Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Sólo tres de los doce nombres que nos han dado aparecen en la base de datos de sospechosos de terrorismo -dijo el ayudante-, y todos en la categoría de bajo riesgo. De los doce, cinco tenían más de sesenta y cinco años. La oración de la mañana no es popular entre los jóvenes, pues muchos tienen que ir a trabajar.

– No es exactamente el perfil de una célula terrorista -dijo Falcón-. Pero tampoco sabemos quién más estaba ahí dentro.

– ¿Cuántos había de menos de treinta y cinco años? -preguntó Calderón.

– Cuatro -dijo el ayudante-, y de ellos, dos son hermanos, uno iba en silla de ruedas y otro era un español converso llamado Miguel Botín.

– ¿Y los otros tres?

– Cuatro, si incluimos al imán, que no figura en la lista que nos dio la mujer. Tiene cincuenta y cinco años, y los otros tres más de cuarenta. Dos de ellos cobran subsidio de incapacidad laboral tras haber sufrido accidentes industriales, y el tercero es otro español converso.

– Desde luego no parecen una unidad de las fuerzas especiales, ¿no les parece? -dijo Calderón.

– Hay algo interesante. El imán está en la base de datos de sospechosos de terrorismo. Está en España desde septiembre de 2004, y vino de Túnez.

– ¿Y antes de eso?

– Eso es lo interesante. No tengo autorización para acceder a esos datos. Quizá la tenga el comisario -dijo, y fue a reunirse con la melé de periodistas que rodeaba al alcalde.

– ¿Cómo puede estar alguien en la categoría de bajo riesgo y que se necesite autorización para poder acceder a su historial? -preguntó Ramírez.

– Analicemos lo que sabemos, o lo que casi sabemos -dijo el juez Calderón-. Tenemos una explosión de bomba, cuyo epicentro parece ser la mezquita del sótano del edificio. Tenemos una furgoneta que pertenece a Mohammed Soumaya, que está en la categoría de sospechosos de bajo riesgo, del que no estamos seguros de que se hallara en el edificio a la hora de la explosión. Su furgoneta presenta rastros de explosivos, según el perro de los artificieros. Tenemos una lista de doce personas que estaban en la mezquita a la hora de la explosión, además del imán. Sólo tres de ellos, además del imán, figuran en la lista de sospechosos de terrorismo de bajo riesgo. Estamos investigando la muerte de cuatro niños de la guardería y de tres personas que estaban delante del edificio en el momento de la explosión. ¿Algo más?

– El pasamontañas, el fajín y los dos ejemplares del Corán -dijo Ramírez.

– Deberíamos hacer que un experto echara un vistazo a esas notas en los márgenes del ejemplar usado del Corán -dijo Calderón-. Veamos, ¿a qué preguntas queremos responder?

– ¿Condujo Mohammed Soumaya su furgoneta hasta aquí? -dijo Falcón-. Y si no, ¿quién lo hizo? Si se confirma que ese polvo es un explosivo, ¿qué era, por qué lo trajeron aquí y por qué lo detonaron? Mientras esperamos a que nos envíen de Madrid datos de Soumaya reconstruiremos lo ocurrido dentro y alrededor de la mezquita durante la última semana. Empezaremos preguntando a la gente si recuerdan la llegada de esta furgoneta, cuánta gente había dentro, si vieron cómo la descargaban, etcétera. ¿Podemos conseguir una foto de Soumaya?

Ramírez, que volvía a estar en el teléfono, intentaba dar con alguien que le echara un vistazo al ejemplar del Corán, asintió e hizo girar el índice para dar a entender que estaba en ello. Una mujer policía llegó del edificio en ruinas e informó a Calderón de que habían encontrado el primer cadáver: una anciana en el octavo piso. Acordaron volver a reunirse al cabo de un par de horas. Ramírez apagó el teléfono cuando Cristina Ferrera llegó de la guardería. Acordaron que Ramírez seguiría trabajando en la identificación de los vehículos junto con los subinspectores Pérez, Serrano y Baena. Falcón y Cristina Ferrera se pondrían a buscar a los ocupantes del edificio de cinco plantas que tenía mejores vistas al aparcamiento donde habían abandonado la Peugeot Partner. Bajaron la calle hacia el cordón policial, donde se había reunido un grupo de gente que quería regresar a su casa.

– ¿Cómo estaba Fernando cuando le dejaste? -preguntó Falcón-. No entendí su apellido.

– Fernando Alanis -dijo Ferrera-. Estaba más o menos bajo control, teniendo en cuenta lo que le ha pasado. Hemos intercambiado nuestros números de teléfono.

– ¿Tiene adonde ir?

– En Sevilla, no. Sus padres viven en el norte y están demasiado viejos y enfermos. Su hermana vive en Argentina. La familia de su esposa no aprobó el matrimonio.

– ¿Amigos?

– Su familia era su vida -dijo Ferrera.

– ¿Sabe lo que va a hacer?

– Le he dicho que puede quedarse en mi casa.

– No tienes por qué hacer eso, Cristina. No es tu responsabilidad.

– Sabía que le ofrecería mi casa, ¿verdad, inspector? -dijo Ferrera-. Si la situación lo exigía.

– Iba a instalarlo en mi casa -dijo Falcón-. Tú tienes que ir a trabajar, los niños… no tienes sitio.

– Necesita hacerse una idea de lo que ha perdido -dijo Ferrera-. Y en su casa, ¿quién cuidaría de él?

– Mi asistenta -dijo Falcón-. No te lo creerás, pero no era mi intención que lo invitaras a tu casa.

– Todos tenemos que colaborar, si desfallecemos ellos habrán ganado -dijo Ferrera-. Y siempre me elige para este tipo de trabajo. La que fue monja siempre será monja.

– No recuerdo haber dicho eso.

– Pero recuerda haberlo pensado, y también dijo que no éramos más que soldados de infantería en la lucha contra el crimen, pero que también estábamos para ayudar. Somos los detectives cruzados de Andalucía.

– José Luis se te reiría en la cara si te oyera decir eso -dijo Falcón-. Y deberías ir con cuidado al utilizar la palabra «cruzados» en esta investigación.

– Fernando ya acusaba a «los marroquíes» -dijo Ferrera-. Desde el 11 de marzo los han visto entrar en esa mezquita y han tenido la mosca tras la oreja.

– Así es como funciona la mentalidad de la gente hoy en día -dijo Falcón-, y les gusta ver confirmadas sus sospechas. No podemos permitir que sus prejuicios contaminen esta investigación. Tenemos que examinar los hechos y mantenerlos apartados de toda suposición. Si no lo hacemos cometeremos los mismos errores que cometieron en Madrid desde el principio cuando culparon a ETA. Para empezar, las pruebas que hemos encontrado en la Peugeot Partner no son nada claras.

– Explosivos, ejemplares del Corán, un fajín verde y un pasamontañas a mí me parecen pruebas claras -dijo Ferrera.

– ¿Por qué dos ejemplares del Corán? Una edición española nueva y barata y la otra muy usada y anotada, pero exactamente la misma edición.

– ¿El ejemplar nuevo era un regalo?

– ¿Y por qué dejarlo a la vista en el asiento delantero? -dijo Falcón-. Esto es Sevilla, aquí la gente no deja nada a la vista. Necesitamos más información acerca de esos libros. Quiero que averigües dónde los compraron y si fue con tarjeta de crédito o cheque.

Arrancó de su cuaderno la página en la que había anotado el ISBN y los códigos de barras, los volvió a copiar y le entregó a Ferrera la copia arrancada.

– ¿Qué intentamos averiguar de los ocupantes de este bloque?

– No os compliquéis la vida. Todo el mundo está muy afectado. Si encontramos algún testigo lo traeremos al aparcamiento, le preguntaremos si vio llegar la Peugeot Partner, si vio salir a alguien de ella, cuántos eran, qué edad tenían y si sacaron algo de la parte de atrás.

En el cordón policial, Falcón pronunció en voz alta la dirección del bloque de apartamentos. Un hombre de unos setenta años dio unos pasos adelante, y también una mujer de unos cuarenta años, cara magullada y un brazo enyesado y en cabestrillo. Falcón se encargó del hombre, Ferrera de la mujer. Cuando llegaron a la entrada del edificio un artificiero y un bombero les aseguraron que el lugar era seguro. Falcón le enseñó al anciano la Peugeot Partner y lo acompañó a su piso de la tercera planta, donde la sala y la cocina estaban cubiertos de cristales, las persianas hechas trizas, las sillas volcadas, las fotos en el suelo y los sillones y el sofá desgarrados, con la espuma marrón asomando.

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