Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Los equipos de demolición apartaban en ese momento los bloques de cemento que quedaban de lo que había sido la quinta planta. Toda la zona estaba iluminada por focos, pues iban a trabajar toda la noche. En un solar que quedaba entre la guardería y otro bloque de pisos habían instalado una tienda de campaña con aire acondicionado para albergar las pruebas encontradas por la policía científica. También instalaron otra para albergar los cadáveres y los miembros mutilados que acabarían llegando de la mezquita aplastada. Los jueces, la brigada de homicidios, la policía científica y los servicios de emergencia habían elaborado una lista de turnos, para que toda la noche hubiera alguien en la zona de cada grupo.

Aún era de día y hacía mucho calor cuando Elvira, Falcón y Calderón abandonaron la guardería, poco antes de las ocho. En un rincón del patio se había reunido un grupo de gente. Cientos de velas parpadeaban en el suelo, entre ramos de flores. En la valla metálica había pancartas y carteles: No más muertes. Faz. Sólo los inocentes han caído. Por el derecho a vivir sin violencia. Pero la pancarta más grande de todas estaba escrita en rojo sobre fondo blanco: odio eterno al terrorismo. En la esquina inferior izquierda se leía: VOMIT. Falcón preguntó si alguien había visto a la persona que había desplegado la pancarta, pero nadie supo decírselo. Era esa pancarta la que había atraído a la gente a esa zona del patio, y se había convertido en el lugar natural donde rendir homenaje a los muertos.

Todos estaban de pie bajo la luz violeta del sol que comenzaba a ponerse sobre ese día catastrófico y, con la maquinaria aún apartando inexorable los escombros amontonados, las oraciones musitadas, la luz parpadeante de las velas y las flores que ya se marchitaban, componían una imagen patética y conmovedora, tan triste y emotiva como las fútiles muertes de todos los seres humanos en el enorme y grotesco escenario de la guerra. Mientras los tres agentes de la ley se alejaban del santuario, sonó el teléfono de Elvira. Lo cogió y se lo entregó a Falcón. Era Juan, del CNI, para decirle que se reunirían esa noche. Falcón dijo que llegaría a casa en una hora.

El hospital estaba tranquilo después de la frenética actividad del día. En urgencias todavía estaban sacando cristales de los cuerpos de los heridos y suturando cortes. Había pacientes en la sala de espera, pero ya no se trataba del horror de la enfermera que seleccionaba los heridos según su grado de urgencia, resbalando en la sangre, mirando la súplica callada de los ojos oscuros y abiertos de los heridos. Falcón mostró su identificación y preguntó por Lourdes Alanis, que se hallaba en la unidad de cuidados intensivos de la primera planta.

A través de los cristales de la unidad de cuidados intensivos se veía a Fernando junto a la cama de su hija, dándole la mano. La niña estaba enchufada a las máquinas, pero parecía respirar sola. El médico de la UCI dijo que estaba mejorando. Tenía un brazo roto y una pierna aplastada, pero no había lesiones en la columna. La principal preocupación habían sido las heridas en la cabeza. La niña seguía en coma, pero un escáner había revelado que no había señales de daño ni hemorragia cerebrales. Mientras Falcón hablaba con el médico, Fernando salió de la habitación para ir al lavabo. Falcón esperó unos minutos y lo siguió. Se estaba lavando las manos y la cara.

– ¿Quién es usted? -preguntó, mirando a Falcón por el espejo, suspicaz, sabiendo que no era médico.

– Nos conocimos antes junto a su edificio. Me llamo Javier Falcón. Soy el inspector jefe de la brigada de homicidios.

Fernando frunció el ceño y negó con la cabeza; no se acordaba.

– ¿Significa eso que han cogido a los que han destruido a mi familia?

– No, aún trabajamos en ello.

– No tienen que ir muy lejos. Están por todas partes.

– ¿Quiénes?

– Los putos marroquíes -dijo Fernando-. Esos putos cabrones. Los hemos estado vigilando todo este tiempo, desde el 11 de marzo, y nos hemos quedado pensando… cuándo será la próxima bomba. Siempre hemos sabido que iba a repetirse.

– ¿Por qué dice «hemos»?

– Muy bien, yo lo he sabido. Es lo que yo he estado pensando -dijo Fernando-. Pero sé que no estoy solo.

– No creo que las relaciones entre las dos comunidades fueran tan malas -dijo Falcón.

– Eso es porque usted no vive en «las comunidades» -dijo Fernando-. He visto las noticias, llenas de gente amable y acomodada que te dice que todo va bien, que entre los musulmanes y los católicos hay comunicación, que hay un «proceso de cierre de heridas». Todo eso son chorradas. Vivimos en un estado de suspicacia y miedo.

– ¿A pesar de saber que sólo unos cuantos miembros de la población musulmana son terroristas?

– Eso es lo que nos dicen, pero no lo sabemos -dijo Fernando-. Y lo que es más, no tenemos ni idea de quiénes son. Podrían estar a mi lado, en el bar, bebiendo cerveza y comiendo jamón. Sí, ya ve, los hay que lo hacen. Comen cerdo y beben alcohol. Pero al parecer son tan capaces de ponerse una bomba en el pecho como los que se pasan la vida con la nariz pegada al suelo de la mezquita.

– No he venido a hacerle enfadar -dijo Falcón-. Ya tiene bastante en qué pensar.

– No me ha hecho enfadar -dijo Fernando-. Ya estoy enfadado. Llevo mucho tiempo enfadado. Llevo enfadado dos años y tres meses. Gloria, mi esposa…

Se calló. Se le descompuso la cara. La boca se le espesó de saliva. Tuvo que apoyarse en el lavamanos como si sintiera un dolor físico. Tardó unos minutos en recobrar el dominio de sí mismo.

– Gloria era una buena persona. Creía en el bien que hay en todos nosotros. Pero esa fe no la protegió, ni protegió a nuestro hijo. La gente a la que defendía la ha matado, de la misma manera que matan a los que odian, y que les odian. En fin, ya es suficiente. Debo volver con mi hija. Sé que no tenía por qué venir a hablar conmigo. Ya tiene bastante con lo suyo. Así que gracias por… su interés. Y ojalá le vaya bien en su investigación. Espero que encuentre a los asesinos antes que yo.

– Quiero que me llame -dijo Falcón, entregándole su tarjeta-, a cualquier hora del día o de la noche, por la razón que sea. Si se siente enfadado, deprimido, violento, solo o incluso hambriento, quiero que me llame.

– No sabía que se implicaran personalmente.

– También quiero que me llame si alguna vez se pone en contacto con usted un grupo llamado VOMIT, de manera que es importante por dos motivos que estemos en contacto.

Salieron del lavabo y se estrecharon la mano. Cuando estuvieron junto al cristal tras el que estaba la hija de Fernando, pudieron ver la vida de la niña representada en verde en las pantallas. Fernando vaciló, apoyado en la puerta.

– Hoy sólo un político ha hablado conmigo -dijo-. Los vi a todos desfilando ante las cámaras con las víctimas y sus familias. Eso fue mientras examinaban el cráneo de Lourdes, de modo que tuve oportunidad de ver sus ridículas payasadas. Sólo una persona vino a verme.

– ¿Quién era?

– Jesús Alarcón -dijo Fernando-. Nunca había oído hablar de él. Es el nuevo líder de Fuerza Andalucía.

– ¿Qué le ha dicho?

– No me ha dicho nada. Me ha escuchado… y no había ninguna cámara a la vista.

El cielo se había vuelto púrpura sobre el casco viejo, como la decoloración en torno a una herida reciente que hubiera empezado a doler en serio. Falcón conducía de forma automática, la mente absorta en problemas insolubles: una bomba explota, mata, mutila y destruye. Lo que queda cuando se disipa el polvo y se retiran los cadáveres es una horrenda confusión social y política, en la que las emociones afloran, y, al igual que el viento sobre la hierba de la pradera, su influencia puede crear extrañas alucinaciones en la gente, convirtiendo a bebedores de cerveza en devotos que se dan golpes en el pecho.

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