– ¿Y por qué no iba a tenerlo? -dijo ella, con la voz cortante de su madre.
– ¿De mí?
– Somos enemigos, ¿o no?
– Allí fuera -replicó él, y en su mano se reflejó un resquicio de luna.
– Hay más de allí fuera que de aquí dentro.
– Cierto… pero lo de aquí dentro es nuestro.
– ¿Lo es? -preguntó ella-. ¿Eso crees? ¿Y yo cómo lo sé?
– Porque hablamos como estamos haciendo.
– Podemos hablar pero aun así no sé si eres… de fiar.
– Y por eso no tenías intención de venir. ¿Por qué lo has hecho, entonces?
– Me he quedado sin tabaco.
Voss se rió. Los órganos de Anne regresaron a sus puestos. Espías enamorados. Vaya un invento. ¿Se contarían alguna vez alguna cosa? Voss le ofreció un cigarrillo.
– Lo más probable es que seas espía, señor agregado militar-dijo ella, mientras aceptaba uno-. Yo trabajo para la Shell, la petrolera. Un bien de consumo delicado.
– Todo el mundo es espía -dijo Voss, que buscaba su mechero.
– A lo mejor en Lisboa.
– En todas partes -aclaró él, encendiendo los cigarrillos-. Todos tenemos nuestros secretos.
– Los espías tienen más aún.
– No es más que su trabajo, y se trata de secretos insulsos. -Pareces un entendido.
– Son tiempos de guerra y trabajo en la Legación Alemana; hay secretos por todas partes.
– He ahí el problema. ¿Dónde acaba el trabajo?
– De modo que tú crees, por ejemplo, que la atracción es fácil de fingir -dijo él-. ¿También el amor?
Anne le dio una calada a su cigarrillo, hundiendo mucho las mejillas, tragando humo para disimular la carrera de su corazón, la sangre rápida que le erizaba el pelo de los brazos y le cosquilleaba por los dientes.
– Depende -dijo mientras tiraba la ceniza, mareada por el empuje de la nicotina.
– Te escucho.
– Depende, digo, de si el objeto de tu afecto está predispuesto a ese tipo de atención.
– Eso suena a experiencia.
– No personal.
– ¿Cómo lo descubriste?
– Lo leí en un libro.
– ¿A eso se reduce toda tu experiencia?
– No tiene nada de malo aprender de la gente que escribe libros -Mi madre me dijo que en los asuntos del corazón no hay reglas que valgan. El amor de una persona no se parece al de nadie más. Las comparaciones no funcionan. Ni siquiera puede uno fiarse de que el amor entre dos personas sea siempre igual -dijo Voss.
– ¿Eso te lo contó tu madre?
– Yo era su niño. El de mi padre era mi hermano mayor.
– ¿Sabes a lo que se refería?
– Amar a mi padre era probablemente un trabajo duro. Ella lo hizo, pero él jamás se lo puso fácil.
Silencio; Anne esperaba que continuase, rezaba por que continuase. Voss, con la vista puesta en el suelo, hizo acopio de fuerzas para contarlo por primera vez.
– Al principio -dijo, como si ya se tratara de una leyenda-, mi padre era un hombre emocionante, un oficial del ejército, y mi madre una… chica, supongo, guapa. Ella tenía dieciséis años y pensaba que había encontrado el verdadero amor romántico hasta que un día mi padre le contó que había habido alguien más. Una chica a la que había amado y que había muerto. Esas pocas palabras arrancaron todo el romance de su supuesto «amor verdadero». Pero ¿qué iba a hacer ella? ¿Dejar de quererle de la noche a la mañana cuando sabía que le amaba? Se casaron al año siguiente, en 1910. Cuatro años después él se fue a la guerra y apenas lo vio durante cuatro más. Tuvo algunos permisos, los bastantes para engendrar a mi hermano y después a mí, pero cuando volvió a casa en 1918, en el bando perdedor, era un hombre diferente. Dañado. Ya no era apasionado. Mi madre decía que era como una casa con las ventanas tapiadas. De modo que tuvo que encontrar una manera diferente de quererle, y logró que funcionara durante veintitantos años… hasta la siguiente guerra.
»Mi padre era un hombre de principios, uno de esos generales que alzaron la voz contra algunas de las órdenes que se dieron al ejército antes de la campaña rusa; le costó el puesto. Le retiraron, le enviaron a casa. Pasó a ser un hombre que no sólo ya no era apasionado, sino que además estaba amargado. Entonces mataron a mi hermano en Stalingrado y eso fue su fin. Se pegó un tiro, porque en lo que a él concernía lo había perdido todo. No lo dejó dicho, pero mi madre no era suficiente. Así lo descubrí. En una carta me pedía que esparciese sus cenizas sobre la tumba de la primera mujer y mi madre, que todavía le quería, se aseguró de que lo hiciera.
Silencio mientras Voss reflexionaba sobre eso, lo grababa de nuevo mentalmente.
– A eso, me parece, se refería -dijo-. ¿Sigues teniéndome miedo?
– A ti no.
– ¿Por mí?
– No.
– Alguien te ha asustado. -Patrick Wilshere. -¿Por qué?
– Esta noche he leído su diario -dijo ella, movida por la intimidad. -Como decía, todos somos espías.
– Su comportamiento me parece… amenazador. Quería saber lo que pensaba.
– ¿Y ahora qué?
– Peor todavía. No ha sido una lectura relajante. -¿Qué decía el diario?
– Que estuvo locamente enamorado de Judy Laverne hasta que Lazard le dijo que la había visto en Lisboa con otros hombres. Se puso enfermo de celos y, aunque en el diario no conste, hay cosas escritas que dan a entender que se habría alegrado de verla muerta.
– No veo en qué puede afectarte eso.
– No sé lo que hago aquí. No sé por qué me ha invitado a esta casa pero estoy segura de que no fue para darle a una secretaria un lugar donde dormir. -Cuéntame.
Le contó el accidente de monta en la serra y la consiguiente conversación con Wilshere. El encendió otros dos cigarrillos con las ascuas del suyo y le pasó uno.
– Y cuando le pediste explicaciones no pareció haber sido consciente de sus acciones -repitió Voss-. Y ahora piensas que Wilshere está trastornado y ha atraído otra mujer a su órbita para castigarla por los crímenes, reales o imaginarios, cometidos por la primera. No, no lo creo.
Eso la molestó. No hacer caso de la niña tonta.
– ¿Y qué piensa el omnisciente agregado militar?
– Lo siento -dijo él-. No pretendía ser condescendiente. No es que no te crea. Es sólo que me parece que hay más historia. Wilshere es un individuo complicado. No te situaría con el único fin de satisfacer su necesidad de venganza, aunque los celos sexuales sean una fuerza muy poderosa. No. Ha visto una oportunidad en tenerte aquí. Al pedirle explicaciones por el incidente le has desvelado una debilidad. Ya no puede fiarse de sí mismo. Tiene… goteras. Eso podría hacerle más peligroso.
– Ahora que todo iba tan bien -comentó Anne.
– Resulta extraño que los ingleses no tengan palabra para sang froid mientras que los franceses, que rara vez hacen gala de ella, sí.
– Tomarse las cosas demasiado en serio puede ser un acicate para tirar la toalla.
– Los alemanes nos lo tomamos todo en serio.
– Pero por desgracia, contigo no parece que funcione.
La risa de Voss fue poco más que un gruñido. Después de lo que le habían contado no se había creído capaz de encontrar nada gracioso.
Esperaron en el silencio acumulativo propio de un momento en el que la vida se decanta de un lado o de otro. Dos personas que saben que las palabras no irán más allá. Hacía falta un movimiento, posiblemente dos. Entonces podrían retomarse las palabras pero a una luz diferente, a una luz que los demás serían incapaces de distinguir y ante la cual sacudirían la cabeza, perplejos.
Voss tiró al suelo su cigarrillo; al que siguió el de Anne. Las ascuas se consumieron en el suelo negro y el humo flotó a la deriva hacia la luna. Sus labios tantearon la oscuridad. Se encontraron. No fue un momento tierno. Había demasiada desesperación. Y en el momento mismo en que Anne pensaba que le iba a dejar que la tomara allí mismo, sobre el banco de piedra, al borde de la luz de la luna, recordó la linterna que llevaba en las bragas y otros detalles que se fueron sumando hasta que supo que iba a tener que haber otro lugar y otro momento.
Читать дальше