Fernando no se sintió ofendido. Dobló el dibujo y se lo volvió a meter en el bolsillo. Falcón lo llevó del brazo hasta los cuatro cuerpecillos. La ambulancia estaba dando marcha atrás, y ya habían sacado al resto de la gente de la escena. Dos paramédicos aparecieron con dos bolsas para los cadáveres. Trabajaban rápidamente porque sabían que debían llevarse aquellos dos cadáveres lo antes posible. Falcón retuvo a Fernando por los hombros cuando los paramédicos descubrieron los cuerpecillos y los metieron en sendas bolsas de plástico. Tuvo que recordarle a Fernando que respirara. Cuando llegaron al tercer cadáver a Fernando le fallaron las piernas y Falcón lo ayudó a arrodillarse en el suelo, donde cayó hacia delante y comenzó a caminar a cuatro patas, como un perro al que han envenenado y busca un lugar donde morir. Uno de los paramédicos dio un grito y señaló con el dedo. Un cámara de televisión había entrado por la parte de atrás de la guardería y estaba filmando los cadáveres. Se dio media vuelta y echó a correr antes de que nadie pudiera reaccionar.
La ambulancia se marchó. La espectral multitud la siguió, pero se detuvo con un espasmo final de dolor antes de disolverse en grupos, y la gente sostenía a las mujeres que habían perdido a sus hijos. Los periodistas de televisión y los cámaras intentaban abrirse camino para hablar con las mujeres. Fueron rechazados. Falcón levantó a Fernando, lo metió en la guardería, donde nadie lo viera, y se fue a buscar a un policía para que no dejara entrar a los periodistas.
Fuera del recinto, una periodista había encontrado a un veinteañero, con un par de heridas ensangrentadas en la mejilla, que estaba allí cuando la bomba explotó. Tenía la cámara delante de la cara, a pocos centímetros, y las imágenes parecían más urgentes por su proximidad.
– …justo después de que ocurriera, el ruido, quiero decir… es increíble lo fuerte que sonó, tan fuerte que no podía respirar, fue como…
– ¿Cómo fue? -preguntó la periodista, una joven impetuosa, incrustándole el micrófono en la cara-. Cuéntenoslo. Cuéntele a España cómo fue.
– Fue como si el ruido se llevara todo el aire.
– ¿Qué fue lo primero que observó tras la explosión, tras el ruido?
– El silencio -dijo el joven-. Una calma mortal. Y no sé si fue en mi cabeza u ocurrió en realidad, pero oí un repique de campanas…
– ¿Campanas de iglesia?
– Sí, campanas de iglesia, pero todas habían enloquecido, como si las ondas de choque de la explosión las hicieran repicar, ya sabe, de cualquier manera. Me daba náuseas oírlas. Era como si todo el mundo se hubiera vuelto loco y nada fuera a ser lo mismo.
Ya no pudieron oír el resto, pues lo ahogó el ruido del rotor de las aspas de un helicóptero, sacudiendo el polvo del aire. Subió para poder abarcar toda la escena. Era la fotografía aérea que Falcón había encargado.
Apostó un policía a la entrada de la escuela, pero se encontró con que Fernando había desaparecido. Cruzó el pasillo hasta el aula destrozada. Vacía. Telefoneó a Ramírez mientras avanzaba entre el mobiliario roto.
– ¿Dónde estás?
– Acabamos de llegar. Estamos en la calle Los Romeros.
– ¿Viene Cristina contigo?
– Estamos todos. Toda la brigada.
– Venid todos a la guardería enseguida.
Fernando estaba de nuevo en la pared de escombros y suelos desplomados. Se arrojó contra la montaña como un loco.
Quitaba cemento, ladrillos, marcos de ventana y lo arrojaba a su espalda.
– …equipos de rescate en este lado -rugió Ramírez, por encima del ruido del helicóptero-. Hay perros en la zona de las ruinas.
– Venid aquí.
Fernando había agarrado la malla de acero de un suelo de cemento armado hecho pedazos. Tenía los pies afianzados en los escombros. Los músculos del cuello le asomaban y la arteria carótida se veía gruesa como una maroma. Falcón lo sacó de allí y durante unos momentos forcejearon, trastabillando y procurando no caer en medio del polvo y las ruinas, hasta que no fueron más que fantasmas.
– ¿Tiene el número de teléfono de Gloria? -bramó Falcón.
Jadeaban en medio de aquella atmósfera asfixiante, y en sus caras sudorosas se incrustaba un polvo gris, blanco, marrón, arremolinado en torno a ellos por las aspas del helicóptero.
La pregunta paralizó a Fernando. A pesar de oír sonar todos aquellos móviles, su mente estaba tan bloqueada por el shock que no había pensado en el suyo. Lo sacó del bolsillo. Lo encendió. El helicóptero se alejó, dejando tras sí un inmenso silencio.
Fernando parpadeó, su mente se agitaba como banderas rotas, intentando recordar su PIN. Cuando le vino a la cabeza marcó el número de Gloria. Estaba arrodillado y se incorporó. Echó a andar hacia los escombros. Levantó una mano como pidiéndole silencio al mundo. A su izquierda le llegó el leve rumor metálico de una música cubana de piano.
– Es ella -bramó, avanzando hacia la izquierda-. Estaba en este lado del edificio cuando… cuando la vi por última vez.
Falcón se puso en pie e hizo un fútil intento de quitarse el polvo justo en el momento en que apareció su brigada de homicidios. Les hizo seña de que se pararan y avanzó hacia aquel sonido de piano, y de pronto identificó la melodía: «Lágrimas negras».
– ¡Está aquí! -vociferó Fernando-. ¡Está aquí!
Baena, un joven detective de la brigada de Falcón, regresó corriendo y trajo un equipo de rescate con un perro. El equipo localizó el lugar de donde procedía el tono de llamada y consiguió que Fernando les dijera que su esposa y su hija vivían en la quinta planta. Lo miraron fijamente cuando les dio esa información. Ante la expresión esperanzada de Fernando, ninguno de ellos tuvo el valor de confesarle que después de aquella caída, después de que tres pisos se derrumbaran encima de ellos, lo único que se podía hacer ahora era rezar.
– Está allí -les dijo a las caras petrificadas y sin expresión del equipo-. Siempre llevaba el móvil con ella. Era representante. «Lágrimas negras» era su canción preferida.
Falcón asintió a Cristina Ferrera y guiaron a Fernando de vuelta a la guardería. Trajeron a una enfermera que le lavó las heridas y se las vendó. Falcón reunió a la brigada de homicidios en el lavabo de la escuela. Se lavó las manos y la cara y los miró a través del espejo.
– Va a ser la investigación más compleja en la que ninguno de nosotros se ha visto envuelto, y eso me incluye a mí -dijo Falcón-. Cuando hay un ataque terrorista nada es sencillo. Lo sabemos por lo que pasó en Madrid el 11 de marzo. Se va a meter mucha gente: agentes del CNI, la brigada antiterrorista del CGI, los artificieros y nosotros… y eso sólo por lo que se refiere a la investigación. Lo que tenemos que tener bien claro es cuál es nuestro objetivo como brigada de homicidios. Ya he pedido un cordón policial para que tengamos despejada la escena del crimen.
– Ya están todos en su sitio -dijo Ramírez-. Procuran mantener alejados a los periodistas.
Falcón se volvió hacia ellos, secándose las manos.
– Ahora ya estáis todos al corriente de que había una mezquita en el sótano de ese edificio. Nuestro trabajo no es especular acerca de lo que ha pasado ni por qué. Nuestro trabajo es averiguar quién entró en esa mezquita y quién salió, y qué pasó dentro de ella en las últimas veinticuatro horas, luego en las últimas cuarenta y ocho, etcétera. Para ello hablaremos con todos los testigos que podamos encontrar. Otra de nuestras tareas fundamentales será investigar todos los vehículos de los alrededores. La bomba era grande. Tienen que haberla transportado hasta aquí. Si el vehículo sigue aquí, hay que encontrarlo.
»Por el momento, la primera tarea va a ser difícil, pues todos los ocupantes de los edificios han sido evacuados. Así que nuestra prioridad es identificar los vehículos y sus propietarios. José Luis os dividirá en equipos y registraréis todos los sectores, empezando por los coches más cercanos al edificio desplomado. Cristina, por el momento, se quedará conmigo.
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