Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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17

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 21:00 horas

El restaurante estaba en pleno primer servicio, las cenas de los tempranos turistas, antes de que a las diez llegara la primera carga de clientes locales. Consuelo salió de su despacho para acudir a su segunda cita con Alicia Aguado. Aquel día sólo había salido una vez, para ir a comer a casa de su hermana. Habían hablado exclusivamente de la bomba hasta los últimos minutos de la comida, momento en el cual Consuelo le había preguntado si podría estar en su casa de Santa Clara hacia las diez y media. Su hermana dedujo que había un problema con la niñera.

– No, no, ella cuidará de los niños -dijo Consuelo-. Es sólo que me han dicho que necesito a alguien cercano cuando vuelva a casa.

– ¿Vas al ginecólogo?

– No. Al psicólogo.

– ¿Tú? -dijo su hermana, atónita.

– Sí, Ana. Tu hermana, Consuelo, va a ver a un loquero.

– Pero si eres la persona más cuerda que conozco -dijo Ana-. Si tú estás loca, ¿qué esperanza tenemos los demás?

– No estoy loca -dijo Consuelo-, pero podría llegar a estarlo. En estos momentos estoy al borde del abismo. Esta mujer que voy a ver me ayudará, pero dice que cuando vuelva a casa necesitaré a alguien que me dé apoyo. Y esa serás tú.

Su hermana se quedó de una pieza, quizá también porque las dos se habían dado cuenta de que a lo mejor no se tenían tanta confianza como creían.

Cuando Consuelo abandonó la seguridad de su despacho sintió que se le formaba en el estómago algo parecido al pánico, y casi de inmediato, recordó las palabras de Alicia Aguado: «Ven enseguida. No dejes que nada te distraiga». Eso le provocó una cierta confusión, y oyó una voz que decía: ¿Por qué iba a distraerme? Mientras se abrochaba el cinturón de seguridad, su mente se desvió de su objetivo principal y pensó en pasar por la plaza del Pumarejo, preguntándose si él estaría allí. El corazón se le aceleró y tocó el claxon con tanta fuerza y tanto rato que uno de los camareros salió corriendo a la calle. Puso la primera y cruzó la plaza con la mirada fija al frente.

Quince minutos después estaba en el confidente de la habitación azul claro, las muñecas a la vista, a la espera de los inquisitivos dedos de Alicia Aguado. Primero hablaron de la bomba. Consuelo no podía concentrarse. Estaba ocupada intentando recomponer los fragmentos de su persona. Hablar de los devastadores efectos de la bomba no la ayudaba.

– Has llegado un poco tarde -dijo Alicia, colocándole los dedos en el pulso-. ¿Has venido directamente?

– Me retrasaron en el trabajo. He venido en cuanto he podido escaparme.

– ¿Sin distracciones?

– Ninguna.

– Intenta responder otra vez a esa pregunta, Consuelo.

Consuelo se miró la muñeca. ¿Tan transparentes eran sus pulsaciones? Tragó saliva. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? No había tenido ningún problema en todo el día. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Una lágrima le resbaló por la comisura del labio.

– ¿Por qué lloras, Consuelo?

– ¿Es que tú no me lo vas a decir?

– No -dijo Aguado-, la cosa va al revés. Yo soy sólo una guía.

– Combatí una distracción momentánea -dijo Consuelo.

– ¿Eres reacia a contármelo porque es de índole sexual?

– Sí. Me da vergüenza.

– Exactamente, ¿qué te da vergüenza?

No hubo respuesta.

– Piensa en ello antes de nuestra próxima consulta y decide si es cierto -dijo Aguado-. Háblame de la distracción.

Consuelo le relató el incidente de la noche anterior, que finalmente había precipitado su llamada pidiendo ayuda.

– ¿Conoces a ese hombre?

– No.

– ¿Lo habías visto antes, algún contacto casual?

– Es uno de esos tipos que les murmuran obscenidades a las mujeres -dijo Consuelo-. No tolero ese tipo de comportamiento, y cada vez que ocurre monto una escena. Pretendo disuadirlos de que se lo hagan a otras.

– ¿Lo consideras un deber moral?

– Sí. Las mujeres no deberían estar sujetas a ese sexismo azaroso. A esos hombres no se les debería animar a entregarse a sus groseras fantasías. No tiene que ver con el sexo, es una pura cuestión de poder, de abuso de poder. Esos hombres odian a las mujeres. Quieren expresar su odio. Obtienen placer escandalizando y humillando. Si hubiera alguna mujer lo bastante necia como para liarse con un hombre como ese, la maltrataría. Esos tipos son maltratadores en potencia.

– Entonces, ¿por qué te fascina ese hombre? -preguntó Aguado.

Más lágrimas, que se combinaron con una extraña sensación de desmoronamiento, de que las cosas se desplomaban una encima de otra, y, justo en el momento en que la atracción gravitatoria de todo su yo al contraerse parecía alcanzar una velocidad terminal, sintió como si se desamarrara, como si se alejara flotando de la persona que creía ser. Le pareció un caso extremo del fenómeno al que se refería como bandazo existencial: un momento repentinamente reflexivo en el que la pregunta de qué estamos haciendo en este planeta que gira en el vacío parecía incontestable e inabarcable. Aquello solía acabar en un instante tras el cual regresaba al mundo, pero en aquella ocasión el fenómeno no acababa, y no sabía si regresaría al mundo. Se puso en pie de un salto y procuró mantener el control para no derrumbarse.

– No pasa nada -dijo Alicia, extendiendo los brazos hacia ella-. No pasa nada, Consuelo. Sigues aquí. Ven y siéntate a mi lado.

El diván, ese diván denominado confidente, parecía más una silla de tortura. Un lugar en el que le insertaban unos instrumentos que alcanzaban grupos de nervios insoportablemente dolorosos y los pellizcaban hasta un nivel de dolor nunca experimentado.

– Puedo hacerlo -se oyó decir Consuelo-. Puedo hacerlo.

Cayó en los brazos de Alicia Aguado. Necesitaba el contacto humano para regresar. Lloró, y lo peor de todo fue que no tenía ni idea de por qué. Alicia la hizo volver a sentar, y entrelazaron los dedos como si, de hecho, fueran amantes.

– Me estaba desmoronando -dijo Consuelo-. No veía nada… No sabía quién era. Me sentía como un astronauta, me alejaba flotando de la nave nodriza. Estaba al borde de la locura.

– ¿Y qué ha precipitado esa sensación?

– Tu pregunta. No recuerdo cuál era. ¿Me has preguntado por un amigo, o por mi padre?

– Quizá ya hemos hablado bastante de lo que te preocupa -dijo Aguado-. Intentemos terminar con una nota positiva. Háblame de algo que te haga feliz.

– Mis hijos me hacen feliz.

– Si lo recuerdas, en nuestra última sesión terminamos hablando de cómo te hacen sentir tus hijos. Dijiste…

– Que los quiero tanto que me duele -remató Consuelo.

– Pensemos en un estado de felicidad sin dolor.

– No siempre siento dolor. Sólo cuando los veo dormir.

– ¿Y los ves dormir a menudo?

Consuelo se dio cuenta de que se había convertido en un ritual nocturno: ver dormir a sus hijos libres de preocupaciones se había convertido en el momento culminante del día. Ese dolor justo en el centro de su cuerpo se había convertido en algo que disfrutaba.

– Muy bien -dijo Consuelo, cautelosa-, intentemos recordar un momento de felicidad libre de dolor. Eso no debería ser difícil, ¿no crees, Alicia? Quiero decir que estamos en la ciudad más bonita de España. ¿No dijo alguien «Cuando Dios ama a alguien le da una casa en Sevilla»? Hoy en día el amor de Dios debe venir acompañado de medio millón de euros. Veamos… ¿A todos tus pacientes les haces esta pregunta?

– No a todos.

– ¿Cuántos han sido capaces de responderte? -preguntó Consuelo-. Imagino que los psicólogos conocéis a mucha gente infeliz.

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