P. Cast - Diosa Por Derecho

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Aunque Morrigan fue concebida en medio de una mentira, y estuvo atrapada en un árbol durante toda su gestación, su nacimiento fue verdaderamente mágico. Después de aquel comienzo, pasó
los siguientes dieciocho años de su vida como cualquier chica normal de Oklahoma. Cuando descubrió la verdad de su origen, la rabia y la pena se apoderaron de ella y la llevaron de vuelta al mundo de Partholon. Pero allí, en vez de ser respetada como hija de la encarnación de una diosa, Morrigan se sintió como una intrusa rechazada. En su desesperación por formar parte de Partholon, se enfrentará a fuerzas que no podía comprender ni controlar por entero. Y pronto empezaría a sufrir el acecho de una extraña oscuridad…

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– ¡Enciéndete!

De su mano surgió una llama fuerte, segura, que hizo que Morrigan riera de placer y se volviera hacia Kegan:

– ¡Mira lo que soy capaz de hacer!

– Nunca había visto nada parecido. Nunca había visto nada como tú -dijo Kegan.

La estaba devorando con la mirada, y todo el calor, la alegría y la emoción que Morrigan sentía se convirtieron en pasión pura. El centauro leyó bien el cambio que se produjo en ella y comenzó a acercársele.

– Eres luz y llamas, tan bella, que es difícil no mirarte. Podrías iluminar cualquier oscuridad, Morrigan.

Se quedó frente a ella. Morrigan extinguió la llama de su palma con un movimiento de la muñeca, y se inclinó hacia él para abrazarlo. El deseo ardía con tanta fuerza en su cuerpo que tuvo que calmar la respiración antes de hablar.

– Quiero que me beses y que me hagas el amor mientras estoy ardiendo así.

Con un gemido, Kegan se inclinó para atrapar su boca, pero fue Morrigan quien se convirtió en perseguidora. Lo acogió con una pasión que ardía como los cristales que los rodeaban. Kegan la tomó en brazos, y cuando Morrigan advirtió que iba a llevarla así hasta la orilla, le pidió:

– No, por favor. Ponme de nuevo a tu espalda.

Sin decir una palabra, él cambió su posición y colocó a Morrigan sobre su espalda para que pudiera cabalgar a horcajadas. Ella lo rodeó con los brazos y ciñó su cuerpo vibrante contra el de Kegan, el pecho, los muslos, el centro de sí misma, mientras exploraba la columna fuerte de su cuello con los labios y los dientes.

– Tu cuerpo es tan cálido que parece que estás ardiendo -gimió Kegan.

– ¿Es demasiado? ¿Te hago daño? -le preguntó ella sin aliento.

– ¡No, no! No pares.

Kegan salió del agua y recorrió la corta distancia hasta la loma donde habían dejado la cesta. Levantó a Morrigan de su espalda sin separarse de ella, y devoró su boca. Cuando se apartó, ella hizo un sonido de frustración e intentó abrazarlo de nuevo.

– Espera, debo experimentar el Cambio.

Lo que él le estaba diciendo consiguió aplacar el deseo de la mente de Morrigan, y ella asintió temblorosamente.

– De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?

– Debes permanecer muy callada, aunque te asuste lo que veas.

– Pero…

– ¿Confías en mí?

Morrigan no titubeó.

– Sí.

Kegan le dio un beso breve y fuerte, y después, se alejó varios pasos de ella. Con el fondo del atardecer, Morrigan vio la silueta de Kegan dibujada por la niebla y las piedras doradas y brillantes, mientras él inclinaba la cabeza y comenzaba a cantar. Hablaba en voz baja, y en un lenguaje que ella no entendía, pero sí sentía el poder de aquellas palabras rozándole la piel. Sin dejar de entonar aquel cántico, Kegan comenzó a elevar los brazos, y a Morrigan le pareció que su piel comenzaba a vibrar de una manera extraña, con unos movimientos demasiado rápidos como para que sus ojos pudieran detectarlos, y entonces, la vibración se hizo brillante, tan brillante que Morrigan sólo podía mirarlo a la cara. Tuvo que taparse la boca con la mano para que no se le escapara un grito al advertir su expresión de agonía. Y entonces, el cuerpo de Kegan estalló en luz.

Morrigan pestañeó para intentar disipar los puntos blancos de sus ojos. Quería llamar a Kegan, pero todavía estaba demasiado asustada como para hacer algo.

– Ahora puedes hablar -dijo Kegan, entre bocanadas de aire.

A Morrigan se le aclaró la visión, y entonces vio a Kegan, que estaba desnudo, salvo por el chaleco de cuero que llevaba, y arrodillado. Tenía la cabeza inclinada y estaba apoyado en uno de los brazos, y temblaba violentamente. Morrigan se acercó rápidamente a él, se arrodilló a su lado y comenzó a apartarle el pelo húmedo de la cara.

– ¡Oh, Kegan! ¿Estás bien? ¡Me has dado un susto de muerte!

Él la miró con una sonrisa.

– Cuesta un poco acostumbrarse al Cambio.

– ¡Y que lo digas! Ha sido horrible. Te ha hecho daño.

– Sí. Duele -dijo él.

Su sonrisa aumentó, y su respiración fue recuperando el ritmo normal. Se puso en pie, temblando sólo un poco, y la tomó en sus brazos.

– Deberías haberme dicho que dolía tanto -le dijo Morrigan, mientras posaba las manos suavemente en su pecho, casi con miedo de tocarlo.

– No estaba pensando en el dolor cuando decidí cambiar.

Morrigan cabeceó.

– Bueno, pues yo lo pensaré la próxima vez.

– Y a mí me alegra que haya una próxima vez.

Kegan se inclinó para besarla brevemente, y después, la tomó de la mano y caminó lentamente, con ella, hasta el lugar en el que habían dejado la cesta. Sin pudor alguno, se quitó el chaleco y abrió la cesta, de la que sacó una manta. Mientras la extendía por el suelo, Morrigan se llenó los ojos de él. Le gustó absolutamente todo lo que vio, pero estaba empezando a ponerse nerviosa. Muy nerviosa.

– ¿Paso la inspección?

– Sí -dijo ella rápidamente, al darse cuenta de que él había estado allí plantado, desnudo, observando cómo ella lo observaba.

– Bien. Me alegro de que te agrade cómo soy en mi figura humana.

– También me gustas en tu forma de centauro -respondió ella, muy en serio. Era muy guapo, de cualquier forma.

– Bien -repitió él, sonriendo lentamente-. ¿Puedo pedirte un favor?

Morrigan asintió.

Kegan señaló a las Salinas, y Morrigan siguió su mano con la mirada. Los cristales seguían brillando, pero no con la misma fuerza que antes. El cielo se estaba apagando, y la niebla le confería a todo un aspecto irreal.

– Haz que se iluminen de nuevo.

Morrigan miró desde las Salinas a Kegan.

– ¿Quieres que vuelva hasta allí?

– No, quiero que te quedes aquí conmigo.

– Pero no puedo hacer eso desde aquí.

– Yo creo que sí.

Caminó hasta donde la loma comenzaba a descender, y le tendió la mano.

Morrigan se acercó a él, y dejó que la girara para que estuviera mirando hacia los cristales, que resplandecían suavemente. El se quedó tras ella, con las manos posadas en sus hombros. Se inclinó, y su respiración cálida le hizo cosquillas en la oreja, consiguiendo que temblara de pasión.

– Diles que vuelvan a encenderse. Te oirán.

– No sé. Está muy lejos.

– Sí, están lejos, pero tú sigues estando conectada a los espíritus. Siente el suelo bajo tus pies. En algún lugar, por debajo de nosotros, están las Cuevas de los Sidethas, y en allí están tus cristales. Ellos te conectarán con los cristales de la Llanura de Sal. Concéntrate, Portadora de la Luz. Llámalos. Los espíritus te responderán.

«Usa tu poder…».

Aquellas palabras le llenaron la mente. Morrigan se concentró en el suelo, igual que se había concentrado antes, cuando estaba sobre la piedra de cristal. En aquella ocasión sintió más lejos, alcanzó más distancia… ¡Sí! Pronto tuvo una respuesta en forma de oleada de sensaciones que se elevaba de la tierra. «¡Portadora de la Luz! Te oímos». Era débil, pero era la voz jubilosa de los espíritus de los cristales de las Cuevas. Sonriendo, Morrigan elevó los brazos y gritó.

– ¡Iluminad las Salinas por mí!

Jadeó al sentir el poder de la luz que fluía a través de ella, y las piedras de cristal del lago se iluminaron otra vez, con aquella luz parecida a la del sol.

– Sabía que podías hacerlo. Eres mi fuego, mi brillo -dijo Kegan, con la voz entrecortada de deseo.

Morrigan apartó la vista de las piedras brillantes y se giró en sus brazos. No tuvo que mirarse la piel para saber que estaba brillando. La luz que tenía en su interior latía con su sangre, la calentaba y la llenaba de pasión. Al cuerno la virginidad. El nerviosismo de Morrigan se deshizo con el calor de su necesidad. Besó a Kegan largamente, con fuerza, de manera exigente. Entonces se separó de él y se acercó a la manta. Kegan la siguió. Morrigan lo supo sin mirarlo. Sentía su cuerpo masculino como si fuera una extensión del suyo propio. Sin darse la vuelta, Morrigan se quitó el vestido y lo dejó caer en una pila de tela, a sus pies. Cuando se volvió a mirar a Kegan, estaba completamente desnuda.

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