En aquellas horas comprendió que la única parte de su vida que funcionaba era su trabajo, que ahora la aburría. No es que el trabajo hubiese cambiado en lo más mínimo, pero sí su manera de ver las cosas. Inés quería ser esposa y madre. Quería vivir en una casa grande y antigua con patio, dentro de los muros de la ciudad. Quería salir a pasear por el parque, encontrarse con amigos para comer, llevar a los niños a ver a sus padres.
Nada de eso había ocurrido. Después de que aquella zorra estadounidense desapareciera del mapa, ella y Esteban se habían unido, pensaba que se habían acercado más. Había dejado de utilizar anticonceptivos sin decírselo, con la idea de sorprenderlo, pero la menstruación le llegaba con terca regularidad. Se había hecho un reconocimiento y la habían declarado una hembra perfectamente saludable. Una mañana, después del sexo, guardó una muestra de esperma y lo llevó a que le hicieran un test de fertilidad. El resultado fue que se trataba de un hombre de excepcional virilidad. De haberlo sabido Esteban, habría enmarcado el resultado y lo habría colgado junto a la foto de su boda.
La venta de su apartamento se había cerrado rápidamente. Había metido el dinero en el banco y se había puesto a buscar su casa soñada. Pero Esteban detestaba las casas que ella quería comprar y se negaba a ir a verlas. El precio de la propiedad inmobiliaria se disparó. El dinero que había sacado de la venta de su piso ahora parecía poca cosa. Su sueño se volvió imposible. Vivían en el apartamento masculino y agresivamente moderno de Esteban, en la calle San Vicente, y él se ponía hecho un basilisco si Inés intentaba cambiar algún detalle. Ni siquiera le había dejado poner una cadena en la puerta, pero eso era porque él no quería que ella tuviera que abrirle cuando llegaba apestando a sexo tras pasar la noche fuera.
Su vida sexual común comenzaba a fallar. Ella sabía que Esteban tenía aventuras por su esforzada y rutinaria manera de hacerle el amor y por la escasez de sus eyaculaciones. Intentó ser más atrevida. Él la hizo sentir estúpida, como si los «juegos» que ella le proponía fueran ridículos. De repente él aceptó su propuesta de «jugar», pero le hacía interpretar papeles degradantes, al parecer inspirados en el porno de internet. Ella se sometía a sus manejos, ocultando su dolor y vergüenza en la almohada.
Al menos no estaba gorda. Cada día se inspeccionaba minuciosamente en el espejo. La satisfacía ver cómo se le deshinchaba el busto, las costillas le asomaban y tenía los muslos cóncavos. A veces, en el tribunal, se mareaba. Sus amigas le decían que jamás se quedaría embarazada. Ella les sonreía, con la piel pálida tensa sobre su hermosa cara, su aura terriblemente beatífica.
Inés contemplaba la posibilidad de un enfrentamiento con todas las de la ley con Esteban cuando le oyó meter la llave en la puerta. Parecía que tuviera más vello en sus delgados antebrazos, y los sentía extrañamente débiles. Se hundió en la cama y fingió dormir.
Lo oyó vaciarse los bolsillos y dirigirse al cuarto de baño. Oyó la ducha. Corrió descalza hasta el estudio de Esteban, vio su traje y lo olió como un perro: cigarrillos, perfume, sexo. Sus ojos se fijaron en la cámara digital. La tocó con el nudillo. Aún estaba caliente. Se moría por saber lo que había en la memoria. Se abrió la puerta de la ducha. Inés volvió corriendo a la cama y se echó con el corazón latiéndole tan deprisa como el de un gato.
El peso de Esteban, al acostarse, inclinó el liviano cuerpo de ella. Inés esperó a que su respiración adquiriera esa regularidad que le indicaba que estaba dormido. El corazón de Inés se calmó. Se levantó de la cama. Él no se movió. En el estudio apretó el botón de visión rápida de la cámara y contuvo el aliento cuando apareció en la pantalla una Marisa en miniatura. Estaba desnuda en el sofá, con las piernas abiertas, las manos cubriéndose el pubis. Inés volvió a apretar. Marisa desnuda, arrodillada y mirando hacia atrás por encima del hombro. La muy puta. Volvió a apretar y ya sólo encontró la coartada de la cena de jueces de su marido. Regresó a la puta. ¿Quién era esa puta negra? Tenía que averiguarlo.
El ordenador portátil de Inés estaba en el vestíbulo. Lo llevó a la cocina y lo encendió. Mientras se cargaban los programas volvió al estudio de Esteban y rebuscó en los estantes para encontrar el dispositivo de descarga. Regresó a la cocina. Abrió la cámara, introdujo el dispositivo y lo conectó al portátil. Su concentración era total.
El icono apareció en la pantalla. El software se descargó automáticamente. Pulsó sobre «descargar» y apretó el puño al comprender que tendría que descargar cuarenta y cinco fotos para conseguir las que quería. Se quedó mirando la pantalla, deseando que aquello fuera más rápido. Sólo oía el susurro del ventilador del portátil y el chasquido del disco duro. No oyó las sábanas. No oyó los pies desnudos en el suelo de madera. Ni siquiera oyó bien la pregunta.
La voz de Esteban la hizo volverse. Fue consciente de su camisón de algodón en los vértices de sus hombros, del dobladillo rozando lo alto de sus muslos, al encararse a la desnudez frontal de su marido, de pie en el vano de la puerta de la cocina.
– ¿Qué está pasando? -preguntó.
– ¿Qué? -dijo Inés, y sus ojos eran incapaces de mirar otra cosas que aquellos genitales traidores.
Esteban repitió la pregunta.
La subida de adrenalina fue tan fuerte que Inés pensó que su corazón no podría soportarla.
Después de casi veinte años de experiencia con criminales, Calderón reconocía el terror cuando lo veía. Los ojos como platos, la boca ni abierta ni cerrada, la parálisis de los músculos faciales.
– ¿Qué está pasando? -preguntó por tercera vez, pero sin sueño en la voz, todo gravidez.
– Nada -dijo ella, dándole la espalda al portátil, pero incapaz de detener la acción refleja de sus brazos, que se abrían en abanico para impedir que él viera el ordenador.
Calderón la apartó, sin brusquedad, aunque ella era tan liviana que tuvo que procurar que no se le partieran las costillas al chocar contra la encimera de granito negro. Calderón vio su cámara, el dispositivo, las fotos de la cena de abogados apareciendo en el archivo de fotos. Y a continuación plinc, plinc. Dos fotos de Marisa: Mi regalo. Era algo embarazoso, incriminador y peor aún: era el niño pillado in fraganti.
– ¿Quién es? -preguntó Inés, las puntas de los dedos blancas sobre el granito negro.
La mirada de Calderón era asesina, y no la mitigaba el ridículo de su desnudez.
– ¿Quién es, que te permites pasar toda la noche fuera, dejando a tu esposa sola en el lecho matrimonial?
Las palabras lo indignaron; era lo que Inés pretendía. Ya no sentía miedo. Quería algo de él: que concentrara su atención en ella.
– ¿Quién es, que te permites putear con ella hasta las seis de la mañana, desafiando tus votos matrimoniales?
Otra frase calculada, utilizando la oratoria que empleaba en el tribunal.
Calderón se volvió hacia ella con la lenta intensidad de un animal que se encuentra con un rival en su territorio. Los michelines incipientes en su barriga, el pene arrugado, los finos muslos, deberían haberle convertido en un personaje risible, pero tenía la cabeza muy gacha y los ojos miraban desde debajo de las cejas. Su rabia era palpable. Pero Inés no podía evitarlo. Las pullas saltaban de sus labios.
– ¿Te la follas a ella igual que a mí? ¿La haces gritar de dolor?
Inés no acabó la frase porque de manera inexplicable se encontró en el suelo, y sus pies daban pedaladas contra los azulejos de mármol blanco, luchando porque el aire le llegara a los pulmones. Se concentró en los dedos de los pies de él, los nudillos arrugados por la fuerza. Calderón le dio una patada. Le hincó el dedo gordo en el riñón. Inés intentaba tragar aire. Estaba atónita. Era la primera vez que le pegaba. Ella le había provocado. Quería una reacción. Pero la contención de Calderón la había dejado atónita. Pensaba que él le daría una bofetada para acallar esa boca que le lanzaba pullas, que le hincharía el labio, le dejaría un moretón en la mejilla. Quería llevar la insignia de la violencia de Esteban para que el mundo viera cómo era de verdad y que él sintiera el arrepentimiento hasta que la señal desapareciera. Pero él la había golpeado bajo el arco de las costillas, le había dado una patada en el costado.
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