Lo que no esperaba -y juro por lo más sagrado que ni se me pasó por el pensamiento- era que el viejo sacerdote se sincerara conmigo y me explicara su visión de lo sucedido.
– Yo ya estoy a las puertas de la muerte, Julia, y no creo que deba ocultar mi pequeño secreto por más tiempo -murmuró. Aunque estábamos solos, el silencio de la catedral era sobrecogedor e invitaba a respetarlo.
– ¿Su secreto, padre? ¿Qué secreto?
– Su valor no es poseerlo, sino saber usarlo.
Yo, por supuesto, ignoraba a qué se refería.
– ¿Sabes por qué te he apoyado tantas veces en tu trabajo en el Pórtico de la Gloria? -Don Benigno me agarró de la mano, llevándome justo hacia donde había dejado los andamios y mis ordenadores, cinco días atrás. Todo seguía allí tal y como lo recordaba. Como si el tiempo se hubiera enquistado en ese lugar y nada de lo que pasó después hubiera sido real-. Siempre fuiste una valiente al defender tus convicciones, hija mía. Creías que en el deterioro de las imágenes del Pórtico influía algo telúrico, una fuerza invisible que emana de la tierra y que, como la fe, se siente pero no se puede demostrar. Yo te veía discutir con el comité científico de la Fundación Barrié dejándote la piel en polémicas estériles y me preguntaba cuándo llegaría el momento de contarte lo que sé. De ayudarte a demostrar a esos técnicos a los que sólo les interesaban el peso, la medida y la talla lo equivocados que estaban al no tener en cuenta tus consideraciones… Pues bien… -suspiró-, ahora ese tiempo ha llegado.
El padre Benigno caminaba con esfuerzo. La catedral se había quedado vacía enseguida y el equipo de seguridad privada contratado por el cabildo repasaba ahora sus capillas y recovecos siguiendo su protocolo, con la esperanza de poder activar las alarmas volumétricas antes de las nueve.
– ¿Ves esa maravilla?-dijo señalando al Pórtico-. En realidad, Julia, no debería estar ahí.
– Pero, padre…
– No, no. No debería -insistió-. El maestro Mateo la levantó, como sabes, en 1188, impulsado por un cabildo codicioso que sólo buscaba atraer más y más peregrinos a Santiago. Los movía el deseo de enriquecer su diócesis aun a costa de tergiversar el sentido íntimo del Camino. En ese tiempo, Julia, hubo mucha tensión en esta ciudad y un grupo de sacerdotes que no estaban de acuerdo con tanta vulgarización decidió proteger la verdadera razón de ser de este lugar. Es sorprendente, hija, lo mucho que tiene que ver ésta con lo que has vivido. Te lo explicaré.
– ¿El Camino, padre? -Me encogí de hombros-. ¿De veras cree que tiene algo que ver con lo que le he contado?
– Lo tiene.
– Le escucho.
– Hasta principios del siglo XII muchos de los que recorrían la Ruta Jacobea eran conscientes de que transitaban por una metáfora enorme y precisa de la vida. De hecho, todavía hoy sigue siendo la mejor que el ingenio humano haya diseñado jamás. Esos fieles encaraban su ruta en los frondosos Pirineos franceses, rodeados de vegetación y agua, trasunto perfecto de la infancia. Después, con el correr de los días, iban madurando adentrándose por terrenos más llanos, tierras fértiles de La Rioja o Aragón, que evocaban la adolescencia y la plenitud. Y al entrar en Castilla todo ese esfuerzo se convertía en polvo. La sequedad y aspereza del Camino al atravesar Burgos o León eran la encarnación ideal de la vejez y de la muerte, recibiendo los peregrinos una lección impagable sobre la fugacidad de la existencia. Pero, Julia, todos ellos sabían que al llegar a León aún les quedaba un trecho más que recorrer. El del Paraíso. Entusiasmados, cruzaban por O Cebreiro y entraban en la Galicia exuberante, rica en árboles y torrentes. La atravesaban asombrados hasta alcanzar Santiago y aquí, después de casi ochocientos kilómetros a pie, justo en este lugar en el que nos encontramos, ocurría el gran milagro.
Sentí un leve estremecimiento.
– Aquí, querida. En este pórtico -dijo, golpeando el suelo con el tacón de sus zapatos-. Sólo que antes del que tú y yo estamos contemplando, antes de que el maestro Mateo lo cambiara, hubo otro diseñado por las mentes que pergeñaron la Ruta Jacobea. Como podrás imaginar, lo que encontraban aquí no era un conjunto escultórico para evocar el Apocalipsis o la llegada de la Jerusalén celestial. No. Lo que aquí se les mostraba era una portada que recordaba un episodio simbólico mucho más trascendental: el de la trasmutación y la ascensión del Señor a los cielos desde la cima del monte Tabor. Ese pórtico desaparecido era una «foto en piedra» del momento extraordinario en el que Jesús resucitado dejó el cuerpo de carne y hueso con el que había retornado del más allá y se convertía en luz divina para ingresar en la casa del Padre. Los peregrinos, después de recorrer el Camino desde su infancia a su muerte y más allá, arribaban aquí y descubrían que también ellos podían convertirse en luz y seguir… viviendo.
– ¿Y qué fue de ese pórtico, padre?
– Se despiezó y sus piedras se dispersaron por toda Galicia. El secreto que quiero compartir contigo está íntimamente relacionado con él, Julia. Los deanes de este santo lugar llevamos siglos trasmitiéndonoslo unos a otros por una poderosa razón. Un motivo que te aclarará por qué has atravesado toda tu odisea y has regresado al punto de partida justo para comprender lo ocurrido.
Noté cómo el padre Benigno se ponía serio porque se atusó su sotana y dio un paso más hacia el centro del conjunto escultórico del Pórtico.
– Mucho antes de que naciera Nuestro Señor, antes de que se levantara la primera iglesia cristiana del mundo, este lugar ya era sagrado. Los celtas, y aún antes de ellos los misteriosos pueblos del mar, eligieron estas colinas atraídos por la fuerza que emanaban. Las leyendas hablan de un gigante que dijo ser pariente de Noé y llamarse Túbal y que se estableció aquí para marcar su santo suelo. Levantó una torre para señalar el punto más sagrado y advirtió a los que habitaban las aldeas cercanas que se abstuvieran de acercarse a ella si no era para orar a Dios. Otros levantaron columnas parecidas por todo el orbe. En Jerusalén. En Roma. En las planicies de Wiltshire. En París. Eso ocurrió mucho antes de que nosotros les diéramos esos nombres. Pero en todos los casos hubo gentes que las visitaron atraídos por la promesa de que, desde sus cimas, se podía conversar con Dios. Después llegó otra torre, la de Babel, que buscaba lo mismo. Y tras su colapso vino Su enfado, el Diluvio y la destrucción del viejo mundo. La humanidad se envileció. Olvidó lo que había aprendido en aquellos siglos de oro en los que los hijos de Dios compartían su sabiduría con nosotros, y pronto tan sólo nos quedó la sombra de lo ocurrido oculta en los viejos cuentos y libros sagrados.
Don Benigno tiró de mí hacia el parteluz del Pórtico de la Gloria.
– Esas torres, querida Julia, no fueron un capricho de místicos. Servían realmente para enviar señales más allá de la Tierra que llamaban la atención del Ser Supremo. No obstante, sólo podían utilizarse si se disponía de una llave material, una piedra del cielo, una lapsis exillis, lo que terminó llamándose grial en la Edad Media, y otra espiritual, una invocación, un nombre que pronunciar. En Santiago el uso de esas llaves se encriptó por última vez en un libro perseguido por la Inquisición, famoso entre brujas y herejes, conocido como el grimorio de San Cipriano y del se decía que el original descansaba en algún lugar de este templo atado con una cadena. Pero no me desviaré del tema. Todos esos son símbolos que hay que descifrar. Los antiguos recurrían a ellos porque carecían de vocabulario para describir las maravillas que obraba la ciencia de la Edad de Oro, la del tiempo anterior al Diluvio.
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