Robert Wilson - En Compañía De Extraños

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Lisboa, 1944. Bajo el tórrido calor veraniego, mientras las calles de la capital bullen de espías e informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos. Los aliados están decididos a que los rumores de un «arma secreta» no lleguen a materializarse.
Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en este mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl Voss, agregado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido por su implicación en el asesinato de un Reichsminister y traumatizado por Stalingrado, con la misión de salvar a Alemania de la aniquilación.
En la placidez letal de un paraíso corrompido, Andrea y Voss se encuentran y tratan de encontrar el amor en un mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará adicción al mundo clandestino, desde el brutal régimen fascista de Portugal hasta la paranoia de la Alemania de la Guerra Fría. Y allí, en el reino helado de Berlín Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la decisión más dura y definitiva.
Un thriller apasionante que abarca desde la Europa de los tenebrosos días de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín.

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Y estar solo en la Tierra, como ahora estoy.»

– No es para tanto, señor. Aquí somos todos amigos, ya lo sabe.

«Los ingleses y su sentido del humor», pensó Voss. Aquello era obra de Richard Rose, el escritor. Tenía a toda la sección de Lisboa recitando clásicos.

– Aprender trabajando -le había dicho-. Es nuestra manera de tratar los asuntos serios.

Los tres caminaron hacia el edificio sin luces que ocupaba el centro de los jardines. La primera vez que Voss se había visto allí con Rose, éste le había contado que el diseño original de los jardines era obra de un esteta inglés del siglo xvm llamado William Beckford, el cual había tenido que abandonar Inglaterra a toda prisa para evitar la soga.

– ¿Qué había hecho? -le preguntó Voss, inocente.

– Sodomizar a niños pequeños, Voss -respondió Rose, con los ojos brillantes y animados ante las posibilidades-. El amor que no osa pronunciar su nombre.

Se lo había confirmado en alemán, de paso, para asegurarse de que lo entendiera, para ver lo rectas que eran las vías por las que avanzaba Voss.

Llegaron al extraño palacio construido a mediados del siglo anterior por otro inglés excéntrico. El hombre que abría la marcha apuntó a las puertas de cristal abiertas que se veían al fondo de una columnata morisca. Voss sintió alivio al ver que allí le esperaba Sutherland, además de Rose, los dos sentados en sillas de madera dentro de la habitación desierta, a la luz temblorosa de un farol que reflejaban las paredes.

– ¡Ah! -dijo Rose, que se puso de pie para darle la bienvenida-, «el proscrito errante de su pensamiento oscuro».

– No estoy seguro de entenderle del todo -dijo Voss, impasible, insensible a las gracias de Rose.

– No es nada, Voss, amigo mío, nada -aseveró Rose-. Sólo un verso del poema al que debe su nombre en clave: Childe Harold. ¿Sabía que fue escrito en Sintra, carretera abajo?

Voss no respondió. Se sentaron y encendieron sendos cigarrillos. Sutherland fumaba su pipa. Rose sacó tres vasitos de metal de un estuche de cuero y los llenó a medias con su petaca.

– Nunca le hemos dado las gracias como corresponde por la información sobre los cohetes -dijo Sutherland, alzando su vaso hacia él, marcando el tono que deseaba para la reunión, apartándose del estilo más agresivo de Rose.

– No por eso dejaron de caer -terció Rose, con un brazo sobre el respaldo de la silla-, pero salud, de todas formas.

– Al menos estaban sobre aviso -dijo Voss-. ¿Y revisaron los cráteres?

– Los revisamos.

– Y supongo que descubrieron que era cierto lo que les dije.

– Ni rastro de radiación -dijo Sutherland-. Explosivos convencionales. Pero eso no significa que ya estemos tranquilos.

– En nuestra opinión se trata de vuelos de prueba -añadió Rose.

– Dada la gravedad de la situación en Italia, Francia y el Este, ¿creen que el temperamento del Führer está para perder tiempo con pruebas? -dijo Voss.

– ¿De la trayectoria de los cohetes? -preguntó Rose-. Sí, lo creemos… hasta el momento en que Heisenberg haya tenido tiempo para desarrollar la pila atómica necesaria para crear el Ekarhenium, como lo llaman ustedes.

– Ya lo hemos discutido otras veces. Heisenberg y Hahn lo han dejado claro. No hay programa para la bomba atómica.

– Heisenberg no se lo dejó claro a Niels Bohr, y ahora Niels Bohr está con los americanos y, junto con otros, los ha convencido de que Alemania ha realizado progresos de importancia, de que están ustedes jodidamente cerca.

Voss cerró los ojos, que le dolían. Fumaron un rato.

– Sabemos que no nos ha hecho venir hasta aquí para persuadirnos de lo mismo, Voss -dijo Sutherland-. No logrará convencernos y, aunque lo hiciera, nosotros no lograríamos convencer a los americanos, con todas las pruebas que han ido acumulando.

– Es probable que en el mundo sólo haya unos veinte científicos al tanto de todo esto -dijo Rose-. Ni siquiera usted, con sus años de física en la Universidad de Heidelberg, entendería lo que supone. Tal vez haya captado parte de la teoría pero no nos venga con que aquí, en Lisboa, puede tener la más mínima idea de los aspectos prácticos. Estamos hablando de ciencia innovadora. Los hombres de genio ven las cosas desde otra perspectiva. Se pueden tomar atajos. Heisenberg y Hahn son de esa clase de hombres. Haría falta mucho más que su palabra para que volviéramos a Londres a decir a los nuestros que no se preocupen.

– Tengo algo más para ustedes -anunció Voss, harto de aquel interminable maltrato que no llevaba a ninguna parte: los servicios de inteligencia de todo el mundo creen sólo lo que quieren creer, o lo que sus superiores quieren que crean.

Sutherland se inclinó hacia delante para disimular la emoción. Rose apoyó la rodilla en el estribo de sus manos y ladeó la cabeza.

– Hemos concluido ciertas negociaciones y en la actualidad obra en nuestras manos una partida de diamantes que no son de calidad industrial. Están valorados en cerca de un millón de dólares. Esos diamantes, que acabo de dejar en la Legación Alemana de Lapa, le serán entregados a Beecham Lazard, que viajará mañana vía Dakar y Río hasta Nueva York. Según parece, con lo que obtenga de la venta de los diamantes va a adquirir algo susceptible de adelantar o conducir a la consecución de un programa de armas secretas para Alemania. No sé con exactitud lo que va a comprar o a quién, ni siquiera si está en Nueva York.

– Ha dicho «armas secretas»: ¿cómo puede saberlo?

– Les estoy transmitiendo lo que se dice en Alemania: que en Berlín se habla de un arma secreta y que el asunto ha llegado al Führer. La mejor confirmación que puedo ofrecerles es que, en este momento, nuestros fondos en Suiza resultan insuficientes para comprar los diamantes directamente y que para cubrir la diferencia hemos tenido que pedir un préstamo de oro al Banco de Océano e Rocha. Ese oro no habría cambiado de manos sin el consentimiento de las más altas esferas de Berlín. Les sugeriría que siguiesen a Lazard hasta Nueva York.

– Lo vigilaremos desde que salga de Lisboa.

– Yo no metería a nadie en el vuelo -dijo Voss-. Es un sujeto muy cauteloso. Ni siquiera nuestros agentes entrarán en contacto con él hasta que llegue a Río.

– Nos aseguraremos de que embarca y de que aterriza -dijo Sutherland-. ¿Podemos hablar un momento, Richard?

Los dos hombres salieron a la columnata y, mientras bajaban los escalones que daban a un jardín en abrupta pendiente hasta desaparecer de su vista, Voss oyó sus primeras palabras.

– No puedes soltarle eso ahora -dijo Sutherland.

– Al contrario -replicó Rose-, me parece que es la ocasión ideal.

Voss se apartó el sudor de las cejas con el canto del pulgar. A los cinco minutos sus dos acompañantes habían vuelto. Sutherland estaba, como de costumbre, solemne, y Rose había desconectado su infalible levedad. Habían salido como ingleses para volver como hombres muy serios. Voss sintió una agitación en los intestinos.

– Vamos a comunicarle algo a Wolters por nuestros conductos habituales -dijo Sutherland.

– ¿Sus conductos habituales? -preguntó Voss-. No estoy seguro de entenderlo.

– Tenemos modos de hacer que a Wolters le lleguen las informaciones que queremos que oiga.

– ¿Informaciones verídicas?

– Sí, de las buenas.

– ¿Se refiere a amenazas?

– A veces.

– Y me lo va a contar primero… ¿para ver cómo reacciono?

– No del todo -dijo Rose-. Ya sabemos cómo va a reaccionar. Es sólo que nos parece que la información que nos ha proporcionado lo convierte en miembro de nuestro club.

– No me gustan los clubes -comentó Voss, de repente revelando cosas sobre sí mismo-. No soy miembro de ninguno.

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