Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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No asoció inmediatamente el temblor que estremeció el suelo con una explosión procedente del mundo exterior. Fue un ruido tan fuerte que pareció que la caja torácica se pegaba a la columna vertebral y expulsaba el aire de los pulmones. La taza de café le saltó de la mano y se rompió al chocar contra el suelo.

– ¡Mamá! -chilló Lourdes, pero Gloria no podía oírla, sólo vio los ojos como platos de horror de su hija y la agarró.

Cosas terribles sucedieron al mismo tiempo. Las ventanas se hicieron trizas. En las paredes se abrieron grietas y gigantescas fisuras. El sol apareció por donde no debía. Los planos horizontales se inclinaron. Los marcos de las puertas se doblaron. El sólido cemento se combó. El techo ocupó el suelo. Las paredes se partieron por la mitad. Surgió agua de la nada. La electricidad crepitó y chisporroteó bajo los azulejos rotos. Un armario desapareció ante sus ojos, la gravedad les mostró lo implacable que era. Madre e hija estaban cayendo. Sus cuerpos pequeños y frágiles caían en picado hacia un miasma de ladrillos, acero, cemento, cables, tuberías, muebles y polvo. No hubo tiempo para decir nada. No se oía nada, porque el estruendo era ya tan fuerte que acallaba todo lo demás. Ni siquiera sintió miedo, porque todo había sido tremendamente incomprensible. Sólo quedó la escalofriante caída en picado, el asombroso impacto y luego una inmensa negrura, como la de un gran universo que se aleja.

– ¿Qué cojones ha sido eso? -dijo Pintado.

Falcón sabía exactamente lo que era. Había oído explotar un coche bomba de ETA mientras trabajaba en Barcelona. La de ahora había sido gorda. Echó la silla hacia atrás de una patada y salió corriendo del Instituto Forense sin contestar a la pregunta de Pintado. Al salir marcó el número de Jefatura en el móvil. Lo primero que pensó fue que había sido en la estación de Santa Justa, en el AVE procedente de Madrid. La estación estaba a menos de un kilómetro al sureste del hospital.

– Diga -contestó Ramírez.

– Ha estallado una bomba, José Luis…

– La he oído incluso desde aquí -dijo Ramírez.

– Estoy en el Instituto Forense. Ha sonado cerca. Dame noticias.

– No cuelgues.

Falcón pasó corriendo junto a la recepcionista, con el móvil apretado en la oreja, mientras oía los pies de Ramírez corriendo por el pasillo, subiendo las escaleras, la gente gritando en Jefatura. El tráfico se había detenido en todas partes. Conductores y pasajeros salían de sus coches y se quedaban mirando la columna de humo negro que se levantaba al noreste.

– Las primeras informaciones que nos llegan -dijo Ramírez, jadeando- hablan de una explosión en un bloque de apartamentos en la esquina de las calles Blanca Paloma y Los Romeros, en el barrio de El Cerezo.

– ¿Dónde está eso? No lo conozco. Debe de ser cerca, porque veo el humo.

Ramírez buscó un plano en la pared y le dio unas rápidas instrucciones.

– ¿Se habla de alguna fuga de gas? -preguntó Falcón, sabiendo que eso era excesivamente optimista, al igual que la supuesta subida de tensión el día del atentado en el metro de Londres.

– Estoy hablando con la compañía del gas.

Falcón cruzó corriendo el hospital. La gente iba de un lado a otro a toda prisa, pero sin pánico, ni gritos. Estaban preparados para ese momento. Todos los que llevaban bata blanca se dirigían a urgencias. Los camilleros esprintaban con camillas vacías. Las enfermeras corrían con bolsas de suero salino. El plasma estaba en camino. Falcón cruzó interminables puertas batientes hasta que llegó a la calle principal y al muro de sonido: una cacofonía de sirenas a medida que las ambulancias salían a la calle.

La calle principal estaba milagrosamente despejada de tráfico. Mientras cruzaba los carriles vacíos vio que algunos coches se subían a la acera. No había policía. Todo eso era obra de los ciudadanos corrientes, que sabían que ese trecho de calle tenía que permanecer despejado para transportar a los heridos. Las ambulancias bajaban a toda velocidad de dos en fondo, en medio de un delirante estruendo, con luces intermitentes y mareantes, entre el aire lleno de un polvo rosa-gris y de humo procedente de detrás de los bloques de apartamentos.

En los cruces, gente ensangrentada daba tumbos, sola o ayudada de alguien para caminar; se dirigían al hospital con pañuelos de tela o de papel o rollos de cocina apretados contra la frente, los oídos o las mejillas. Esas eran las víctimas que habían recibido heridas superficiales, cortes producidos por fragmentos de cristal o metal, los más alejados del epicentro, las que nunca aparecerían en el tramo superior de las estadísticas de desastres, pero que quizá perderían la visión en un ojo, o el oído al tener el tímpano perforado, lucirían una cicatriz en la cara el resto de su vida, perderían el uso de un dedo o una mano, o cojearían para siempre. A estos los ayudaban los más afortunados, aquellos que ni siquiera habían recibido un arañazo mientras los trozos de cristal volaban silbando en el aire, pero que en su mente tenían la imagen grabada a fuego de alguien al que conocían o amaban, que había estado entero segundos antes y ahora se encontraba rebanado, desgarrado, golpeado o partido.

En los bloques de pisos que llegaban hasta la calle Los Romeros, la policía local estaba evacuando los edificios. Un niño, que ahora se sentía importante, acompañaba a un anciano que tenía el pijama ensangrentado. Un joven que sujetaba una toalla con destellos carmesíes a un lado de la cara miró a Falcón sin verlo: tenía la cara horriblemente surcada de riachuelos de sangre que se coagulaban con el polvo. Rodeaba con el brazo a su novia, al parecer ilesa, y hablaba a toda velocidad por el móvil de ella.

El aire, a cada momento más lleno de polvo, aun se veía astillado por el sonido de cristales que se rompían al caer de las ventanas de arriba, hechas pedazos. Falcón volvió a llamar a Ramírez y le dijo que organizara tres o cuatro autobuses que hicieran de ambulancias improvisadas para sacar a los heridos leves de los bloques de apartamentos y llevarlos al hospital.

– La compañía del gas ha confirmado que suministran a esa zona -dijo Ramírez-, pero no se ha informado de ningún escape, y el mes pasado hicieron una inspección de rutina.

– No sé por qué, pero no parece una explosión de gas -comentó Falcón.

– Han informado de que una guardería que estaba detrás del edificio destruido ha sufrido serios daños a causa de los escombros que han caído y. que hay víctimas.

Falcón aceleró el paso. Los edificios no parecían demasiado dañados, pero la gente que asomaba como flotando, llamando y buscando a sus familiares en los espacios que quedaban al pie de los bloques que se iban vaciando, eran fantasmas cubiertos de polvo. La luz se había vuelto extraña: el sol estaba cubierto de humo y de una neblina rojiza. Había un olor en el aire que no era de inmediato reconocible a no ser que hubieras estado en alguna guerra. Se coagulaba en las fosas nasales junto con ladrillos y cemento pulverizados, hedor de cloaca, sumidero y un desagradable olor a carne. La atmósfera era vibrante, pero no con ningún ruido perceptible, aunque la gente hacía ruidos -hablaba, tosía, vomitaba y gruñía-: era más un zumbido que transportaba el aire, provocado por una alarma humana colectiva ante la proximidad de la muerte.

Hileras de coches de bomberos, con sus luces intermitentes, estaban aparcados a lo largo de la avenida San Lázaro. Al otro lado de la calle Los Romeros no había ningún edificio que tuviera los cristales intactos. Un contenedor de vidrio sobresalía a un lado de uno de los bloques como si fuera un enorme tapón verde. Había caído una tapia que discurría paralela a la calle, al otro lado de donde estaba el edificio volado, y algunos coches se amontonaban en un jardín, como si fuera un cementerio de automóviles. Los tocones de cuatro árboles partidos flanqueaban la calle. Otros vehículos aparcados en la calle Los Romeros estaban cubiertos de escombros: los techos abollados, los parabrisas opacos, los neumáticos reventados, los tapacubos arrancados. Había ropa por todas partes, como si la hubieran arrojado desde el cielo. Una tela metálica colgaba de un balcón del cuarto piso.

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