Javier Sierra - El ángel perdido

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Mientras trabaja en la restauración del Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, Julia Álvarez recibe una noticia devastadora: su marido ha sido secuestrado en una región montañosa del noreste de Turquía. A partir de ese momento, Julia se verá envuelta sin quererlo en una ambiciosa carrera por controlar dos antiguas piedras que, al parecer, permiten el contacto con entidades sobrenaturales y por las que están interesados desde una misteriosa secta oriental hasta el presidente de los Estados Unidos.
Una obra que deja atrás todos los convencionalismos del género, reinventándolo y empujando al lector a una aventura que no olvidará.

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– Es Tom Jenkins -me explicó Ellen-. Trabaja conmigo para el presidente de los Estados Unidos. Estamos intentando dar nuestras coordenadas por teléfono para que nos saquen de aquí. La tormenta solar ha dejado inutilizados varios satélites y nos está costando establecer la conexión…

– ¿Tormenta solar? ¿Qué tormenta? -balbuceé, tratando de incorporarme. Notaba que ya no había correas que me apresaran.

– No se mueva, por favor -dijo poniéndome una mano en el pecho. Su gesto me alarmó-. Todavía no sabemos si tiene alguna lesión.

– ¿¿Lesión??

Ellen asintió.

– No recuerda nada, ¿verdad?

Sacudí la cabeza, incrédula.

– Nicholas Allen. -Soltó el nombre como si le quemase en la boca-. ¿Sabe quién es?

– Claro… Lo conocí en Santiago. Estaba conmigo cuando Artemi Dujok y sus hombres me secuestraron.

– Él la ha sacado del glaciar. Hace una hora más o menos se colapso por un movimiento sísmico pero logró empujarla a tiempo hasta la entrada del túnel de acceso. Tiene suerte de que ese hombre no le tenga miedo a la muerte…

– Uh… ¿Ha dicho un terremoto?

La pregunta me salió del alma. Quizá debí agradecer antes a Allen que me sacara de apuros, pero mi cerebro no era aún capaz de valorar lo ocurrido.

– Uno grande, sí -asintió Ellen, sin sombra de reproche-. Creemos que está relacionado con la alteración del campo magnético provocado por sus adamantas y alimentado por la tormenta de protones de la erupción solar… La misma que nos ha dejado sin satélites.

La escuché sin comprender.

– ¿Y las piedras?

– Han desaparecido en el glaciar.

– ¿Y el Arca?

– También.

Casi no me atreví a formular la siguiente pregunta.

– Y… ¿Martin?

Ellen reaccionó como más temía. Apartó su mirada luminosa de mí como si debiera medir sus palabras.

– Antes de la avalancha ocurrió algo extraño en la cueva… -dudó-. Las piedras sintonizaron con una fuerza extraña; una especie de nube caída del cielo se precipitó donde estábamos y…

– ¿Y Martin? -insistí.

– Martin fue engullido por esa cosa, Julia. Desapareció.

El corazón se me puso en la garganta. Tom y Ellen se limitaron a permanecer donde estaban, atentos a si decidía hacer algún movimiento brusco. No lo hice.

– ¿Y el coronel Allen?

– Está magullado. Sufrió algunas quemaduras al salvarla, pero se encuentra bien.

– Y… ¿los demás?

– Todos los ángeles han desaparecido.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Dujok, Daniel Knight, Sheila… Todos. La nube se los llevó.

– ¡La escala!

– ¿Cómo?

– La escala de Jacob -susurré-. Ella se los ha llevado. Santo Dios. -Noté cómo se me atragantaban las palabras pensando en la suerte de Martin-. Han tenido éxito. ¿No se da cuenta? Lo han logrado… Han conseguido lo que se proponían.

– ¿Lo han logrado? ¿Qué han logrado? -Jenkins se encogió de hombros, como si aún no supiera de qué iba todo aquello. Supongo que esperaban que me echara a llorar o algo por el estilo.

– Julia tiene razón. Han vuelto a casa, Tom -me ayudó Ellen.

– Oh, Dios. Estáis trastornadas. Las dos -farfulló mientras comprobaba asombrado si el teléfono satelital volvía a tener cobertura-. El maldito terremoto os ha hecho perder el juicio.

Capítulo 100

El Despacho Oval de la Casa Blanca era todo un hervidero. Desde que Roger Castle hablara con su amigo Bollinger no había perdido ni un minuto. Los bedeles habían retirado los confortables sofás Chester blancos del centro de la estancia y en su lugar habían instalado una mesa con pantallas de vídeo con las que el presidente podía conferenciar hasta con cinco centros estratégicos a la vez. «Vigilar y rezar», recordó. Castle había dado órdenes estrictas de que no se informase aún al Consejo de Seguridad Nacional y, por lo tanto, declinó las sugerencias que recibió para que utilizara la situation room del sótano, pensada para casos de emergencia como aquél.

El Despacho Oval era mucho mejor. Más recogido.

Ahora, desde su escritorio, el presidente podía ver qué se estaba cociendo en el centro de seguimiento de satélites del Goddard Space Flight Center, en el radiotelescopio gigante de Socorro, en la Oficina Nacional de Reconocimiento y hasta en la Agencia Nacional de Seguridad. Todos llevaban casi media hora vigilando sin pestañear lo que estaba ocurriendo en la ionosfera. Habían sido puestos, en un grado u otro, al tanto de la existencia de las piedras y también del Proyecto Elías. Al igual que el secretario de Defensa y el vicepresidente, que estaban en pie frente a los monitores compartiendo el mismo gesto de estupefacción que su jefe.

«Hasta que no sepamos la magnitud de la crisis, es mejor actuar con prudencia», valoró Castle.

Andrew Bollinger -quizás el más desinformado de aquel grupo tan heterogéneo- había acertado su pronóstico de pleno. Por eso estaba allí. Y por esa razón cada uno de los convocados aguardaba su diagnóstico final. La lluvia de protones que había predicho llegaría a la Tierra a más velocidad de la habitual ya estaba, en efecto, descargando toda su potencia sobre el monte Ararat.

– Bien, doctor. -Castle evitó deliberadamente dirigirse a su amigo por el nombre de pila-. Su tormenta ya está aquí. ¿Qué cree que va a ocurrir ahora?

Bollinger carraspeó.

– No hay precedentes de una borrasca radiactiva de esa categoría, presidente. La última que conocemos, la de marzo de 1989, fue dieciséis veces menos potente que ésta y fundió grandes generadores, se cargó dos de nuestros satélites militares y un número no determinado de orbitado- res soviéticos. Pero, sobre todo, dejó sin luz a seis millones de canadienses. Esta vez va a ser peor. Mucho peor.

– ¿Balance de daños hasta el momento? -preguntó al resto de las pantallas Roger Castle, severo, sin agradecer siquiera el dato.

– El doctor Bollinger está en lo cierto, señor presidente. -Tomó el turno una mujer negra, de unos cincuenta años, asomada a la cámara del centro Goddard-. La primera oleada de protones ha provocado que un trece por ciento de los satélites de comunicaciones hayan perdido o tengan serias dificultades con su conexión con la Tierra en este momento. Tal y como esperábamos, un aumento del 0,5 por ciento de la potencia del Sol podría provocar esa clase de daños en los orbitadores.

– ¿Y qué otras consecuencias podemos esperar de esta tormenta, doctor Scott?

Edgar Scott, parapetado tras su gruesa montura de pasta, sentado en su aséptico despacho de la Oficina Nacional de Reconocimiento, tomó la palabra sin apresurarse.

– No tenemos tablas para hacer esa clase de estimaciones, señor. Pero si esta descarga de protones se mantiene durante más tiempo… -dudó-, de entrada, es seguro que las transmisiones de onda corta y de radioaficionados se interrumpirán definitivamente. Aún es pronto para valorar su efecto sobre el campo magnético de la Tierra. De momento, tenemos unas bonitas auroras boreales en latitudes muy por debajo del Polo Norte. Mi previsión, si es eso lo que quiere oír, es que, como poco, provocará envenenamientos masivos por radiación. Ya sabe: afecciones oculares, cánceres de piel, mutaciones en cultivos, alteraciones en la cadena alimenticia…, ese tipo de cosas.

– Es como la Tercera Caída que pronosticó el profeta Enoc, señor -terció Michael Owen desde su despacho de caoba de la Agencia Nacional de Seguridad-. Una plaga bíblica letal.

– ¿La «Tercera Caída», Michael?

– Bueno, señor presidente, no quiero ser el más agorero del grupo, pero en los vaticinios de ese profeta se anuncia que, tras el Diluvio Universal, el siguiente fin del mundo nos llegará por fuego. Desde luego, la metáfora no puede ser más oportuna. Describe con exactitud lo que está ocurriendo con el Sol, ¿no le parece?

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