P. Cast - Diosa Por Derecho

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Aunque Morrigan fue concebida en medio de una mentira, y estuvo atrapada en un árbol durante toda su gestación, su nacimiento fue verdaderamente mágico. Después de aquel comienzo, pasó
los siguientes dieciocho años de su vida como cualquier chica normal de Oklahoma. Cuando descubrió la verdad de su origen, la rabia y la pena se apoderaron de ella y la llevaron de vuelta al mundo de Partholon. Pero allí, en vez de ser respetada como hija de la encarnación de una diosa, Morrigan se sintió como una intrusa rechazada. En su desesperación por formar parte de Partholon, se enfrentará a fuerzas que no podía comprender ni controlar por entero. Y pronto empezaría a sufrir el acecho de una extraña oscuridad…

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– Sí, cuando estaba explorando las Cuevas. Estaba en la sala del mármol, con la piedra que tú tienes que tallar para la escultura de la tumba de Myrna.

– Entonces, encontró la piedra.

– Sí, y estaba bien cuando yo lo dejé.

Kegan la miró con extrañeza.

– Por supuesto que sí -dijo. Después se volvió de nuevo hacia Perth-. ¿Qué heridas tiene?

– Se ha golpeado la cabeza y tiene la pierna rota. Pero una de las piedras de ónice lo ha destripado.

– ¿Sobrevivirá? -preguntó Kegan.

– Creo que su insistencia en que nadie lo mueva hasta que tú estés allí responde esa pregunta.

Morrigan vio que a Kegan se le tensaba la mandíbula.

– ¡Más deprisa! -ordenó, y Perth y él echaron a correr.

Birkita no podía seguir su ritmo, así que Morrigan se quedó atrás para acompañar a la Sacerdotisa. Tenía un nudo frío en el estómago, pero intentó expresar con palabras el miedo sin nombre que la atenazaba.

– Birkita, ¿a qué se refería Perth cuando ha dicho que el hecho de que Kai llamara a Kegan respondía a la pregunta de si iba a sobrevivir o no?

Birkita habló entre jadeos.

– Kegan puede ayudar a Kai a pasar al Otro Mundo.

Morrigan quería hacerle más preguntas a Birkita, pero ya habían llegado a la entrada de la sala de ónice. Birkita precedió a Morrigan hacia el interior, que estaba atestado de gente. Todo el mundo se había arremolinado alrededor de la pared que tenía las piedras más grandes y más afiladas de todas. Morrigan tomó de la mano a Birkita y las dos juntas se aproximaron al grupo.

Morrigan estaba respirando profundamente para mantener la calma, cuando el olor la asaltó. Era el olor espeso y metálico de la sangre fresca, mezclado con otro repugnante, como de diarrea. Morrigan, entre náuseas, comenzó a respirar por la boca, mientras intentaba atisbar a Kai por encima de las cabezas de la gente. Se dio cuenta de que había unos picos de ónice que estaban húmedos, y sintió el sabor de la bilis. Si no hubiera estado agarrada a la mano de Birkita, habría salido corriendo de la sala.

«Valor… el Maestro de la Piedra ha encontrado su destino, simplemente…». Aquellas palabras resonaron en su mente casi al mismo tiempo que Birkita le susurraba:

– Animo, hija.

Morrigan apartó la mirada de las piedras manchadas de sangre, y la primera persona a la que vio realmente fue Shayla. La Señora de los Sidethas estaba inmóvil, con la espalda pegada a la pared de ónice, con las mejillas llenas de lágrimas mientras miraba al hombre que yacía a sus pies. Morrigan sintió pena por ella. Shayla estaba devastada. Tal vez amara de verdad a Kai. Entonces, vio a Kegan. Estaba de rodillas, inclinado sobre Kai, y a su lado había una mujer que a Morrigan le resultaba vagamente familiar. Debía de ser la Sanadora de los Sidethas. Junto a ellos había dos mujeres más jóvenes que le entregaban los instrumentos y las vendas cuando la doctora se los pedía. Por fin, Morrigan permitió que su mirada descendiera más.

Kai estaba tendido boca arriba, con la cabeza vendada y el cuerpo cubierto con una manta. Tanto la venda de la cabeza como la manta estaban manchadas de sangre, y Kai estaba pálido. Lo que era peor, estaba de color grisáceo y tenía los labios abiertos. Respiraba entrecortadamente, y sus ojos estaban cerrados.

Morrigan observó que Kegan lo tomaba de la mano. El centauro inclinó la cabeza sobre el Maestro de la Piedra y comenzó a pronunciar unas palabras que parecían el mismo lenguaje que había usado para invocar el Cambio. Entonces, Kai abrió de repente los ojos. Morrigan se asombró al oír que su voz tenía un sonido normal.

– Todavía no. Todavía no, amigo mío.

Kegan interrumpió su cántico al instante, y se acercó más a Kai.

– Me has pedido que viniera. Cuando estés preparado para comenzar tu viaje a las praderas de Epona, sólo tienes que asentir. Yo te guiaré, mi viejo amigo.

– Tienes que escucharme, Kegan.

– Estoy a tu lado, Kai.

– Ella está contaminada por la oscuridad.

Morrigan sintió las palabras de Kai como si fueran un cuchillo que le atravesaba el pecho. Se soltó de la mano de Birkita y dio un paso hacia delante.

– Kai, no lo entiendo, ¿quién está contaminada por la oscuridad?

Kai miró a su alrededor hasta que encontró a Morrigan.

– ¡Ella!

Su grito sonó extrañamente fuerte, y Morrigan se estremeció.

– La Portadora de la Luz lleva la oscuridad dentro.

Morrigan comenzó a negar con la cabeza. Sabía que Kegan la estaba mirando con asombro, y sabía que la multitud estaba murmurando sobre ella. Sin embargo, sólo podía mirar a Kai.

– ¡No! ¡Yo no! No soy como ella. Mi abuelo me dijo que no soy como ella. Yo no estoy llena de oscuridad.

– Eres tan joven… -dijo el Maestro de la Piedra compasivamente, con el rostro crispado de dolor-. Tu ego te ciega. Pero la oscuridad está allí -siguió diciendo Kai, y con la mano ensangrentada, señaló a Morrigan-. Deberías volver al lugar del que has venido, y llevarte la oscuridad contigo.

«El dolor lo engaña. No permitas que robe tu derecho de nacimiento».

– ¡No! -exclamó Morrigan-. Yo soy la Portadora de la Luz. Mi sitio está aquí -dijo, y comenzó a retroceder, a alejarse de Kai.

– Debes quedarte, Sacerdotisa -le dijo Birkita con firmeza-. Tu tarea es ayudar al Maestro de la Piedra en su viaje hacia las praderas de Epona, junto al Sumo Chamán.

– Ayúdalo tú. Él piensa que tengo que marcharme -replicó Morrigan.

Entonces, se zafó de la mano de Birkita y salió corriendo de la sala. No miró atrás. No podía. No quería ver la duda y el disgusto en la cara de Kegan, y la decepción en la de Birkita.

Morrigan no tenía ni idea de adónde iba. La verdad era que no le importaba. Lo único que sabía era que tenía que alejarse de su mirada, de la de Kai, de la de Kegan, de la de Birkita, de la de Shayla. De la de todos.

Seguramente, debería salir de la cueva para respirar aire puro. Sin embargo, cuando recuperó la calma se encontró en su propia habitación. Se acurrucó en la cama y se agarró las rodillas con las manos temblorosas. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Qué le había pasado a Kai?

Brina apartó con la nariz la cortina de cuero de la entrada y subió a la cama de un salto. Con un sollozo de alivio, Morrigan la abrazó.

– Yo no he tenido nada que ver con la muerte de Kai. Ni siquiera estaba en las Cuevas.

«Coraje, preciosa…».

– ¡No! -exclamó ella, y en un gesto inútil, se tapó los oídos con las manos-. ¡No quiero oír más voces! No quiero tener que preguntarme si estoy oyendo a una diosa o a un demonio. ¿No puedes dejarme en paz para que encaje en algún sitio? ¿No puedes dejar que sea normal, para variar?

Brina le acarició la cara con la nariz, y Morrigan se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas. Se las secó con una esquina del vestido. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Se volvería contra ella Birkita? ¿Y Kegan? Morrigan le dio un beso a Brina y apoyó la mejilla contra el calor del lince.

– Él dijo que estaba hecho para amarme. Me pregunto si sigue pensando lo mismo -susurró. Y, durante un instante, también se preguntó si podría encontrar el camino de vuelta a Oklahoma a través de la piedra de cristal.

Poco a poco, el agotamiento fue venciendo a Morrigan, y con Brina acurrucada a su lado, se quedó dormida.

Soñó que había vuelto a Oklahoma. Era uno de aquellos días de otoño que a ella siempre le habían encantado, porque el calor asfixiante del verano dejaba paso a la brisa fresca del norte. Las hojas del enorme roble del jardín empezaban a cambiar de color. Morrigan estaba sentada en una de las sillas de metal que había en el patio, con un vaso de té dulce de la abuela. Respiró profundamente y percibió el olor de las asclepias del abuelo. ¡Era tan maravilloso estar en casa!

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