El caso es que regresamos a Nápoles sin novedad, con un viento próspero que nos hizo avistar el Vesubio en pocos días. Quedó amarrada la galera en el muelle grande, junto a la linterna, cerca de las imponentes torres negras de Castilnuovo; y bajamos a tierra cuando se nos permitió, rascándonos las chinches camino de nuestros alojamientos en el barrio, o cuartel, allí llamado de los españoles. La sarracina de las bocas de Escanderlu nos había acercado de nuevo al capitán Alatriste y a mí, tras algunos desacuerdos a los que mi juventud y arrogancia, con los vicios que la vida de soldado acarrea, no habían sido ajenas; pero yo seguía viviendo en los barracones militares de Monte Calvario, sin regresar a mi antiguo cuarto en la posada de Ana de Osorio. Eso me daba independencia y facilitaba la compañía con gente de mi edad, como Jaime Correas, que en Nápoles como en Flandes era consorte habitual, y con quien solía echarlo todo a doce. Este amigo, cada vez más apicarado, siempre afecto al naipe, a armarse a lo Baco y a traer el seso en la punta del caramillo, no era, convengo en ello, la mejor influencia. El solo bastaba para deshonrar a un duque. Sin embargo, yo le tenía apego. En los mandarachos y tabernas partenopeos seguíamos inseparables; y no sólo allí, pues entrambos salíamos aplicados en parafrasear, del buen don Miguel de Cervantes, aquellos lindos versos parnasianos:
Y díjeme a mí mismo: «No me engaño,
esta ciudad es Nápoles la ilustre,
que yo gocé sus hembras más de un año».
Aquella mañana, cuando llegamos ante la posada donde vivía el capitán, cargados con nuestros sacos de soldados y abriéndonos paso entre la gente que atestaba las calles abigarradas del cuartel español, un hombre que aguardaba apoyado en la pared frontera se apartó de ella y vino hacia nosotros. Vestía de negro, como abogado o funcionario, no ceñía espada y se cubría con sombrero de ala corta. Su aspecto recordaba a esos cuervos siniestros a los que sueles encontrar junto a jueces e inquisidores, escribiendo renglones que no tardarán en complicarte la vida. Entre las primeras cosas que yo había aprendido junto al capitán, bien a mi costa, se contaba recelar menos de quienes se limpian las uñas con cuchillos de diversas hechuras -unos para cortar bolsas, otros para matar puercos y otros para matar a personas- que de esa ralea vestida de negro, hábil en cebar horcas, cárceles y cementerios con una pluma de ave, un tintero y unas resmas de papel.
– ¿Es vuestra merced Diego Alatriste?
Su acento era buen español, sin rastro de italiano. Lo miramos con la natural desconfianza, sin dejar de mascar los trozos de escamoza que habíamos comprado a un quesero por el camino. Una cosa era que un camarada te diese la bienvenida al bajar de la galera, señalando alegre la puerta de una taberna, y otra bien distinta encontrar a un pájaro de mala sombra pronunciando tu nombre y apellido. Observé que el capitán se ponía tenso y dejaba el petate en el suelo, mientras sus ojos glaucos recorrían al individuo de arriba abajo.
– ¿Y qué, si lo soy?
– Tengo instrucciones para conduciros conmigo.
Bajo el ala ancha del chapeo que le ensombrecía el rostro aguileño, tostado por el sol griego, vi endurecerse los rasgos de mi antiguo amo. Su mano izquierda fue a apoyarse, como al descuido, en el pomo de la toledana que llevaba al cinto.
– ¿A dónde?
Me miró el individuo, dubitativo, mientras yo consideraba todo aquello rápidamente. Acabé descartando un mal paso que tuviese como próxima etapa la cárcel de Santiago o la Vicaría. Nadie que conociese el nombre de Diego Alatriste -y por consiguiente la reputación que lo sostenía- iba a encargar a un solo hombre que lo llevase allí donde no quisiera ir. Para esos lances solían mandarle los corchetes de seis en seis, armados con más hierro que Vizcaya.
– Es asunto particular -dijo-. Y sólo concierne a vuestra merced.
– ¿A dónde? -repitió el capitán, impasible.
Un silencio. El hombre vestido de negro ya no parecía tan seguro de sí. Me dirigió otro vistazo rápido antes de encarar de nuevo los ojos fríos que lo observaban bajo el ala ancha del sombrero.
– A Piedegruta… Alguien desea veros.
– ¿Es asunto oficial?
– Podría serlo.
Con estas últimas palabras sacó un papel doblado y lacrado del bolsillo y se lo entregó al capitán. Rompió éste el sello, echó un vistazo, y yo, que me había apartado ligeramente por no parecer indiscreto -aunque me quemaba en ganas de meter el hocico-, lo vi pasarse dos dedos por el mostacho. Al cabo dobló el papel, se lo guardó en la faltriquera y estuvo pensativo un instante. Luego se volvió hacia mí.
– Te veré luego, Íñigo.
Asentí, desilusionado. Le conocía el tono y no hubo más que decir. Despidiéndome con un gesto, seguí camino petate al hombro, cuesta arriba, rumbo a Monte Calvario; en cuyo barracón militar, junto a Jaime Correas y otros camaradas, se alojaba también Aixa Ben Gurriat, al que todos llamábamos moro Gurriato: el mogataz azuago que se había alistado en la infantería española tras la cabalgada de Oran. Seguía siendo un pintoresco y peligroso personaje, particularmente afecto al capitán Alatriste. Durante el tiempo que corseamos en la Mulata había tejido con nosotros una lealtad aún más singular y estrecha; aunque el fondo de sus pensamientos, con aquella estoica serenidad que lo caracterizaba a la hora de encarar la vida y la muerte o considerar los actos de los hombres, seguía siendo un misterio para mí. Añadiré, ya que andamos en ello, que completaba nuestro rancho de amigos en la ciudad -el capitán Alonso de Contreras estaba por esas fechas de gobernador en Pantelaria- el aragonés Sebastián Copons, que no había embarcado en la Virgen del Rosario porque servía de caporal con la guarnición del castillo del Huevo. Por aquel tiempo pasó también unos días en Nápoles, aunque sólo de camino, Lopito de Vega, hijo del gran Lope, que ya tenía su patente de alférez. Nos habíamos holgado mucho de encontrarlo otra vez, pues era un bravo muchacho; aunque nuestra alegría estuvo empañada por su reciente viudez de la joven Laura Moscatel, arrebatada por unas calenturas malignas a poco del matrimonio. El hijo del Fénix de los Ingenios volverá a aparecer en el curso de la presente historia, así que hablaremos de él más adelante.
Diego Alatriste bajó del carruaje y miró en torno, desconfiado. Tenía por sana costumbre, antes de entrar en un sitio incierto, establecer por dónde iba a irse, o intentarlo, si las cosas terminaban complicándose. El billete que le ordenaba acompañar al hombre de negro estaba firmado por don Esteban Espinar, sargento mayor del tercio de Nápoles, y no admitía discusión alguna; pero nada más se aclaraba en él. Así que Alatriste estudió los alrededores antes de encaminarse al caserón de tres plantas que se levantaba en el lado derecho de la vía Piedegruta, cerca de la playa. Conocía el lugar por ser sitio de las afueras frecuentado por los españoles en fiestas y romerías. Había algunos ventorrillos agradables entre los casales y arboledas de las faldas del Posílipo, la casa de la Torreta quedaba al otro lado del camino, y la iglesia de Santa María al final de éste, cerca de la entrada a la antigua y famosa cueva que desde tiempo de los romanos daba nombre al paraje. A esa hora, el lugar estaba poco transitado: unas mujeres volvían con cántaros de agua de la fuente cercana y un zapatero remendón manejaba su lezna bajo un toldo de rayas blancas y azules, en la esquina de la rampa vieja de San Antonio.
– Sígame vuestra merced.
El caserón tenía casi todos los postigos cerrados. El eco doble de los pasos -las botas de Alatriste, sobre todo- parecía prolongarse hasta el infinito. Su interior mal ventilado, oscuro a trechos, estaba dispuesto con muebles viejos, situados de cualquier manera junto a paredes de pinturas desconchadas, restos de un antiguo esplendor. En el primer piso, al final de la escalera se prolongaba un corredor ancho y largo con puertas a uno y otro lado, a cuyo extremo se abría un salón muy iluminado por el sol. Parecía la única estancia confortable de la casa: cuadros en las paredes y alfombra de dibujo oriental sobre suelo de baldosas. Frente a una chimenea grande y apagada, una mesa de escritorio, con cuatro sillas dispuestas a los lados, estaba cubierta de libros y papeles. También había un candelabro de cinco brazos, una frasca de vino y dos copas de cristal tallado. Algo más allá, junto a una ventana por la que se distinguían, lejos, las torres de Mergelina y el campanario de Santa María del Parto, dos hombres en pie conversaban envueltos en el fuerte contraluz del exterior.
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