Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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»Y recordad que aquí todo el mundo sufre de una manera u otra, ya sea porque ha perdido a alguien o ha visto a su familia herida, porque su casa ha sido destruida o porque le han roto las ventanas. Vais a tener mucho trabajo y vais a estar sometidos a mucha presión, tengáis encima o no a los medios de comunicación. Obtendréis más información si obráis con sensatez y os mostráis comprensivos que si lo afrontáis como un procedimiento habitual. Sois buenas personas, y por eso estáis en la brigada de homicidios. Ahora id a averiguar qué ha pasado.

Salieron en fila. Ferrera se quedó. Falcón metió la cabeza debajo del grifo, se lavó el pelo con agua y luego se secó la cara y las manos.

– Se llama Fernando -le dijo a Cristina-. Su mujer y su hija estaban en el edificio desplomado, y su hijo es uno de los niños que han muerto a causa de la explosión. Averigua si tenía más familia, o amigos íntimos. Eso no puede hacerlo cualquiera. Se fue de casa después de desayunar y media hora más tarde descubrió que lo había perdido todo. Cuando sea consciente de ello se volverá loco.

– ¿Y quiere que me quede con él?

– No me lo puedo permitir. Quiero que te asegures de que queda en manos de un equipo de traumas, que debería llegar en cualquier momento. Ese hombre necesita que le expliquen cuál es su situación, es incapaz de hablar. Querrá quedarse hasta que encuentren los cadáveres. Pero no le pierdas la pista. Quiero saber dónde lo llevan.

Salieron de los lavabos. Una brigada de artificieros se abría paso entre el aula hecha pedazos, como mineros en busca de rocas valiosas. Llenaron los sacos de polipropileno con lo que encontraron. Fuera había dos equipos más, que trabajaban enérgicamente para que la maquinaria pudiera iniciar las tareas de demolición y la búsqueda de supervivientes.

Cristina Ferrera entró en el aula en la que la enfermera acababa de vendar los cortes de Fernando. Sabía por qué Falcón la había elegido para ese trabajo. La enfermera hacía lo que podía con Fernando, pero él no reaccionaba, pues otros asuntos más tristes e importantes ocupaban su mente. La enfermera acabó y recogió sus cosas. Cristina le pidió que mandara a alguien de un equipo de traumas lo antes posible. Se sentó en una silla junto a la pizarra, a cierta distancia de Fernando. No quería agobiarlo, aunque era evidente que dentro de su cabeza vivía una intensidad que excluía la totalidad del mundo exterior. El dolor había ensombrecido su cara tan rápidamente como la había iluminado la esperanza, como nubes que pasan sobre los campos.

– ¿Quién es usted? -preguntó Fernando al cabo de unos minutos, como si acabara de verla.

– Soy policía. Me llamo Cristina Ferrera.

– Antes había un hombre. ¿Quién era?

– Era mi jefe, Javier Falcón. Es el inspector jefe de la brigada de homicidios.

– Pues no le va a faltar trabajo.

– Es un buen hombre -dijo Ferrera-. No es como los demás. Llegará al fondo del asunto.

– Todos sabemos quién ha sido, ¿no?

– Todavía no.

– Los marroquíes.

– Es demasiado pronto para decirlo.

– Pregunte por ahí. Todos lo hemos pensado. Desde el 11 de marzo los hemos visto entrar y lo hemos estado esperando.

– ¿Se refiere a entrar en la mezquita? ¿La mezquita del sótano?

– Eso es.

– No todos los que van a las mezquitas son marroquíes, ya lo sabe. Muchos españoles se han convertido al Islam.

– Trabajo en la construcción -dijo el hombre, sin interés por el enfoque equilibrado de Ferrera-. Construyo edificios como este. Edificios mucho mejores que este. Trabajo con acero.

– ¿En Sevilla?

– Sí, construyo apartamentos para profesionales jóvenes y ricos… o al menos eso es lo que me dicen.

La cabeza de Fernando estaba revuelta e intentaba enderezar los muebles. Sólo que, de vez en cuando, se daba cuenta de la vacuidad del mobiliario, y eso devolvía su mente al abismo de la pérdida y el dolor. Intentó hablar de su trabajo en la obra pero se le fue el hilo cuando de repente se puso a imaginarse a su mujer y a su hija cayendo entre el cemento y el acero. Quería salir de su cuerpo, de su mente, para ir… ¿adónde? ¿Dónde encontraría alivio su mente? El sonido de un helicóptero desvió el rumbo de sus pensamientos.

– ¿Usted tiene hijos? -le preguntó a Ferrera.

– Un chico y una chica -dijo ella.

– ¿Qué edad tienen?

– El chico, dieciséis. La chica catorce.

– Buenos chicos -dijo; era más una esperanza que una pregunta.

– Los dos pasan ahora por un momento difícil -dijo Ferrera-. Su padre murió hace tres años. No es fácil para ellos.

– Lo siento -dijo Fernando, deseando que la tragedia de ella ocultara un rato la suya-. ¿Cómo murió?

– Murió de un cáncer muy poco frecuente.

– Eso es duro para los niños. A esa edad necesitan un padre -comentó-. Les gusta poner a prueba a la madre para obtener seguridad con la que rebelarse contra el mundo. Eso es lo que Gloria me decía. Necesitan al padre para que les demuestre que no es tan fácil como creen.

– Puede que tenga razón.

– Gloria dice que soy un buen padre.

– Su esposa…

– Sí, mi esposa -dijo Fernando.

– ¿Puede hablarme de sus hijos?

No fue capaz. No tenía palabras. Le indicó lo que medían levantando palmos del suelo, señaló la ventana del edificio arrasado, y al final sacó el dibujo del bolsillo. Lo contaba todo: palitos y triángulos, un alto rectángulo con ventanas, un árbol verde y redondo y detrás un enorme sol naranja en un cielo azul.

Llegó una grúa colosal, precedida de un bulldozer, que despejó el trecho que quedaba entre el bloque destruido y la guardería. Dos camiones volquete maniobraron detrás de la grúa, y una excavadora comenzó a sacar escombros y a arrojarlos en el volquete. En la tierra despejada la grúa afianzó sus patas y un equipo de hombres con cascos amarillos comenzó a preparar la plataforma.

En la esquina de la fachada delantera del edificio, en la calle Los Romeros, le entregaron a Falcón una muda de ropa que le habían traído de Jefatura. El resto de la brigada de homicidios estaba ocupada con la policía local, identificando vehículos y a sus propietarios. El comisario Elvira había llegado vestido de uniforme completo, y el jefe de bomberos le estaba enseñando la escena. Mientras avanzaban, su ayudante convocó a los jefes de equipo que participaban en la operación a una reunión en una de las aulas de la guardería. Mientras el séquito se encaminaba hacia la guardería, una mujer se acercó a Elvira y le dio una lista de doce nombres.

– ¿Quién es esta gente? -preguntó Elvira.

– Son los nombres de todos los que estaban en la mezquita a la horade la explosión, excluyendo al imán, Abdelkrim Benaboura -dijo la mujer-. Me llamo Esperanza. Soy española. Mi pareja, que también es española, estaba en la mezquita. Represento a las mujeres, madres y novias de esos hombres. Estamos escondidas. Las mujeres, sobre todo las marroquíes, tenemos miedo de que la gente pueda pensar que sus maridos e hijos son de algún modo, responsables de lo que ha pasado. Al final de la lista hay un número de móvil. Le rogaríamos que nos llamara si tiene alguna noticia de su… de lo que sea.

Se marchó, y la presión del tiempo y la falta de personal impidieron que Elvira enviara a alguien con ella. Calderón se abrió paso entre la multitud hasta llegar junto a Falcón.

– No te había reconocido, Javier -dijo, dándole la mano y una buena sacudida-. ¿Cómo has acabado así?

– Tuve que impedir que un hombre se abalanzara a las ruinas para rescatar a su mujer y a su hija.

– Así que por fin tenemos un bombazo -dijo Calderón, sin tener en cuenta lo que Falcón había dicho-. Al final nos ha tocado.

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