Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Se sentaron en un confidente en forma de S, de cara. Alicia le enseñó a Consuelo la grabadora que había en el reposabrazos, explicándole que era la única manera que tenía de repasar sus sesiones con los pacientes. Aguado le pidió que se presentara, dijera su edad y si tomaba medicación para poder anotarlo en su historial.

– ¿Puede darme un breve historial médico?

– ¿Desde cuándo?

– Cualquier cosa importante desde que nació: operaciones, enfermedades graves, hijos… esas cosas.

Consuelo procuró que su mente se empapara de la tranquilidad del azul claro de las paredes. Había acudido con la esperanza de que le practicaran una operación milagrosa en sus zozobras mentales, una fabulosa técnica que desenredara la confusa maraña de su cerebro y la transformara en hebras comprensibles. En su agitación no se le había ocurrido que eso iba a ser un proceso, un proceso intrusivo.

– Parece que le cuesta responder a esa pregunta -dijo Aguado.

– Estoy intentando hacerme a la idea de que me va a volver del revés.

– Nada sale de este cuarto -dijo Aguado-. Ni siquiera nos pueden oír. Las cintas se guardan bajo llave en mi consulta.

– No se trata de eso -dijo Consuelo-. Es que detesto vomitar. Prefiero aguantarme la náusea que vomitar el problema. Y esto va a ser un vómito mental.

– Casi todos los que vienen a verme lo hacen por una razón muy íntima, tan íntima que a veces ellos mismos la desconocen -dijo Aguado-. La salud mental y la salud física no son distintas. Las heridas no tratadas se enconan e infectan todo el cuerpo. Con las lesiones no tratadas de la mente pasa lo mismo. El único problema es que no puede enseñarme la herida infectada. Puede que no sepa qué es ni dónde está. La única manera que tenemos de averiguarlo es sacar lo que hay en el subconsciente y llevarlo a la mente consciente. No se trata de vomitar. No se trata de expulsar veneno. Saca a la luz cosas quizá dolorosas para que podamos examinarlas, pero siguen siendo suyas. En todo caso, se parece más a aguantar la náusea que a vomitar.

– He tenido dos abortos -dijo Consuelo, decidida-. El primero en 1980, el segundo en 1984. Los dos me los hicieron en una clínica de Londres. Tengo tres hijos. Ricardo nació en 1992, Matías en 1994 y Darío en 1998. Han sido las únicas cinco veces que he estado en el hospital.

– ¿Está casada?

– Ya no. Mi marido murió -dijo Consuelo, tropezando con el primer obstáculo, acostumbrada a ocultar el hecho más que a revelarlo-. Lo asesinaron en 2001.

– ¿Tuvo un matrimonio feliz?

– Él tenía treinta y cuatro años más que yo. Yo por entonces no lo sabía, pero él se casó conmigo porque yo le recordaba físicamente a su primera mujer, que se había suicidado. Yo no quería casarme, pero él insistió. Sólo consentí cuando me dijo que tendríamos hijos. Poco después de la boda descubrió, o quiso ver entonces, que mi parecido con su primera mujer se limitaba a lo físico. Sin embargo seguimos juntos. Nos respetábamos, sobre todo en los negocios. Era un buen padre. Pero en cuanto a si me amaba, si me hacía feliz… no.

– ¿Ha oído eso? -preguntó Aguado-. Se ha oído algo fuera. Un gran ruido, como una explosión.

– No he oído nada.

– Conozco el caso de su marido, desde luego -dijo Aguado-. Fue terrible. Debió de ser muy traumático para usted y para sus hijos.

– Lo fue. Pero no guarda relación directa con el motivo que me ha hecho venir -dijo Consuelo-. En la investigación salió a la luz toda mi vida. Yo era la principal sospechosa. Era un hombre rico e influyente. Yo tenía un amante. La policía creía que yo tenía un motivo. Se revelaron detalles desagradables de mi pasado.

– ¿Como por ejemplo?

– Cuando tenía diecisiete años aparecí en una película pornográfica para poder pagarme mi primer aborto.

Aguado obligó a Consuelo a revivir ese repugnante fragmento de su vida con todo detalle, y no la hizo parar hasta que no le explicó las circunstancias de su siguiente embarazo, del hijo de un duque, que la llevó al segundo aborto.

– ¿Qué piensa de la pornografía? -preguntó Alicia.

– La aborrezco -dijo Consuelo-. Aborrecía sobre todo mi necesidad de verme envuelta en ella para conseguir dinero e interrumpir un embarazo.

– ¿Qué cree que es la pornografía?

– La filmación del acto biológico del sexo.

– ¿Eso es todo?

– Se trata de sexo sin emoción.

– Usted ha descrito emociones muy fuertes cuando me contaba…

– De desagrado y repugnancia, sí.

– ¿Hacia sus compañeros en la película?

– No, no, en absoluto -dijo Consuelo-. Estábamos todos en el mismo barco, las chicas. Los hombres nos necesitaban para actuar. En el plato de una película pornográfica no hay un ambiente sexualmente muy cargado. Todos estábamos muy colocados para no tener que pensar en lo que hacíamos.

El entusiasmo de Consuelo por su relato se apagaba. No estaba llegando a ninguna parte.

– Así pues, ¿contra quién se dirigían esos fuertes sentimientos de ira? -preguntó Aguado.

– Contra mí -dijo Consuelo, con la esperanza de que esa verdad parcial fuera suficiente.

– Cuando le he preguntado qué era la pornografía, no creo que me haya dicho lo que pensaba de verdad -dijo Aguado-. Me ha dado una versión socialmente aceptable. Intente responder de nuevo a la pregunta.

– Es sexo sin amor -dijo Consuelo, golpeando el sofá-. Es la antítesis del amor.

– La antítesis del amor es el odio.

– Es odio hacia uno mismo.

– ¿Qué más?

– Es la profanación del sexo.

– ¿Qué opina de los hombres y mujeres que se filman teniendo relaciones sexuales con múltiples parejas? -preguntó Aguado.

– Que es perverso.

– ¿Qué más?

– ¿Qué quiere decir con «qué más»? No sé qué más quiere.

– ¿Con qué frecuencia ha pensado en la película desde que salió a la luz la investigación del asesinato de su marido?

– La había olvidado.

– ¿Hasta hoy?

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Esto no es una visita de cortesía, señora Jiménez.

– Ya lo sé.

– No debe preocuparle lo que yo piense de usted a ese respecto -dijo Aguado. -Pero no sé qué intenta conseguir que admita.

– ¿Por qué estamos hablando de la pornografía?

– Fue algo que salió a la luz durante la investigación del asesinato de mi marido.

– Le he preguntado si el asesinato de su marido fue traumático -dijo Aguado.

– Entiendo.

– ¿Qué es lo que entiende?

– Que el hecho de que lo de la película saliera a la luz fue para mí más traumático que la muerte de mi marido.

– No necesariamente. Lo de la película porno estaba relacionado con un suceso traumático, y en ese periodo de enorme carga emocional dejó huella en usted.

Consuelo resistía en silencio. La confusa maraña no se estaba desenredando, sino que estaba cada vez más revuelta.

– Últimamente ha concertado varias citas conmigo y no se ha presentado -dijo Aguado-. ¿Por qué ha venido esta mañana?

– Quiero a mis hijos -dijo Consuelo-. Quiero tanto a mis hijos que me duele.

– ¿Dónde le duele? -preguntó Aguado, agarrándose a esa nueva revelación.

– ¿No tiene hijos?

Alicia Aguado se encogió de hombros.

– Me duele en la boca del estómago, en torno al diafragma.

– ¿Por qué le duele?

– ¿Es que no puede aceptar nada de lo que le digo? -dijo Consuelo-. Los quiero. Me duele.

– Estamos aquí para examinar su vida interior. Yo no puedo verla ni sentirla. Todo lo que tengo es su manera de expresarse.

– ¿Y lo del pulso?

– Eso es lo que suscita las preguntas -dijo Aguado-. Lo que usted dice y lo que yo percibo en su sangre no siempre coinciden.

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