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Arturo Pérez-Reverte: El puente de los asesinos

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Arturo Pérez-Reverte El puente de los asesinos

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Cruza el puente de los Asesinos con Arturo Pérez-Reverte y vive la trepidante conspiración para asesinar al dogo de Venecia. «Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por el sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él.» Nápoles, Roma y Milán son algunos escenarios de esta nueva aventura del capitán Alatriste. Acompañado del joven Íñigo Balboa, a Alatriste le ordenan intervenir en una conjura crucial para la corona española: un golpe de mano en Venecia para asesinar al dogo durante la misa de Navidad, e imponer por la fuerza un gobierno favorable a la corte del rey católico en ese estado de Italia. Para Alatriste y sus camaradas -el veterano Sebastián Copons y el peligroso moro Gurriato, entre otros-, la misión se presenta difícil, arriesgada y llena de sorpresas. Suicida, tal vez; pero no imposible.

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La elocuencia de don Francisco era casi literaria, observó Diego Alatriste. Incluso en un antiveneciano convencido, como era su viejo amigo, la retórica parecía excesiva. Se diría que recitaba de memoria uno de aquellos opúsculos que en los últimos tiempos escribía a satisfacción del conde-duque. Al fin, mirando de reojo al caballero que seguía apoyado en la chimenea y escuchaba el discurso con manifiesta aprobación, creyó comprender la causa: Quevedo estaba planteando en voz alta la doctrina oficial. La justificación, que en algún momento posterior sería pública, de lo que allí se tramaba, o empezaba a tramar. Y como el gato escaldado hasta del agua fría recela, Alatriste se preguntó, con un nuevo estremecimiento de inquietud, qué parte de todo aquello -nunca la más grata ni la mejor pagada, como de costumbre- acabaría cayendo sobre sus espaldas.

– Esos republicones -remataba Quevedo- han puesto toda su atención en el Adriático, llamándolo golfo suyo… Y con la fábula de apellidarse defensores de Italia y la fe cristiana, diciendo que les pertenece el dominio de ese mar para limpiarlo de corsarios, dejan que lo naveguen a su placer holandeses, moros y turcos, enemigos todos de la religión católica.

Se interrumpió de pronto, cual si hubiera agotado los argumentos. Fruncía el ceño, pareciendo considerar si olvidaba algo. Sus lentes cayeron del puente de la nariz, colgando del cordón. Después miró al caballero de la chimenea, vertió vino en la otra copa y la apuró de un largo trago, sin respirar, como si necesitara remojar la palabra. Fue entonces cuando el otro se apartó de la chimenea, vino hasta la mesa y contempló pensativo el mapa de Italia. Aún tenía una mano apoyada en la cadera y sonreía de una manera extraña, consideró Alatriste. Como el garitero que baraja naipes con más flores que mayo.

– Vamos a darles una lección -dijo.

– A esos hideputas -remachó el poeta, brutal, chasqueando la lengua mientras dejaba sobre los papeles la copa vacía.

Se trataba de eso, entonces. Diego Alatriste se estremeció de nuevo en sus adentros. Era mastín viejo. Empezaba a cuajar lo que hervía en la olla.

– ¿Como la conjura de hace nueve años?

Arriesgó esa idea y luego aguardó, impasible. Los ojos del caballero desconocido lo cribaron de arriba abajo, arrogantes al principio y reflexivos después. Parecieron concluir, al cabo, que las circunstancias justificaban aquella pregunta. También una respuesta.

– Nunca la hubo -dijo, sereno-. No, al menos, como se cuenta. Y podéis creerme, pues yo también, como don Francisco, estaba cerca del duque de Osuna en aquella ocasión… El año dieciocho, alarmados los venecianos por la turba de aventureros, espadachines, corsarios y ladrones que componían sus tropas asalariadas a punto de amotinarse, limpiaron sentinas usando a España como pretexto… ¿Iban a derrocar a la República dos corsarios, un viejo borracho y unos cuantos buscavidas sin fama, créditos ni recursos?

Se quedó callado, mirando primero a Quevedo y luego otra vez a Alatriste. El silencio fue tan largo que éste creyó oportuno decir algo. Cual si los otros pareciesen esperar que lo hiciera.

– No creo -aventuró.

Lo dijo inseguro, pero el caballero pareció satisfecho al oír aquello. Se volvía ahora a medias hacia Quevedo tocándose la barba, como si acabasen de entrar, a satisfacción suya, en otra clase de terreno. La idea de la conspiración, explicó en tono algo más afable, les había ido de perlas a los venecianos. Gracias al escándalo que organizaron, ya no estaba en Italia aquel insigne triunvirato que sostenía en Italia los blasones de Castilla: el embajador Bedmar en Venecia, el marqués de Villafranca en Milán y el duque de Osuna en Nápoles. A este último le envenenaron gloria y fama hasta hundirlo con el proceso que lo hizo morir en prisión. Con ello, la política del Consejo de los Diez había triunfado: apenas salió Osuna de Italia, negoció Venecia con el turco, estrechó la amistad con saboyanos y piamonteses, encendió de nuevo la contienda de la Valtelina, y hacía dos años había logrado que se formara la Liga de Aviñón: esa alianza contra natura sólo explicable por el terror que a todos causaba España. Una liga con la que el papa, Francia, Inglaterra, Dinamarca, Holanda, Saboya y los estados protestantes de Alemania buscaban la ruina de la monarquía católica y la casa de Austria.

– Tarde advirtió la corte española sus errores -concluyó-. Iban el rey Felipe y el emperador Fernando a enviar ejércitos que aplastasen a Venecia, cuando la guerra en Flandes y en Europa nos distrajo tropas y energías… No puede haber ya campaña abierta en el norte de Italia. Pero sí hay oportunidad para poner las cosas en su sitio, de otra manera, haciendo lo que no se hizo hace nueve años… Haciéndolo de verdad.

Digirió Alatriste aquello lo mejor que pudo. Lo que más lo inquietaba era el tono de confidencia. Que se lo contaran de esa manera, casi de vuestra merced a vuestra merced, cual si todos estuviesen metidos en idéntico negocio. Don Francisco y el desconocido lo miraban ahora como alanos rondando un hueso con mucho tuétano. Tragó saliva. En qué maldito embrollo, se dijo desolado, me están metiendo.

– ¿Una segunda conjura? -aventuró de nuevo.

Alzó el caballero un dedo admonitorio, aunque sin severidad. Parecía un gesto divertido. Cómplice. Eso intranquilizó a Alatriste todavía más.

– Ya os digo que nunca hubo primera. Aquello fue más propaganda veneciana que otra cosa… Lo de ahora va en serio.

– ¿Y qué tengo yo que ver?

Con una sonrisa de afecto, sin duda sincera, don Francisco de Quevedo cogió su copa vacía de la mesa, y tras llenarla de nuevo se la ofreció a Diego Alatriste. La sostuvo éste un momento en la mano, y tras una corta vacilación mojó el mostacho, sin apartar los ojos de la cruz de Calatrava que el caballero desconocido lucía en el lado izquierdo del pecho. Que le ofrecieran vino lo asustaba todavía más que una parla a gaznate seco.

Entonces recordó el viejo refrán: cuando al soldado le dan de beber, o está jodido o lo van a joder.

– Voto a Cristo, Íñigo. Estás hecho un hombretón.

Me sentía feliz por ver de nuevo a don Francisco. Había pasado un año y medio desde la última vez, cuando nos despedimos en Madrid tras el asunto del jubón amarillo y la conspiración que estuvo a punto de costar la vida al rey nuestro señor durante una cacería en El Escorial.

– Un hombre de una pieza, joven y gallardo… No como nosotros, querido capitán, que empezamos a aparentar la edad que tenemos.

Era de nuevo el afecto habitual. La vieja intimidad entre nosotros, felizmente recobrada. Celebrábamos nuestro reencuentro con una comida para tres en una hostería de Pizzo-falcone, bajo un emparrado seco y un toldo de lona que nos protegía del sol napolitano, espléndido pese a lo avanzado de la estación: zuquinis en aceite y vinagre, pichones asados, jigote de cabrito y buena provisión líquida de greco y lacrimachristi. El paisaje era soberbio: el mar de un azul intenso surcado por velas blancas, el Vesubio lejano, humeante sobre su ladera oscura, y la ciudad hermosa que se extendía a nuestros pies, en torno a las faldas de la colina. El puerto con sus galeras y naves amarradas, Castilnuovo y el palacio del virrey a un lado, la eminencia fortificada de San Elmo a nuestra espalda, y la playa de Chiaia a la otra parte, con sus palacios alineados, la arboleda inicial y la hermosa playa que se curvaba, semicircular y franca, hacia Mergelina y las verdes alturas del Posílipo.

– Intervendrá en el negocio, supongo.

Don Francisco había pronunciado esas palabras entre dos tientos al vino, como al descuido, pero observando de reojo al capitán Alatriste. Advertí que éste me miraba del mismo modo por un breve instante. Después se echó hacia atrás en la silla -tenía desabrochado el jubón y abierto sobre el pecho el cuello de la camisa- y perdió la vista en el horizonte azul, allí donde la isla de Capri se difuminaba en la distancia.

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