Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Y bebimos demasiado coñac.

– Exactamente -dijo Ángel, mirándola, con el pelo alborotado. ¿Sabes lo que alguien me decía ayer por la noche?

– ¿Fue esa la parte interesante? -dijo Manuela para meterse con él.

– Que necesitamos regresar a una dictadura benévola -dijo Ángel, levantando las manos al cielo en un remedo de exasperación.

– A lo mejor ahí os quedaríais solos -dijo Manuela-. A la gente no le gusta ese ajetreo de las tropas y los tanques en la calle. Quieren una cerveza fresquita, una tapa y una chorrada para ver en la tele.

– Justo lo que yo dije -respondió Ángel, dándose una palmada en la tripa-. Nadie me escuchó. Tenemos una población que muere de decadencia, tan moralmente moribunda que ya no saben lo que quieren, aparte de consumir de forma compulsiva, y mis «compinches» creen que todo el mundo los adoraría si le hicieran a la gente el favor de montar un golpe de estado.

– No quiero verte en la tele de pie en un escaño del parlamento con una pistola en la mano.

– Primero tendré que perder algo de peso.

Calderón se despertó con un sobresalto y una sensación de pánico que era el residuo de un sueño que no recordaba. Lo sorprendió ver la espalda larga y morena de Marisa en la cama, a su lado, en lugar del blanco camisón de Inés. Se había quedado dormido. Eran las seis de la mañana, y ahora tendría que ir a su apartamento y contestar a las incómodas preguntas de Inés.

Su frenético salto para salir de la cama despertó a Marisa. Se vistió, negando con la cabeza al ver los resecos rastros viscosos que el semen le formaba en el muslo.

– Dúchate -dijo Marisa.

– No tengo tiempo.

– De todos modos, ella tampoco es idiota… o eso me has dicho.

– No, no es idiota -dijo Calderón, buscando el otro zapato-, pero siempre y cuando se respeten ciertas reglas, todo se puede disimular.

– Debe de ser el protocolo burgués para afrontar las relaciones extramatrimoniales.

– Tienes razón -dijo Calderón, ahora molesto con Marisa-. No puedes pasar la noche fuera de casa porque eso es mofarte completamente de la institución.

– ¿Cuál es el límite entre un matrimonio «serio» y uno «en broma»? -preguntó Marisa-. ¿Las tres de la mañana… las tres y media? No. Eso se tolera. Creo que a las cuatro es ridículo. A las cuatro y media es una completa broma. A las cinco, las seis… es una farsa.

– A las seis es una tragedia -dijo Calderón, buscando frenético en el suelo-. ¿Dónde está el zapato de los cojones?

– Debajo de la silla -dijo Marisa-. Y no te olvides la cámara, que está en la mesita del comedor. Te he dejado un par de regalitos.

Calderón se puso la americana, se metió la cámara en el bolsillo e introdujo el pie en el zapato.

– ¿Cómo has encontrado mi cámara? -preguntó, arrodillándose junto a la cama.

– Te registré la americana cuando dormías -dijo-. Procedo de una familia burguesa; me rebelo contra ella, pero me sé todos los trucos. No te preocupes. No te he borrado esas estúpidas fotos de tu cena de abogados con que demostrarle a tu inteligente esposa que no ha estado toda la noche fuera follando con tu amiguita.

– Muchas gracias.

– Y no he sido mala.

– ¿No?

– Te he dicho que te he dejado unos regalitos en la cámara. No dejes que ella los vea.

Calderón asintió, y de repente le entró de nuevo la prisa. Se besaron. Mientras bajaba en el ascensor se arregló un poco, se metió la camisa en los pantalones y se frotó la cara para despejarse y ensayar la mentira que iba a contar. Incluso vio los dos micromovimientos de las cejas, que según le había dicho Javier Falcón, eran los primeros y más seguros signos que delataban a un mentiroso. Si él lo sabía, también lo sabría Inés.

Como era tan temprano no había taxis. Debería haber llamado uno por teléfono. Echó a andar a paso ligero. Los recuerdos rebotaban en su mente, que parecía perder y ganar la consciencia por momentos. La mentira. La verdad. La realidad. El sueño. Y le llegaba con la misma sensación de pánico que había experimentado al despertarse en el apartamento de Marisa: sus manos se cerraban en torno a la fina garganta de Inés. La estaba asfixiando, pero ella no se ponía ni púrpura ni morada, y la lengua no se le espesaba por la sangre ni le asomaba. Lo miraba fijamente con unos ojos llenos de amor. Y sí, le acariciaba los antebrazos, animándolo a que lo hiciera. La solución burguesa a los divorcios difíciles: el asesinato. Qué absurdo. Por su trabajo con la brigada de homicidios sabía que la primera persona a la que interrogaban en un caso de asesinato era al marido.

Las calles estaban mojadas por la lluvia de la noche anterior. Sudaba, y su camisa olía a Marisa. Se le ocurrió que nunca se había sentido culpable. Aparte del concepto legal, no sabía lo que era eso. Desde que estaba casado con Inés había tenido cuatro aventuras, de las cuales la de Marisa era la que había durado más. También había tenido rollos de una noche -o de una tarde- con otras dos mujeres. Y estaba esa prostituta de Barcelona, pero no le gustaba pensar en ello. Incluso había practicado el sexo con una de esas mujeres mientras tenía una aventura extramatrimonial con otra, lo que debía de convertirle en un mujeriego en serie. Sólo que aquella vida de mujeriego no le gustaba. Se suponía que si eras un tenorio te lo pasabas bien. Era romántico… según lo que se entendía por esa palabra en el siglo XVIII. Pero él no se lo pasaba bien. Intentaba llenar un agujero, que sin embargo aventura tras aventura se hacía más grande. Así pues, ¿qué era ese vacío que se iba ensanchando? Una buena pregunta, a la que le encantaría responder si alguna vez tuviera tiempo de pensar en ella.

Resbaló en un adoquín, casi se cayó, se rascó la mano en la acera. Aquello lo sacó de su ensimismamiento y lo llevó a cuestiones más prácticas. Tendría que ducharse nada más entrar. Tenía a Marisa incrustada en las fosas nasales. A lo mejor debería haberse duchado antes de salir, pero entonces se le hubiera quedado el olor del jabón de Marisa. Y ya tendríamos otra revelación. ¿Por qué se preocupaba? ¿Por qué tanto fingimiento? Inés lo sabía. Habían tenido riñas… nunca por sus aventuras, sino por cuestiones ridículas, que era una manera de encubrir lo innombrable. Inés podría haberse ido. Podría haberle abandonado hacía años, pero se había quedado. Eso era importante.

Le escocía el arañazo de la mano. Sus pensamientos lo hicieron sentirse más fuerte. No tenía miedo de Inés. A otros sí les metía miedo. La había visto en el tribunal. Pero no a él. Él tenía la sartén por el mango. Él se iba a follar por ahí y ella se quedaba.

El edificio de su piso en la calle San Vicente apareció ante él. Abrió la puerta con una floritura. No sabía si era por la conclusión a la que había llegado, por el escozor de la mano o por el hecho de tropezar en las escaleras por culpa de los decoradores, esos cabrones perezosos que habían arrumbado las fundas para el polvo a un lado, en lugar de llevárselas… pero comenzaba a sentirse un poco cruel.

El apartamento estaba en silencio. Eran las 6:30. Fue a su estudio y vació los bolsillos del traje sobre el escritorio, a oscuras. Se quitó la americana y los pantalones, los dejó en una silla y fue al cuarto de baño. Inés dormía. Se quitó los calzoncillos y los calcetines, los arrojó al cesto de la ropa sucia y se duchó.

Inés no estaba dormida. Sus ojos relucientes y oscuros parpadeaban en la oscuridad a la luz sepia de la mañana que se filtraba por la ventana de celosía. Llevaba despierta desde las cuatro y media, cuando encontró vacío el lado de la cama de su marido. Se incorporó, cruzó los brazos sobre el pecho plano y su cerebro comenzó a bullir. Llevaba dos horas corriendo la maratón de sus pensamientos, tenía las tripas fundidas de rabia por la humillación de encontrar el almohadón de él intacto. Pero de repente se sintió débil ante la idea de enfrentarse a esa última demostración de infidelidad, porque eso era, y no otra cosa: una demostración.

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