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Arturo Pérez-Reverte: El puente de los asesinos

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Arturo Pérez-Reverte El puente de los asesinos

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Cruza el puente de los Asesinos con Arturo Pérez-Reverte y vive la trepidante conspiración para asesinar al dogo de Venecia. «Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por el sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él.» Nápoles, Roma y Milán son algunos escenarios de esta nueva aventura del capitán Alatriste. Acompañado del joven Íñigo Balboa, a Alatriste le ordenan intervenir en una conjura crucial para la corona española: un golpe de mano en Venecia para asesinar al dogo durante la misa de Navidad, e imponer por la fuerza un gobierno favorable a la corte del rey católico en ese estado de Italia. Para Alatriste y sus camaradas -el veterano Sebastián Copons y el peligroso moro Gurriato, entre otros-, la misión se presenta difícil, arriesgada y llena de sorpresas. Suicida, tal vez; pero no imposible.

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– Nunca os metería en esto de no tener confianza -deslizó.

Yo estaba seguro de ello, pero no estimé tan convencido al capitán. La vida le había enseñado que el interés propio, la necesidad, incluso la devoción misma, pueden cegar a los más leales. Casi todos los hombres, aun de buena fe, acaban viendo las cosas como las desean ver.

– Estará pagado, imagino.

Se relajó el poeta. Hablar de dinero era pisar sobre seguro.

– ¿Pagado?… Voto a tal. Un mes con sueldo de ochenta escudos para los cabos y cincuenta para la tropa. Sin contar lo que supondrá en vuestras hojas de servicio, en especial para Íñigo… Después de esto, su entrada en los correos reales y en la Corte es cosa hecha. La reina misma está dispuesta a recomendar el asunto.

Vi torcerse el mostacho del capitán Alatriste con lo de las hojas de servicio. Mi antiguo amo había visto demasiadas de ellas -él mismo tenía unas cuantas en su mochila de soldado- metidas en canutos de hojalata, exhibidas por mendigos y mutilados que limosneaban a la puerta de las iglesias de toda España. A mí, sin embargo, corridos mundo y guerras pero mozo al fin, el argumento me sonaba bien. Y las últimas palabras de don Francisco me acariciaron el orgullo.

– ¿Habéis hablado de mí a la reina? -inquirí, halagado.

– Naturalmente. Si yo gozo de favor, no veo por qué no han de tenerlo mis amigos. Tu antiguo lance con la Inquisición y tu juventud en Flandes enternecen mucho a la hija del Bearnés… Y por cierto. Hablando de ternezas, tengo noticias para ti.

Hizo una pausa, y su sonrisa bastó para suspenderme el ánimo. Hacía tiempo que yo no recibía cartas de Nueva España.

– Se habla de que Luis de Alquézar puede recobrar el favor del rey. Por lo visto ha hecho fortuna con las minas de plata, en Taxco. Hombre hábil como es, lleva tiempo cuidando la bolsa de cualquiera que pueda serle útil en Madrid, cuarto Felipe incluido. Dicen que nuestro joven soberano, necesitado como siempre de numerario, está a punto de levantarle el destierro. Dádivas ablandan peñas.

Don Francisco hizo otra pausa, más larga esta vez, y sonrió afectuoso, con mucha intención.

– Eso significaría un regreso a Madrid -añadió- de Alquézar y su sobrina, que volvería a entrar en la Corte.

Ya no tenía edad para ruborizarme -aunque vascongado y de Oñate, nunca fui de cortedades ni rubores-, y menos con la vida que había llevado y llevaba. Sin embargo, aquello me agolpó la sangre en la cara. Con una ojeada de soslayo comprobé que el capitán Alatriste me miraba, impasible. «El apellido Alquézar nos trae mala suerte», había dicho en cierta ocasión con aquel tranquilo tono suyo, casi indiferente, que parecía traer las palabras desde muy lejos. Y era cierto. Mi impetuoso amor por Angélica había puesto nuestras cabezas, más de una vez, a dos dedos del verdugo. Ni el capitán ni yo lo olvidábamos.

– No estaría mal -proseguía don Francisco- que un flamante caballerete de los correos reales enfrentase la nueva etapa de su vida con la faltriquera llena. Las damas de la reina, y de eso doy cumplida fe, tienen gustos caros.

Y recitó, festivo:

En confites gastó Marte la malla,

y la espada en pasteles y en azumbres.

Volvióse en bolsa Júpiter severo;

levantóse las faldas la doncella

por recogerle en lluvia de dinero.

– Lo que nos lleva de nuevo -enlazó con naturalidad- a Venecia… Imaginad una de las ciudades más ricas del mundo, si no la que más, puesta a saco. Lo que podréis embolsar allí.

El capitán Alatriste había apoyado las manos sobre la mesa, a uno y otro lado de su jarra de vino, y las miraba con aire reflexivo. Con aquellas manos mataba, me dije. Ellas le daban de comer.

– ¿Por qué yo? -preguntó.

El poeta hizo un ademán vago y dirigió un vistazo ladera abajo de Pizzofaleone, en dirección al palacio del virrey. Cual si la respuesta estuviera allí.

– No puedo daros precisiones sobre el plan. Pero repito que la parte que os corresponde exige a alguien de buena mano y extrema confianza… Al barajar nombres con el conde-duque, salió a relucir el vuestro. El privado no olvida el papel que hicisteis cuando el episodio de El Escorial. Tampoco la promesa formulada delante de mí en el paseo del Prado, cuando pedíais ayuda para Íñigo, preso por la Inquisición. «Me lo debe», zanjó Olivares, con una de esas muecas feroces que no admiten réplica… Así que aquí estoy, y aquí estáis.

Siguió otro silencio, breve, durante el que don Francisco y el capitán Alatriste se miraron a los ojos con la inteligencia de su vieja amistad.

– Lástima -suspiró el capitán, al fin-. Se estaba bien en Nápoles.

Una sonrisa leve, un punto fatigada, aderezaba de melancolía el comentario. Observé que don Francisco asentía, encogiendo los hombros cual si compartiera, sin necesidad de más palabras, los pensamientos de mi antiguo amo. Gente como vuestra merced, parecía decir el gesto, no está en disposición de elegir dónde vive, ni riñe. Aunque a veces, en el mejor de los casos, pueda elegir dónde muere.

– Venecia es bonita -dijo el poeta.

– Pero en invierno hace un frío de mil diablos.

El capitán miraba el paisaje con ojos entornados y el rastro de la sonrisa todavía perceptible bajo el mostacho. Pensé que de veras le costaba despedirse de aquella ciudad que en otro tiempo albergó los mejores años de su juventud, y en la que parecía encontrarse a gusto: en Nápoles todo era simple, regido por la disciplina militar, con el Mediterráneo y sus orillas como territorio de caza, buen vino y buenos camaradas. Tan distante de las incómodas campañas del norte, las trincheras, las marchas bajo la lluvia y los asedios interminables, y también de las zozobras y asechanzas de aquel Madrid complicado y peligroso, cogollo de una España equívoca, turbulenta y miserable, madrastra ingrata a la que su espada mercenaria nunca lamentaba dejar atrás. Esa triste patria a la que sólo era posible amar cuando se tenía lejos, esperando junto a los camaradas silenciosos una carga enemiga, apretados los dientes bajo el ondear de una vieja bandera desgarrada por el viento y la metralla.

A mí, sin embargo, desde hacía rato me sobraba Nápoles. Ni siquiera el nombre de Angélica de Alquézar calentaba tanto mi corazón como el hormigueo de lo inminente. Desde aquella colina, más allá del mar azul y las alturas del Posílipo, hacia el septentrión italiano y a orillas del golfo Adriático, vislumbraba yo nuevas aventuras, lances apretados, emociones y sacos de oro abiertos a estocadas en palacios de mítica riqueza. Para llegar a ello sólo tenía que poner de nuevo la vida al parche del tambor, igual que quien arroja dados o pide naipe; y eso era algo a lo que, junto al capitán Alatriste, mi juventud audaz e insolente estaba acostumbrada. Una aventura nueva me esperaba, tentadora al modo de una cortesana aderezada con perlas y brazaletes de oro. Venecia, me dije con deleite. Aquel nombre singular acariciaba mis propósitos, alentándolos como el susurro íntimo de una mujer hermosa.

II Los viejos amigos La recluta llevó poco tiempo Después de algunas - фото 4

II. Los viejos amigos

La recluta llevó poco tiempo Después de algunas visitas a los camaradas de los - фото 5

La recluta llevó poco tiempo. Después de algunas visitas a los camaradas de los barracones militares de Nápoles, oportunamente rematadas con jarras de lo añejo en las tabernas del Chorrillo, mi antiguo amo comprometió a una linda cherinola de caimanes, soldados en activo todos ellos, que recibieron en el acto una licencia especial, contabilizada como tiempo de servicio, de tres meses de duración. Se decidió que el grupo, con instrucciones de encaminarse a Génova por mar y desde allí a Milán, embarcaría en Nápoles tres días después de que el capitán, don Francisco de Quevedo y yo emprendiésemos viaje, también por mar, a la Fiumara de Roma, de donde íbamos a remontar el Tíber hasta la ciudad de los papas. Integraban el grupo expedido a Milán nuestro viejo amigo aragonés Sebastián Copons, el moro Gurriato y otros cuatro hombres de fiar, todos de nuestro tercio: gente cruda y de poca lengua, muy fogueada en las galeras o en Flandes, con la que en algún momento de su larga vida militar coincidió mi antiguo amo. Uno había estado con nosotros en la matanza de las bocas de Escanderlu: era vizcaíno y tenía por nombre Juan Zenarruzabeitia. Completaban el grupo dos andaluces, Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta, y un catalán llamado Jorge Quartanet. De todos hablaremos más adelante por lo menudo.

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