Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Los bomberos habían trepado a la cascada de escombros más cercana y habían enfocado las mangueras a las dos secciones que quedaban de lo que había sido un edificio en L. Ahora faltaba un segmento de veinticinco metros de su parte central. La colosal explosión había derribado los ocho pisos del bloque para formar una pila de obleas de cemento armado de unos seis metros de altura. Enmarcado por las líneas quebradas de los restos de los ocho pisos de apartamentos, y apenas visible a través de la neblina de polvo flotante, se veía el tejado de la guardería parcialmente destrozada y los edificios que había más allá, cuyas fachadas estaban salpicadas de ventanas negras o sin cristal. Un bombero apareció en el borde de una habitación reventada de la octava planta, y, en medio de aquel aire más propio de un país en guerra, hizo seña de que el edificio estaba despejado de gente. Una cama cayó del sexto piso, y su estructura se aplastó sobre el montón de escombros, mientras el colchón rebotaba enloquecido en dirección a la guardería.

Al otro lado de los escombros, calle abajo, estaba el coche del jefe de bomberos, pero no se veía ningún bombero. Falcón siguió la tapia derrumbada y rodeó el bloque para ver lo que había pasado en la guardería. El extremo del edificio más cercano a la explosión había perdido dos de las paredes, parte del techo se había derrumbado y el resto colgaba, a punto de desplomarse. Los bomberos y los civiles apuntalaban el edificio, mientras que unas mujeres miraban fijamente en silencio, sin parpadear, las manos en la cara, como para impedir que se les quedara la boca abierta de incredulidad.

En el otro lado, a la entrada de la escuela, la cosa era peor. Cuatro cuerpecillos yacían uno junto al otro, las caras tapadas con batas escolares. Un nutrido grupo de hombres y mujeres intentaba controlar a las madres de dos de los niños muertos. Cubiertos de polvo, eran como fantasmas luchando por el derecho a volver con los vivos. Las mujeres chillaban histéricas y arañaban furiosas las manos que intentaban impedir que se acercaran a los cuerpos inertes. Otra mujer se había desmayado y estaba en el suelo, rodeada de gente arrodillada junto a ella para protegerla de la multitud que aumentaba y se movía sin rumbo. Falcón miró a su alrededor en busca de alguna maestra, y vio a una joven sentada sobre una alfombra de cristales rotos, la sangre cayéndole por la cara, llorando de manera incontrolable, mientras una amiga intentaba consolarla. Llegó un paramédico para ponerle un vendaje provisional en las heridas.

– ¿Es usted maestra? -preguntó Falcón a la amiga de la mujer-. ¿Sabe dónde está la madre del cuarto niño?

La mujer, aturdida, miró hacia el bloque de apartamentos derrumbado.

– Está ahí, en alguna parte -dijo, negando con la cabeza.

Dentro de la guardería sólo se movían los bomberos, sus botas aplastaban escombros y cristal. Llegó más gente para apuntalar el techo destrozado. El jefe de bomberos estaba en un aula que no había sufrido daños, al final de la guardería, informando por el móvil a la oficina del alcalde.

– Se han cortado el gas y la electricidad en la zona, y el edificio dañado se ha evacuado. Los dos incendios están controlados -dijo-. Hemos sacado a cuatro niños muertos de la guardería. Su aula estaba justo en la onda expansiva de la explosión, y la recibieron de pleno. Hasta ahora nos han informado de otros tres cadáveres: dos hombres y una mujer que caminaban por la calle Los Romeros cuando tuvo lugar la explosión. Mis hombres también han encontrado a una mujer que al parecer ha muerto de un ataque al corazón en uno de los apartamentos que hay enfrente del edificio destruido. En este momento es difícil cuantificar el número de heridos.

Escuchó durante unos segundos y apagó el teléfono. Falcón le enseñó su identificación.

– Llega muy pronto, inspector jefe -dijo el jefe de bomberos.

– Estaba en el Instituto Forense. Desde allí sonó como una bomba. ¿Cree que ha sido eso?

– Para provocar estos daños, no me cabe duda de que se trata de una bomba, y muy potente.

– ¿Tiene alguna idea de cuánta gente había en ese edificio?

– Uno de mis hombres está trabajando en eso. Al menos había siete personas -dijo-. De lo único de lo que no podemos estar seguros es de cuántos había en la mezquita del sótano.

– ¿La mezquita?

– Es la otra razón por la que estoy seguro de que ha sido una bomba -dijo el jefe de policía-. Había una mezquita en el sótano, con acceso por la calle Los Romeros. Creemos que la oración de la mañana había finalizado, pero no estamos seguros de si había salido alguien. Respecto a ese punto nos llegan informaciones contradictorias.

6

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 08:25 horas

La desesperación había llevado a Consuelo a la calle Vidrio muy temprano. La vecina llevaría a los niños a la escuela. En ese momento estaba sentada en su coche delante de la consulta de Alicia Aguado, arrepintiéndose de la cita de urgencia que había concertado apenas veinticinco minutos antes. Caminó por la calle para calmarse. No estaba habituada a tener problemas.

Exactamente a las 8:30, tras haber mirado su reloj por segunda vez, contando los segundos -lo que demostraba hasta qué punto se había vuelto obsesiva-, llamó a la puerta. La doctora Aguado la esperaba: llevaba muchos meses esperándola. La entusiasmaba la perspectiva de tener otro paciente. Consuelo subió las angostas escaleras que llevaban a la consulta, pintada de un azul claro y que mantenía la temperatura constante a 22 o.

Aunque Consuelo lo sabía todo de Alicia Aguado, dejó que la psicóloga clínica le contara que era ciega a causa de una enfermedad degenerativa llamada retinitis pigmentosa, y que como resultado de esa enfermedad había desarrollado una técnica excepcional para leer el pulso del paciente.

– ¿Para qué le hace falta? -preguntó Consuelo, sabiendo la respuesta, pero con la intención de demorar el momento de tener que contar sus problemas.

– Porque soy ciega y echo en falta los indicadores más importantes del cuerpo humano, que son los rasgos de la cara. Hablamos más con nuestras facciones y con nuestro cuerpo que con la boca. Piense en lo poco que se saca en claro de una conversación si sólo oímos las palabras. Sólo cuando una persona se halla en una situación extrema, siente miedo o angustia, entiendes lo que siente, mientras que si delante tienes una cara puedes captar todo un abanico de sutilezas. Puedes adivinar la diferencia entre alguien que miente, o exagera, o está aburrido, o alguien que quiere acostarse contigo. La lectura del pulso, que aprendí de un médico chino y he adaptado a mis necesidades, me permite captar ese matiz.

– Eso parece una manera inteligente de decir que es usted un polígrafo humano.

– No detecto las mentiras -dijo Aguado-. Tiene más que ver con las corrientes subterráneas. Traducir el sentimiento en palabras es algo que a veces no consigue ni el mejor escritor, así pues, ¿por qué iba a serle más fácil a una persona normal hablarme de sus emociones, sobre todo si está confusa?

– Esta sala es muy bonita -dijo Consuelo, ya medrosa ante algunas de las palabras que había oído en la explicación de Aguado. Lo de las corrientes subterráneas le recordaba sus miedos, que la echaran al océano para morir de agotamiento sola en medio de esa inmensa extensión.

– Había demasiado ruido -comentó Aguado-. Ya sabe cómo es Sevilla. El ruido me distraía tanto, en mi estado, que tuve que poner cristales dobles e insonorizar la consulta. Antes estaba pintada de blanco, pero creo que el blanco intimidaba tanto a mis pacientes como el negro. De modo que opté por un sereno azul. Sentémonos, si no le importa.

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