Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– Debes descansar, Ellen -la interrumpió preocupado-. Pronto te sacaremos de aquí.

– No, espera… -Sus ojos lo enfocaron bien por primera vez-. No podemos irnos sin las piedras. Se las prometimos al presidente, ¿recuerdas?

– ¡Las piedras!-bufó Allen-. ¡Hay que recuperarlas!

Antes de que el coronel se acercara a la camilla en la que descansaba Julia, una especie de viento invisible, duro como el acero, los abofeteó arrojándolos contra una de las paredes de hielo del glaciar.

Aturdido él, y magullados los asesores del presidente, los tres presenciaron cómo el lugar se ensombrecía por completo, apagando los pocos instrumentos electrónicos que se resistían a extinguirse. El glaciar se volvió oscuro.

De hecho, sólo la pared del Arca, la mesa de invocación y los seis cuerpos envueltos por las arañas mantuvieron su luminosidad irradiando una claridad fantasmal a toda la cavidad. Era una iridiscencia amortiguada, pulsante, que se expandía y contraía como si necesitara tomar aire para mantenerse viva.

Entonces, de forma brusca, la secuencia acústica cesó.

Durante un segundo todo quedó en silencio.

Pero la calma duró poco.

Antes de que Allen y Jenkins recuperaran el fuelle y decidieran qué hacer, la cueva volvió a estremecerse haciendo que sus paredes de hielo se cimbrearan sobre las cabezas del grupo.

«Jesucristo!» -tembló Allen aferrándose a sus fusiles.

El Universo entero pareció sentir aquella especie de bofetada. El suelo se movió como si fuera de papel, crujiendo bajo sus botas, al tiempo que la estructura oscura del Arca, abrazada por el glaciar, se deslizó adelante y atrás igual que si la montaña quisiera sacudirse aquellos molestos huéspedes. Antes de que tuvieran tiempo de buscar algún lugar al que asirse, una marea de trocitos de hielo y carámbanos comenzó a caer sobre ellos.

«¡Un terremoto!»

La sacudida fue sólo un aviso. Tres o cuatro movimientos bruscos más zarandearon la cueva. Mientras Allen rodaba glaciar abajo, de costado, resbalándose por el suelo hasta la base de una de las columnas refrigeradoras, Ellen caía a plomo de los brazos de Tom, alejándose contra su voluntad a unos metros de él y se situaba peligrosamente cerca de la silueta electrificada de William Faber. El anciano, ajeno a todo, seguía erguido, adherido al suelo con firmeza.

Fue Tom Jenkins quien se llevó la peor parte.

Tras dejar caer a Ellen, su cuerpo se desequilibró y se golpeó la cara contra la esquina metálica de una mesa. El sabor dulzón de la sangre llenó su boca enseguida. No tuvo tiempo de preocuparse. Desde su posición se dio cuenta de que la cúpula de hielo que protegía aquel refugio había comenzado a resquebrajarse, lanzando una salva de esquirlas contra sus cabezas.

Entonces lo vio.

«Lo.» Artículo determinado para definir algo neutro. No había mejor modo de referirse a aquello.

Una suerte de cortina fosforescente comenzó a derramarse sobre la cueva igual que lo haría una cascada de agua. Ya no eran proyectiles de hielo. Ni tampoco nieve en polvo. Faltaban palabras para describir su aspecto. Aquella cosa era sutil, sin bordes definidos. Un pañuelo de seda etéreo e infinito que daba la impresión de haberse formado gracias a un haz proyectado desde el cielo. Pese a su aspecto frágil, aquella «cosa» parecía integrada por partes sólidas, como si fueran travesaños anclados a una estructura mayor. Algo, por otra parte, capaz de plegarse sobre sí mismo o mecerse por el viento.

Antes de que el coronel y los asesores del presidente lograran reaccionar, la membrana comenzó a desplazarse por la sala atravesando a cada uno de los hombres envueltos por las arañas eléctricas. Qué extraño espectáculo fue verla pasar por encima de sus cuerpos. A través de ella era posible distinguir el casco oscuro del arca, la mesa de invocación y la enorme pantalla de televisión apagada… pero -y eso fue lo que los asustó- no así a los hombres que iba engullendo.

El primero en desaparecer fue William Faber.

Después, su hijo.

Luego el muchacho del tatuaje de serpiente en la mejilla, el piloto del helicóptero, el gigante del pelo largo y su singular acompañante.

Y por último, como si se hubiera reservado el mejor bocado para el final, aquello se dirigió hacia Julia con inconfundible determinación.

– ¡Las piedras!-bramó Tom al ver que la cosa enfilaba rumbo a la camilla-. ¡No puede llevárselas!

El coronel sintió sus palabras como una patada en el estómago. Se irguió de donde estaba y alzando su M16 al cielo descargó una tormenta de plomo contra aquello.

Para qué lo hizo.

La cortina se estremeció al notar el impacto del metal incandescente. Se expandió. Se contrajo. Y en una fracción de segundo se replegó sobre sí misma mientras una suerte de onda expansiva feroz volvía a sacudir el glaciar, derrumbando parte de las paredes de hielo que los rodeaban y multiplicando el caos por doquier.

– ¡Esto va a hundirse! -gritó Allen.

– ¡Debemos salir de aquí! -chilló Tom, arrastrando a Ellen con él-. ¡Llévese a Julia, coronel! ¡Llévesela, por Dios!

Julia Álvarez seguía inconsciente, atada a su camilla. Y frente a ella, desafiante como un depredador, la pared del Arca había abierto sus fauces dejando entrever un interior sombrío y gélido. Allen prefirió no mirar. Si el casco petrificado de la nao se derrumbaba sobre la mujer, perdería a la primera persona que había conocido capaz de dominar las adamantas. Michael Owen no se lo perdonaría jamás.

Sin pensárselo, se abalanzó sobre ella. Debía salvarla.

Capítulo 99

Fue el frío lo que me despabiló. Un frío cortante y seco envolvió mis manos y comenzó a recorrerme todo el cuerpo. Su tacto hostil me sacó del estado de beatitud en el que había dormitado. A mis primeras tiritonas las siguió la desagradable sensación de tener el pelo húmedo y la certeza de que o me ponía pronto a buen recaudo o no tardaría en congelarme.

Por si fuera poco, cuando por fin abrí los ojos, el resplandor amortiguado del día dañó mi retina, secándome los lagrimales de golpe.

¿Dónde estaba?

Mi último recuerdo era el de haber sido atada a una camilla bajo la cálida mirada de Martin y haber recibido sus instrucciones para que me relajara. Debí de perder el conocimiento con las piedras en los puños.

«¡Las piedras!»

Apreté las manos para sentirlas. No estaban allí. Lo único que mis dedos pudieron aferrar fue nieve.

Me encontraba tumbada boca arriba, a cielo abierto, bajo una capa de niebla gris que lo envolvía todo e incapaz de decidir si debía moverme o permanecer donde estaba. Por alguna razón, no me encontraba con fuerzas para pensar. Mi cerebro se había entumecido y daba vueltas a un extraño ensueño en el que creía haber sido testigo del descenso de la escalera de Jacob. Era una idea estúpida. Extemporánea. Pero lo más molesto de ella era la recurrencia con la que volvía a mi mente una y otra vez. Recordé entonces cómo el libro del Génesis cuenta una historia parecida. La visión que tuvo el patriarca Jacob de una escala por la que había visto subir y bajar criaturas de luz antes de que la voz de Dios le anunciara que su descendencia se extendería por todo el planeta. La conocía bien porque eran muchas las imágenes que había visto de ese momento en iglesias y obras literarias. Y aunque ignoraba por qué palpitaba con esa intensidad en mis entrañas, tenía la rara impresión de haberla tenido enfrente.

A la verdadera escala.

E incluso a sus ángeles subiendo por ella.

– ¡Ha abierto los ojos! ¡Mirad!

Una voz amiga se alborozó a mi lado en cuanto parpadeé.

– Julia! ¡Menos mal! ¿Se encuentra usted bien?

La cara de Ellen Watson se inclinó sobre mí. Me examinó como si fuera un pez dentro de su acuario. Ellen se había enfundado un gorro de lana gris y una bufanda que le tapaba cuello y orejas, haciéndola casi irreconocible. Estábamos a la intemperie. Fuera del glaciar. Pero eso me desconcertó menos que el hombre que asomó tras ella y que no identifiqué. Tenía la punta de la nariz enrojecida por culpa de las bajas temperaturas y los pómulos, los labios y el mentón muy agrietados. Parecía joven. Irradiaba un tono de distinción que perdió en cuanto se puso un móvil al oído y dejó de interesarse por mí.

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