Arturo Pérez-Reverte
El puente de los asesinos
Las aventuras del capitán Alatriste 7
© 2011, Arturo Pérez-Reverte
A Jacinto Antón, maestro de armas
en la ciudad de Barcelona.
Los soldados de bien, por hacer larga la vida de su patria, hacen la suya corta. Entre venenos y fatigas guardan la vida para un golpe; su muerte no hace más estruendo que el que hizo el golpe que les dio la muerte. Su mira, en su vida, sólo fue la buena fama. Ellos supieron merecerla, pero no hacerla. Quien la sabe hacer, debe labrarla. Los hombres de pluma elocuente están obligados a la inmortalidad de la espada briosa.
Juan de Zabaleta
Además de la germanía propia de la gente de espada, en la lengua franca utilizada por los militares españoles de los siglos XVI y XVII se mezclaban palabras flamencas, italianas, turcas, griegas o berberiscas. Hechos al mundo de frontera, los hombres de la monarquía hispana recurrían a esos términos con naturalidad, incorporándolos a su habla y castellanizándolos sin complejos. Eso dio lugar a un modo pintoresco de registrar palabras y expresiones extranjeras, que soldados como Alonso de Contreras, Diego Duque de Estrada, Jerónimo de Pasamonte o el propio Miguel de Cervantes utilizaron profusamente en sus memorias y escritos. Tal es la razón por la que, en varios pasajes de El puente de los Asesinos, el autor ha decidido mantener el modo de transcribir la lengua italiana utilizado por los autores de la época.
I. Gente de acero y silencios
Dos hombres se batían a la luz indecisa del amanecer, silueteados en la claridad gris que llegaba despacio por levante. La isla -poco más que un islote, en realidad- era pequeña y chata. Sus orillas, desnudas por la marea baja, se deshilaban en la bruma que la noche había dejado atrás. Eso daba una impresión de paisaje irreal, como si aquella porción de tierra neblinosa fuese parte misma del cielo y del agua. Las nubes eran pesadas y oscuras, y lloviznaban nieve casi líquida sobre la laguna veneciana. Hacía mucho frío aquel veinticinco de diciembre de mil seiscientos veintisiete.
– Están locos -dijo el moro Gurriato.
Seguía tirado en la escarcha del suelo, envuelto en mi capa mojada, y se incorporaba débilmente sobre un codo para observar a los contendientes. Yo, que acababa de vendarle la herida del costado, permanecía de pie junto a Sebastián Copons, tiritando bajo mi jubón de poco abrigo. Miraba a los dos hombres que, a veinte pasos de nosotros, destocados, a cuerpo gentil pese a lo destemplado del paraje, se acometían espada y daga en mano.
– Dios ciega a quien desea perder -masculló el moro, entre los dientes apretados por el dolor.
No respondí. Estaba de acuerdo en que aquello era un disparate que remataba el otro, el más vasto y sangriento que nos había llevado hasta allí; pero nada podía hacer yo. Ni ruegos ni razones, ni tampoco la evidencia notoria del peligro mortal que corríamos todos, habían logrado evitar lo que estaba ocurriendo en la isla. Una porción de tierra, ésta, cuyo nombre iba que ni pintado a nuestro presente incierto: isla de los Esqueletos, lugar elegido como osario por los habitantes de Venecia para despejar, de unos años acá, sus atestados cementerios. Las huellas estaban por todas partes. Entre la hierba húmeda, el barro y la tierra removida, a poco que se fijara uno, veía asomar restos de huesos y calaveras.
No sonaba otra cosa que el tintineo de los aceros: cling-clang. Mis ojos sólo se apartaron de la escena para mirar lejos, hacia el sur, donde la laguna se abría al Adriático. Pese a que a medida que se asentaba la luz diurna disminuían nuestras posibilidades, me animaba la esperanza de divisar, antes de que fuera demasiado tarde, una manchita blanca en el horizonte: la vela de la embarcación que debía sacarnos de allí, llevándonos a un lugar seguro antes de que nuestros perseguidores, que escudriñaban airados las islas cercanas, diesen con nosotros y nos cayeran encima como perros rabiosos. Y por Dios que no les faltaba motivo. En cualquier caso, ya era sobrado milagro que estuviésemos allí, temblando de frío en aquel islote, con su cuchillada el moro Gurriato pero todavía vivo, mientras el capitán Alatriste ajustaba viejas cuentas pendientes. Los cinco que aguardábamos en la isla -tres de nosotros mirando y los otros en danza de toledanas, como dije- éramos de los pocos que aún podían contarlo. En ese mismo instante, no lejos de allí, otros compañeros de aventura estaban siendo torturados y estrangulados en los calabozos de la Serenísima, colgaban de una soga frente a San Marcos o flotaban en el agua de los canales, tiñéndola de rojo con un lindo tajo en la garganta.
Todo había empezado dos meses atrás, en Nápoles, al regreso de una incursión en la costa griega. Después del combate naval con los turcos en las bocas de Escanderlu, donde perdimos a tantos hombres buenos y estuvimos al filo de dejar la piel, el capitán Alatriste y yo -mancebo en días pero al fin soldado, iba camino de los dieciocho años como por la posta- estuvimos una temporada reponiendo la salud y el ánimo con las delicias de la antigua Parténope, bastión principal del rey nuestro señor en el Mediterráneo y paraíso de los españoles en Italia. Poco duró el relajo. Arrojados a trochemoche -sobre todo el hijo de mi padre- sobre las tabernas del Chorrillo y los goces en que tan generosa era aquella ciudad magnífica, eso apuntilló nuestra enjuta bolsa. De modo que, hombres de armas como éramos, no hubo otra que buscar ocasión de mejor fortuna, y echamos papeleta para embarcar de nuevo. La brava Mulata, que habíamos traído a duras penas y muy maltratada del viaje a la costa de Anatolia, estaba en las atarazanas, reparándose. Así que embarcamos en la Virgen del Rosario, galera de veinticuatro bancos. Para desilusión nuestra, la primera salida no fue para corsear las islas de Levante a la caza de botines, sino de viaje por la costa griega, al lugar que llamábamos Brazo de Mayna, para llevar armas y socorros a los cristianos que allí hacían guerra de montaña escaramuzando contra los turcos que, desde hacía doscientos años, ocupaban su tierra.
La misión era sencilla, de poco fuste y ningún beneficio para nosotros: cargar en Mesina cien arcabuces de Eibar, trescientas lanzas de moharra tolosana y quince barriles de pólvora, y desembarcarlo todo de manera secreta en una ensenada, más allá del cabo Matapán, que los griegos llamaban Porto Kayio y los españoles Puerto Coalla. Así lo hicimos, sin tropiezos, y eso me permitió ver de cerca a los maynotas, que son los griegos de aquella parte y habitan una tierra áspera, estéril, que los hace rudos, cerriles y ladrones a más no poder. Eran muchas las esperanzas de libertad que esta gente, sometida por la crueldad turca, tenía puestas en el rey de España como monarca más poderoso del mundo; pero a nuestro señor don Felipe IV y a su ministro el conde-duque de Olivares no les interesaba comprometerse por unos cuantos griegos oprimidos, en una campaña lejana e incierta como aquélla, contra un imperio turco que, aunque todavía en pleno vigor, había dejado de ser agresivo para nosotros en el Mediterráneo. La guerra reavivada en Flandes y Europa engullía hombres y dinero, y nuestros enemigos naturales, la Holanda rebelde y también Francia, Inglaterra, Venecia y el mismo papa de Roma, habrían visto con felicidad a España enfangada en un conflicto oriental que distrajese fuerzas del escenario europeo; allí donde el viejo león hispano peleaba solo contra todos, todavía con recios zarpazos merced al oro de las Indias y a los temibles tercios viejos de infantería española. Por eso nuestro socorro a los habitantes de Brazo de Mayna fue más simbólico que otra cosa, alentándolos a hostigar a los otomanos -degollaban a recaudadores de impuestos, tendían emboscadas y cosas así-, pero sin empeñarles más que vagas promesas y alguna ayuda menor, como la que la Virgen del Rosario desembarcó en Puerto Coalla. Pocos años más tarde ocurrió lo que en tales casos suele ocurrir: los turcos ahogaron en sangre el levantamiento, y España abandonó a los maynotas a su triste suerte.
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