Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Los tres hombres del CNI lo esperaban delante de su casa de la calle Bailen. Falcón aparcó el coche frente a las puertas de roble. Le estrecharon la mano y lo siguieron por el patio, que aquellos días se veía un tanto descuidado. A Encarnación, su asistenta, se le iban notando los años, y Falcón no tenía dinero para la renovación necesaria. Y de todos modos, había llegado a disfrutar de vivir en aquella propiedad cada vez más abandonada. Falcón sacó unas cuantas sillas, las colocó alrededor de la mesa de mármol que había en el patio, y se fue dejando a los hombres escuchando el hilillo de agua en la fuente. Les sacó cervezas frías, olivas, alcaparras, ajos encurtidos, patatas fritas, pan, queso y jamón. Comieron y bebieron y hablaron de las opciones de la selección española en el Mundial de Alemania; siempre lo mismo: un equipo lleno de genios y promesas que nunca se cumplían.

– ¿Tiene alguna idea de por qué queremos hablar con usted? -preguntó Pablo, que estaba más relajado y no parecía estar tan atento a todo como por la mañana.

– Me han dicho que por algo que tiene que ver con mis contactos en Marruecos.

– Es usted un hombre muy interesante para nosotros -dijo Pablo-. No queremos ocultarle el hecho de que llevamos un tiempo fijándonos en usted.

– No estoy seguro de poseer el temperamento necesario para dedicarme a labores de espionaje. Si me lo hubieran pedido hace cinco años, a lo mejor habrían encontrado al candidato ideal…

– ¿Y quién es el candidato ideal? -preguntó Juan.

– Alguien que se oculta del mundo, de su familia, de su esposa, de sí mismo. Unos cuantos secretos de Estado no le supondrían una gran carga.

– No queremos que sea un espía -dijo Juan.

– ¿Quieren que traicione?

– No, pensamos que traicionar sería una mala idea, dadas las circunstancias.

– Comprenderá mejor lo que queremos si contesta a unas cuantas preguntas -dijo Pablo, arrebatando a su jefe la voz cantante.

– Que no sean muy difíciles -dijo Falcón-. He tenido un día muy duro.

– Cuéntenos cómo conoció a Yacoub Diouri.

– Eso puede ser un poco largo -dijo Falcón.

– No tenemos prisa -dijo Pablo.

Y, como si les hubieran hecho una señal, Juan y Gregorio se reclinaron en sus sillas, sacaron sus paquetes de cigarrillos y encendieron uno. Era una de esas ocasiones en que, después de un largo día, tras haber comido y tomado una cerveza fría, a Falcón le entraban ganas de fumar otra vez.

– Imagino que saben que hará unos cinco años, el 12 de abril de 2001, estuve al frente de la investigación del brutal asesinato de un empresario que se había pasado a la restauración, Raúl Jiménez.

– Tiene memoria de policía para las fechas -dijo Juan.

– Encontrará la fecha escrita en una cicatriz de mi corazón cuando me muera -dijo Falcón-. No tiene nada que ver con ser policía.

– ¿Tuvo una gran influencia en su vida? -dijo Pablo.

Falcón tomó otro trago de Cruzcampo para darse ánimos.

– Toda España conoce la historia. Los periódicos la publicaron durante semanas -dijo Falcón, un poco irritado con ese tono de complicidad con que le preguntaban.

– Nosotros no estábamos en España en aquellas fechas -dijo Juan-. Hemos leído los expedientes, pero no es lo mismo que haberlo vivido.

– Mientras investigaba el pasado de Raúl Jiménez descubrí que había conocido a mi padre, el artista Francisco Falcón. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial se dedicaron al contrabando en Tánger. Gracias a ello pudieron establecerse y formar una familia, y Francisco Falcón pudo convertirse en artista.

– ¿Y qué fue de Raúl Jiménez? -dijo Pablo-. ¿No conoció a su esposa cuando ella era muy joven?

– Raúl Jiménez tenía una insana obsesión con las jovencitas -dijo Falcón, inhalando profundamente y sabiendo dónde querían ir a parar-. En aquella época no era raro que en Tánger o en Andalucía una muchacha se casara a los trece años, aunque los padres de la chica hicieron esperar a Raúl hasta que ella cumplió diecisiete. Engendraron dos hijos, pero los partos fueron difíciles, y el médico le recomendó a su mujer que no tuviera más.

»En el periodo previo a la independencia de Marruecos, en los años cincuenta, Raúl tuvo tratos con un empresario llamado Abdulá Diouri, que tenía una hija menor de edad. Raúl mantuvo relaciones sexuales con la chica, y creo que incluso la dejó embarazada. Eso no habría sido problema si él hubiera hecho lo que era honorable y se hubieran casado. En la sociedad musulmana Raúl simplemente habría tomado una segunda esposa y ahí habría acabado todo. Pero como católico, resultaba imposible. Y para complicar más las cosas, su mujer se quedó embarazada del tercero.

»Al final Raúl se portó como un cobarde y huyó con su familia. Abdulá Diouri se indignó al descubrirlo y le escribió una carta a Francisco Falcón en la que le hablaba de la traición de Raúl y le expresaba su determinación de vengarse, cosa que consiguió cinco años después.

»El tercer hijo, llamado Arturo, fue secuestrado cuando salía del colegio, en el sur de España. Raúl Jiménez afrontó esa terrible pérdida negando la existencia del muchacho. Eso destrozó a la familia. Su esposa se suicidó y los niños sufrieron el trauma, uno de ellos de manera irreparable.

– ¿Fue esta triste historia la que le llevó a intentar encontrar a Arturo treinta y siete años después de su desaparición? -preguntó Pablo.

– Como saben, conocí a la segunda mujer de Raúl, Consuelo, mientras investigaba su asesinato. Aproximadamente un año después iniciamos una relación, durante la cual nos confesamos que lo único que seguía obsesionándonos del caso de su marido, y de todo lo que salió a la luz entonces, era la desaparición de Arturo. Todavía había una parte de nosotros que se imaginaba a un niño de seis años eternamente desaparecido.

– Eso fue en julio de 2002 -dijo Pablo-. ¿Cuándo comenzaron a buscar a Arturo?

– En septiembre de ese año -dijo Falcón-. Ninguno de los dos creía que Abdulá Diouri hubiera matado al chico. Pensábamos que de alguna manera lo habría integrado en su familia.

– ¿Y qué le impulsaba a usted? -preguntó Juan-. ¿El chico perdido… u otra cosa?

– Sabía muy bien que estaba buscando a un hombre de cuarenta y tres años.

– Y mientras tanto, ¿qué había ocurrido en su relación con Consuelo Jiménez? -preguntó Pablo.

– Acabó casi al empezar, pero no voy a hablar de eso con usted.

– ¿No fue Consuelo quien cortó esa relación? -preguntó Pablo.

– Ella fue quien cortó -dijo Falcón, levantando las manos al cielo y comprendiendo que toda la Jefatura estaba al corriente-. No quería comprometerse.

– ¿Y eso le entristeció?

– Eso me entristeció mucho.

– Así pues, ¿fue ese el motivo que le llevó a buscar a Arturo? -preguntó Juan.

– Consuelo se negaba a verme ni a hablar conmigo. Me apartó de su vida.

– No es muy diferente de lo que Raúl intentó hacer con Arturo -dijo Juan.

– Si eso le parece.

Juan tomó un ajo encurtido y al morderlo crujió un poco.

– Me di cuenta -dijo Falcón- de que la única manera de volver a verla, dadas las circunstancias, era hacer algo extraordinario, no atosigarla. Sabía que si encontraba a Arturo tendría que volver a verme. En primer lugar, fue algo que compartimos, y yo sabía que eso removería algo en su interior.

– ¿Y funcionó? -preguntó Juan, fascinado por el sufrimiento de Falcón.

16

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 20:45 horas

Una brisa cálida recorrió el patio y agitó una planta grande, muerta y seca que estaba en la otra punta.

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