliz con su vida, pero también sabía que ese no era su lugar. Lo habían arrancado del seno de su familia, aunque Abdulá Diouri lo había tratado como si perteneciera a la suya y le había dado su apellido. Su verdadero padre nunca había ido a buscarlo, y sin embargo Diouri lo había tratado como si fuera su propio hijo. Una vez me dijo que no sólo respetaba a su secuestrador, sino que lo amaba como a un padre. Pero a pesar de que su nueva familia lo había aceptado, no podía desprenderse de la terrible sensación de que su propio padre lo había abandonado. Por eso lo llamo un inadaptado.

– Dice que está casado -dijo Pablo-. ¿Cuántas esposas tiene?

– Sólo una.

– ¿No le parece algo raro en un hombre como Yacoub Diouri? -preguntó Juan.

– ¿Por qué no me lo pregunta directamente en lugar de andarse con tanto circunloquio…?

– Porque queremos saber cuál es el grado de su relación con Yacoub. Si le ha contado detalles íntimos puede ser importante para nosotros -dijo Juan.

– Yacoub Diouri es homosexual -dijo Falcón, con cautela-. Se casó porque era lo que la sociedad esperaba de él. Uno de los deberes de un buen musulmán es tener una esposa e hijos, pero sexualmente sólo le interesan los hombres. Y antes de que se desboque su malsana fantasía, repetiré que le interesan los hombres, no los niños.

– ¿Por qué cree que este detalle tendría que ser importante para nosotros? -preguntó Juan.

– Son espías, y quería que supieran que su homosexualidad no le hace vulnerable.

– ¿Por qué le preguntamos por Yacoub Diouri? -preguntó Juan.

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