Los altavoces que estaban justo frente al grupo comenzaron a emitir algo. Era como un silbido agudo, casi imperceptible, que quizá llevara un buen rato flotando en el ambiente sin que nadie lo hubiese percibido. Después, mientras las arañas eléctricas se multiplicaban extendiéndose por todas partes y los equipos electrónicos parpadeaban dando las primeras señales de sobrecarga, aquel silbido se transformó en un zumbido constante. Todo ocurrió al tiempo que la mesa de invocación que tenían frente al grupo, y que Sheila y Daniel vigilaban sin descanso, comenzara a exhalar una columna de humo verdoso que se disparó hacia el techo. Un instante después, como si todo obedeciera a una meticulosa coreografía, unos soplidos secuenciados, rítmicos, surgieron de los bailes dejando a los armenios hechizados y a Martin, su padre y sus dos colegas, como en éxtasis.
Iossssummmm… Oemaaaa…
– ¡Funciona! -exclamó Ellen, entre risas nerviosas, mirando a los ángeles.
Hasdaaaaeeee… Oemaaa…
– ¡Funciona!
Seis metros por encima de sus cabezas, Tom Jenkins y Nick Allen no necesitaron decirse nada para saber que ése era el momento que habían estado esperando.
Con tiento, vigilando de reojo la escena y evitando interferir el ascenso de la nube verde, se descolgaron por una torrentera cercana a la entrada del glaciar. Nadie detectó su presencia. Jenkins fue el primero en tocar suelo y lo hizo con el pulso desbocado. Si tenían suerte, pensó, sería cuestión de un minuto que llegaran al armario que atesoraba la artillería. Allen, un tipo que lo doblaba en envergadura y que, pese a su edad, estaba mucho más preparado para situaciones de combate que él, se arrastró por el borde más occidental de la pared de hielo y encontró refugio tras varios contenedores metálicos. Estaba a sólo cinco pasos de Haci y a unos siete u ocho de las armas. Si aquellos insectos luminosos continuaban hipnotizándolos no le sería demasiado difícil alcanzar su objetivo.
Pero cuando iba a recorrer el último tramo, un destello lo retrasó.
Fue un brillo. Apenas un golpe de luz en la pared que le recordó algo que hubiera preferido olvidar hacía años. El aire se estaba enrareciendo igual que aquella vez, en 1999, junto al cráter de Hallaҫ.
El coronel no pudo evitar un escalofrío.
Cuatro pequeñas formas sinuosas relampaguearon entonces en la pared misma del Arca.
«¡Los símbolos!»
Y el viejo pánico que había experimentado años atrás, tan cerca de allí, en compañía de Martin Faber y de Artemi Dujok, comenzó a nublarle la vista. No quería pensar en la Gloria de Dios.
«Otra vez no.»
Pero Allen era un soldado. Así que, haciendo acopio de toda su disciplina militar, se concentró en completar su misión.
Con todo el ímpetu que fue capaz de reunir, el coronel atravesó la zona descubierta que lo separaba de la armería y, antes de que tuviese tiempo de calcular su siguiente movimiento, la abrió examinando su contenido. Varios fusiles de asalto M16 mejorados, como los que emplean las tropas de asalto de los Estados Unidos, descansaban alineados sobre sus culatas. Sin titubear, armó los dos primeros, les acopió sus respectivos cargadores, se echó uno al hombro como reserva y se preparó para lanzarse contra los hombres de Dujok.
«Esta vez esa cosa no me encontrará desarmado», se dijo para ganar fuerza.
En esa fracción insignificante de tiempo, los decibelios que bombeaban los altavoces conectados al casco de Julia aumentaron de forma exponencial. El tono de las notas largas - Iossssummmm… Oemaaaa… Hasdaaaaeeee… Oemaaa… - se tornó más agudo. Y con una sincronización perfecta, uno tras otro, en una secuencia pavorosa, como de temporizador, los glifos comenzaron a iluminarse y oscurecerse alternativamente.
Allen no vio aquello. O no quiso. Con todo, al pivotar sobre sí mismo con sus armas cargadas, sus ojos se encontraron con otro espectáculo difícil de digerir.
Las siete personas que formaban el grupo a neutralizar habían mutado de repente.
Las arañas eléctricas se habían abalanzado sobre ellos, cubriendo sus cuerpos con una red de pequeñas descargas que los hacían refulgir como el cobre.
El más anciano tenía los brazos elevados hacia el Arca, mientras que los que estaban armados habían dejado caer sus ametralladoras. Waasfi, el lugarteniente de Dujok, pareció mirarlo a través de su prisión chisporroteante, sin mostrar emoción alguna por su presencia.
No espero más. Antes de que empezaran a estallar los focos que tenían aquellos tipos a sus espaldas, el coronel se abalanzó sobre Ellen Watson. Una lengua de centellas lamió en el acto el lugar que había dejado libre. Jenkins tuvo el acierto de recogerla al vuelo y empujarla hasta más allá del laboratorio, a un área fuera del alcance de aquellas cosas. La mujer trastabilló y cayó al suelo, rodando junto a su compañero. No todo fue malo. El agudo pinchazo que notó en su tobillo izquierdo la ayudó a salir de su ensimismamiento.
– ¡Tom! -chilló-. ¡Eres tú…!
Sus ojos azules parecieron enfocarlo al fin.
– ¡Dios, Ellen! -La zarandeó-. ¡Pensé que te habían hecho algo!
– ¿Dónde está Julia? -balbució-. ¡Tiene las piedras! ¡Quitádselas!
Jenkins se dio cuenta de que su compañera estaba aún en estado de shock. Su ansiedad tal vez fuera el efecto secundario de su exposición al fuerte campo magnético circundante. Estaban a cinco mil metros de altura y la lluvia solar debía de haberla impactado de pleno.
– ¿Y Martin Faber?-insistió Ellen, con la mirada aún algo perdida-. Esto… ¡Esto es una trampa suya!
Tom buscó a Martin. Pese a que sólo lo había visto en el vídeo de su secuestro, enseguida lo reconoció entre el grupo. Estaba a unos cinco metros de él, en pie, tieso como una estatua, recorrido de arriba abajo por las chispas que lo habían iniciado todo. Su intención era sacarlo de allí, pero Jenkins no se atrevió a tocarlo. Estaba preso en una especie de red de alto voltaje que lo mantenía vivo y, sin embargo, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Sólo las notas que radiaban los altavoces parecían importar a aquella especie de zombi. Las cuatro seguían subiendo y bajando de intensidad como si alguien las hubiera programado en un bucle infinito. Iossssummmm… Oemaaaa… Hasdaaaaeeee… Oemaaa. Cada vez que se reiniciaban algo más estallaba en cualquier parte del glaciar. Quedaban ya muy pocos focos intactos. Los ordenadores habían dejado de funcionar y las telecomunicaciones que hacía sólo unos minutos conectaban aquella cumbre con la red global de satélites se habían desintegrado.
Sorprendentemente, sólo tres personas parecían inmunes a aquella especie de llamada: el coronel Allen, su compañera Ellen Watson y él.
A Julia no podía verla. La corriente la mantenía envuelta como a los demás. Parecía que se la había tragado un gusano gigante. Un insecto del que partían incontables filamentos eléctricos que reptaban hasta el resto del grupo y los mantenían fuera de juego, pero unidos como por un cordón umbilical de alto voltaje.
– ¿Qué diablos está pasando aquí?
El grito de Nick lo obligó a aparcar su repaso de la situación.
– ¡A los ángeles les está ocurriendo algo serio…! -La voz de Ellen apenas logró hacerse oír sobre el zumbido reinante. Tom dudó. Su compañera estaba lánguida, como si quisiera dormirse.
– ¿Ángeles? Dios mío. ¿Te encuentras bien, Ellen?
– Eso le dijeron a Julia, Tom -asintió sin ganas de darle explicaciones-. Esos tipos… son todos descendientes de ángeles caídos que quieren llamar a casa. Aprovechan la energía de la tormenta solar para…
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