«Huir no es la respuesta, hija».
Morrigan miró a su derecha. Estaba sentada en una de las otras dos sillas de metal. Lo primero que pensó Morrigan fue que era increíblemente bella. Lo segundo, era que nunca hubiera confundido a Rhiannon con Shannon. Las dos mujeres tenían la misma figura y la misma cara, pero ella nunca había visto aquella expresión en los cientos de fotografías de Shannon que le habían enseñado sus abuelos, aquella mezcla de tristeza y ternura.
– Eres mi madre.
La sonrisa de Rhiannon fue de alegría, pero tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Sí, soy yo.
– ¿Es cierto esto? ¿Estás en mi sueño, o eres una invención mía?
– Algunas veces, nuestros sueños son la parte más real de nuestra vida.
– Eso no parece ni un «sí» ni un «no».
– Las cosas más importantes de la vida no se pueden responder con un «sí» o un «no». Son más complicadas.
– Dímelo a mí. En este momento, mi vida es tan complicada que ni siquiera la entiendo, y no sé qué hacer al respecto.
– Sabrás lo que tienes que hacer. Cuando llegue el momento de hacer una elección, entenderás lo que debes hacer -dijo Rhiannon.
– ¿Qué significa eso? ¿No puedes ayudarme de verdad? ¿No puedes decirme lo que tengo que hacer?
– Yo no puedo tomar decisiones por ti. Nadie puede hacerlo. Sin embargo, puedo decirte que la experiencia me ha enseñado que las decisiones tomadas por emociones negativas como la ira, los celos o el miedo son equivocaciones. En vez de eso, confía en el amor, en la lealtad y en el honor. Confía en ti misma, hija, y encontrarás a la diosa en tu interior. Ella te guiará hacia la verdad.
– ¿Y tú no puedes ayudarme?
– Yo siempre te he ayudado, Morrigan -dijo Rhiannon, y le acarició la mejilla a su hija-. Y siempre lo haré…
El cuerpo de Rhiannon comenzó a desvanecerse.
– ¡No, espera! ¡Tengo un millón de preguntas que hacerte!
Rhiannon sonrió.
– Confía en el amor, y recuerda que huir no es la respuesta. No lo fue para mí, y no lo es para ti.
Morrigan abrió los ojos y, automáticamente, posó los dedos en la pared de la cueva.
– Encendeos, por favor.
«¡Te oímos, Portadora de la Luz!».
Cuando se iluminaron las estalactitas, Morrigan se tumbó boca arriba y comenzó a acariciar al lince, que seguía acurrucada a su lado, mientras observaba la belleza que ella misma era capaz de invocar. ¿Podría hacer algo así si estuviera poseída por el mal? No, no lo creía. Tenía la esperanza de que no fuera cierto. Morrigan pensó en su sueño. Le había parecido absolutamente real, pero no estaba en Oklahoma. ¿Significaba eso que su madre tampoco estaba allí?
Para ella, la salida más fácil sería volver junto a la piedra de selenita e intentar hallar la forma de volver a Oklahoma.
«Huir no es la respuesta, hija». Aquellas palabras no se las susurró el viento, ni aparecieron en su mente. Provenían de su memoria. Así pues, si huir no era la respuesta, ¿cuál era? Rhiannon, o su subconsciente, o fuera lo que fuera, le había dicho que no tomara decisiones basadas en emociones negativas, sino que confiara en el amor, en la lealtad y en el honor. Sin embargo, era más fácil decir aquello que hacerlo.
Aunque tal vez no fuera tan difícil. Debería confiar en el amor. Si Kegan sentía de verdad algo por ella, si de verdad estaban hechos el uno para el otro, entonces él sería el amor en el que iba a confiar. Era un Sumo Chamán, y podría darle un buen consejo sobre lo que estaba ocurriendo.
La lealtad estaba representada por Birkita. Como la abuela, Birkita era completamente leal, aunque aquello no fuera siempre algo bueno. Morrigan se prometió a sí misma que, si Birkita todavía quería tener algo que ver con ella, dejaría de enfadarse cuando la Sacerdotisa le dijera algo que no quería escuchar. Escucharía a Birkita. Elegiría la lealtad por encima de la ira. Y elegiría el amor por encima del miedo. Si ellos dos se lo permitían.
Morrigan pensó en el honor. Si las otras dos emociones estaban simbolizadas por dos personas, entonces sería lógico pensar que el honor también lo estaba. Bueno, el abuelo no estaba allí, así que él no podía llenar aquel hueco. Desafortunadamente, Morrigan pensó en Kai. Hasta que la había tocado y había empezado a decir cosas horribles sobre ella, Morrigan habría pensado que él representaba el honor. Estupendo. ¿Y si era él, y ahora estaba muerto?
Morrigan escondió la cara contra el costado de Brina , intentando calmarse con la presencia cálida del felino.
Miedo… no. Iba a elegir el amor, no el miedo. Se concentró en Kegan, pero no pensó en la última vez que lo había visto, arrodillado junto a Kai, y mirándola con los ojos muy abiertos y una expresión indescifrable. Pensó en cómo lo había visto cuando hacían el amor, y en lo nervioso y vulnerable que estaba. Morrigan había tenido la impresión de que estaba muy enamorado. Distraídamente, pasó el brazo por encima de la cabeza y posó la mano en la pared de la cueva. Con todas las cosas que habían ocurrido desde aquel momento, ni siquiera había tenido ocasión de pensar en Kegan, ni tampoco en el sexo.
¡Ya no era virgen! Y todo había sido… Morrigan suspiró. Kegan había estado asombroso. Ojalá estuviera con ella en aquel momento, y que no hubiera ocurrido aquel accidente espantoso. Quería verlo, estar a su lado, que él le asegurara que todo lo que le había dicho era cierto. Que de verdad estaban hechos el uno para el otro.
«El Maestro Escultor está en su aposento».
Las palabras le llegaron de los cristales, a través de los dedos, y entraron en su alma. Morrigan parpadeó de la sorpresa, y se incorporó bruscamente. Apretó las manos con firmeza en la pared y preguntó:
– ¿Podéis guiarme hasta Kegan?
«¡Sí, Portadora de la Luz!».
Con un cosquilleo de nerviosismo en el estómago, ella dijo:
– Entonces, llevadme a verlo, por favor.
Era tarde y, afortunadamente, Morrigan se encontró con pocas personas mientras los cristales la guiaban por el laberinto de túneles. No supo si la miraban, ni cómo lo hacían; mantuvo los ojos fijos en las paredes de la cueva. Llegó hasta la parte de las cuevas que estaba reservada para los huéspedes, moviéndose rápida y silenciosamente hasta que el hilo de luz de los cristales terminó, junto a una gruesa cortina de cuero que tapaba una puerta arqueada. Morrigan vaciló. Ahora que estaba allí, no sabía qué hacer. Y tenía un nudo en el estómago.
Hubiera sido mejor si hubiera podido tocar la puerta, o llamar al timbre. Y mucho mejor todavía si hubiera podido enviarle un mensaje a través del móvil. Sin embargo, ninguna de aquellas dos cosas era posible. Tendría que llamarlo, decir algo. ¿Y si él le gritaba y le decía que se fuera? Eso sería horrible. Bueno, lo único que podía hacer era entrar. Morrigan apartó la cortina y asomó la cabeza por la puerta.
Sólo había un brasero encendido en toda la cámara, y la única columna de mármol en bruto que se erguía con imponencia en mitad del espacio absorbía su luz, de manera que su superficie parecía luminosa. Morrigan reconoció aquel mármol al instante; era la piedra que Kai había seleccionado para la tumba de Myrna.
Kegan estaba de espaldas a ella y de frente al mármol. Tenía las manos apoyadas en la piedra, y la cabeza inclinada, y los hombros hundidos, como si estuviera soportando un gran peso. Morrigan entró silenciosamente en la habitación, sin saber si debía carraspear o tan sólo pronunciar su nombre.
– Sé que estás ahí -dijo Kegan, sin mirarla. Su voz sonó ahogada, ronca.
Morrigan dio un respingo.
– No quería espiarte, ni nada. Es que… No sabía si querrías verme, así que he entrado porque no quería oírte diciendo que me fuera.
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