Kegan se irguió. Lentamente, apartó las manos del mármol y se volvió hacia ella. Morrigan se dio cuenta enseguida de que había llorado, y automáticamente se dirigió hacia él con una mano extendida. Sin embargo, como no era capaz de descifrar la expresión de su rostro, se detuvo antes de tocarlo y bajó el brazo.
– ¿Acaso no has creído nada de lo que te he dicho hoy?
Las palabras de Kegan le dieron un poco de esperanza, pero su expresión era tan remota que ella no sabía si tocarlo.
– Creo que entonces lo decías de verdad, pero después de todo lo que ha pasado, no sé si sigues pensando lo mismo.
– Kai ha muerto.
Aquellas palabras oprimieron a Morrigan como si tuvieran peso de verdad.
– Lo siento muchísimo, Kegan.
– ¿Sabes por qué estaba llorando?
– Porque estás muy triste por Kai… -dijo ella, y después miró la columna de mármol-. Y también por Myrna.
– Estaba llorando porque, cuando he tocado el mármol y he visto la imagen de lady Myrna en su interior, me ha recordado a ti, y no podía soportar que hubieras huido de mí.
– Yo no he huido de ti. He huido de lo que Kai estaba diciendo sobre mí.
– Tendrías que haberte quedado. Podríamos haberlo soportado juntos.
– ¿Pero tú no piensas que soy mala? -preguntó Morrigan, temblando.
– Por supuesto que no -respondió él con enfado-. ¿Cómo puedes pensar que yo creo eso?
– ¿Y lo que dijo Kai?
– A lo mejor deberías contarme lo que ocurrió entre vosotros dos hoy.
Morrigan miró a Kegan a los ojos, y tomó una decisión: confiaría en el amor.
– Creo que lo que tengo que hacer es contártelo todo, y así, a lo mejor, podrás ayudarme a entender lo que nos pasó a Kai y a mí hoy.
– Primero ven aquí, mi amor. Si no te acaricio pronto, me voy a volver loco.
Con un sollozo, Morrigan se lanzó a sus brazos, y se vio envuelta en su calor y su olor. Amarlo no arreglaba las cosas, no cambiaba las cosas. Se estrechó contra él para protegerse en su solidez. Y, por primera vez, empezó a creer de verdad que estaban hechos el uno para el otro. Kegan le besó la cabeza, y ella sintió su respiración cálida en la piel cuando él empezó a hablar.
– Si la diosa nos hizo el uno para el otro, eso significa que uno de los dos no puede salir corriendo cada vez que las cosas se pongan difíciles.
– Bueno, el hecho de que yo esté llena de oscuridad no es precisamente lo mismo que el síndrome premenstrual.
– ¿El síndrome premenstrual?
Morrigan se echó a reír contra su pecho.
– No importa. Digamos que el mal absoluto y el mal humor no son exactamente lo mismo.
– Tú no estás llena de oscuridad, y yo ya sé que puedes ser muy gruñona.
Morrigan alzó la cabeza para poder verlo.
– No soy gruñona, ¿y cómo sabes que no estoy llena de oscuridad?
Kegan le tomó la cara entre las manos.
– Estás llena de luz, Morrigan, no de oscuridad.
Morrigan lo miró a los ojos. Quería creer lo que él le decía. Y tal vez pudiera creerlo, pero sólo después de que Kegan supiera toda la verdad.
– Necesito que nos sentemos, y te contaré toda la verdad sobre mí. Toda.
Él no hizo ninguna broma, ni intentó quitarle importancia a lo que ella había dicho. Asintió solemnemente y la besó. Después señaló las sillas que había en la habitación, con un gesto de la cabeza, y dijo:
– Siéntate en la que quieras. Yo prefiero pasearme.
– ¿Vas a pasearte de un lado a otro?
– Pienso mejor cuando me estoy moviendo. Ya te acostumbrarás.
Kegan le sirvió una copa de agua y se la entregó. Ella bebió con ganas, y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca. Después, carraspeó y comenzó a contar su historia.
– Primero quiero que sepas que he detestado tener que mentir, y que he contado la verdad hasta donde me ha sido posible.
– Parece que te has visto obligada a mentir.
– Creo que sí. Incluso Birkita pensaba que era lo único que podíamos hacer, y yo estaba de acuerdo con ella.
– ¿Birkita sabe la verdad?
– Casi toda la verdad.
– Cuéntamela -dijo Kegan.
Así que Morrigan se lo contó todo, desde su nacimiento hasta el día en que descubrió sus poderes en las Cuevas de Alabastro. Le dijo la verdad sobre su padre y su madre, y sobre sus abuelos, que no eran en realidad sus abuelos, y le contó que ellos le habían dicho la verdad sobre todo aquello la misma noche en que ella se había asustado y se había escapado a las cuevas. Ésa fue una de las dos veces que él la interrumpió.
– ¡Por el Cáliz Sagrado! Entonces tú eres de verdad la hija de la Elegida de Epona.
A Morrigan le pareció que él se había quedado muy pálido, pero asintió.
– Sí. Soy hija de Rhiannon MacCallan. De la verdadera Rhiannon MacCallan.
Él se inclinó sobre la mesa de la habitación y se sirvió un poco de vino con las manos temblorosas. Cuando la miró de nuevo, parecía que estaba muy impresionado, pero sonrió, y volvió a hablar con una voz tan llena de alegría que consiguió, por un instante, ahuyentar el horror de lo que había sucedido aquel día.
– Fui creado para amarte, Morrigan MacCallan, Suma Sacerdotisa y Elegida de la Diosa -dijo.
Después echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas.
– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?
Él se acercó a ella y la besó.
– Yo soy lo divertido. Algún día te contaré las cosas tan ridículas que decía antes de conocerte, y te doy mi palabra de que te permitiré que me reprendas por ellas, incluso cuando seamos viejos.
– No entiendo nada de lo que dices -respondió Morrigan, pero sonrió sin poder evitarlo mientras continuaba contándole su historia.
Con el eco de las palabras de su madre en la cabeza, le explicó aquella noche final. Le contó cómo había hecho que los espíritus de los cristales se alumbraran, y que Kyle la había encontrado en aquel momento, y le habló de la pasión que habían descubierto juntos. Hasta que sus abuelos, y más concretamente su abuelo, los habían interrumpido.
En aquel momento, Kegan dejó de pasearse de un lado a otro y volvió a intervenir.
– Creo que me caería muy bien tu abuelo -dijo.
– Bueno, él aprecia mucho a los buenos caballos -respondió Morrigan.
Kegan resopló.
– De todos modos, poco después de que llegaran mis abuelos, hubo un derrumbe en las cuevas.
– Ese derrumbe… ¡así es como murió Kyle! ¿Y tus abuelos? ¿Murieron también?
– No, no, no creo -respondió Morrigan, agarrándose las manos en el regazo, con fuerza. Había empezado a temblar. No podía pensar en aquello-. Mis abuelos no murieron. Salieron. Yo los obligué a que salieran. Ellos pensaban que yo los estaba siguiendo, pero no lo hice. Sabía que no podía salir de la cueva así -dijo. Entonces alzó la vista y miró a Kegan a los ojos-. Kyle, en cambio, no quiso dejarme. Intenté mandarlo al exterior, pero no me hizo caso. Murió por mi culpa.
– Fue decisión suya, Morrigan, no tuya -replicó Kegan.
– Prométeme que tú nunca tomarás una decisión parecida.
– No pienso hacer semejante promesa.
– ¡Prométemelo! -le gritó ella-. Kyle murió por mi culpa. Myrna murió ese mismo día. Kai ha muerto hoy. No creo que pueda soportar el hecho de ir dejando un rastro de muerte allá por donde pase. Entonces sí huiría, me marcharía muy lejos, donde no pudiera ser la causa de más muertes.
Entonces, él se acercó a ella y la tomó de la mano.
– ¿Te acuerdas de que te he dicho que Epona crea compañeros centauros para las Sumas Sacerdotisas? Y tú crees que yo fui hecho para ti, ¿verdad?
Morrigan asintió.
– Una Suma Sacerdotisa necesita un compañero centauro porque quien esté a su lado tiene que ser más que un hombre -añadió él, y le lanzó una sonrisa deslumbrante-. ¿No te he demostrado ya que soy mucho más que un hombre? No te vas a poder librar de mí tan fácilmente.
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