Morrigan se ocupó arreglándose el vestido, dando gracias por no llevar una de sus minifaldas vaqueras.
– Agárrate fuerte. El descenso es empinado -dijo Kegan, mientras recogía la cesta y comenzaba a moverse.
– ¿Que me agarre a qué? No hay…
Morrigan se atragantó con las palabras cuando él pasó el borde de la cuesta y comenzó a deslizarse hacia abajo. Sin saber qué hacer, lo rodeó con los brazos e intentó no caerse mientras miraba por encima de su hombro. Sin que su paso vacilara, Kegan miró hacia atrás, hacia ella, y sonrió.
«Es un granuja, tal y como me dijo Birkita», pensó Morrigan. Aunque a ella no le importaba demasiado…
– No ha estado tan mal, ¿verdad?
Una vez pasada la empinada cuesta, Morrigan se las había arreglado para dejar de abrazarlo. Iba muy erguida, intentando dar la apariencia de que estaba relajada, con las manos descansando ligeramente sobre los hombros desnudos de Kegan. En realidad, sentía cada centímetro donde se encontraban sus cuerpos, el de ella, íntimamente pegado al de él.
– Oh, sí, estupendo. Aunque hubiera preferido tener una silla -murmuró.
Kegan se rió y la miró por encima de su hombro.
– Tú no necesitas silla. Tienes un asiento precioso -dijo él, y el brillo de sus ojos le dio a aquellas palabras un claro doble sentido, que Morrigan prefirió pasar por alto.
– Voy a tener un asiento dolorido si no me bajo de aquí. ¿Falta mucho para llegar? Ya casi está atardeciendo.
– Está detrás de ese pequeño montículo -le aseguró Kegan.
Kegan ascendió la colina, y cuando salieron del bosquecillo de pinos que acababan de atravesar, se encontraron con una vasta extensión de agua salpicada de piedras enormes y puntiagudas.
– Ya hemos llegado. Deja que te ayude.
Kegan se giró hacia atrás y volvió a tomarla por la cintura para dejarla en el suelo, a su lado. Ella sonrió cuando él hizo un gesto de evidente reticencia a soltarla.
– Seguramente te he resultado pesada -dijo Morrigan, que se sentía nerviosa.
Él sonrió.
– Me has resultado perfecta.
– Bueno, ¿te doy las gracias o te hago unas caricias?
Su sonrisa aumentó.
– Creo que me gustarían ambas cosas.
– Veamos cómo te comportas en el viaje de vuelta. No quiero recompensarte tan rápidamente.
Kegan se rió.
– Ya veo que vas a ser uno de esos jinetes difíciles.
– Oh, así que sólo soy una de tantas. ¿A cuántas mujeres has llevado?
Él todavía estaba sonriendo, pero sus ojos tenían una mirada seria.
– He llevado a muchas mujeres, pero todas se han convertido en sombras del pasado, sin ningún interés, en comparación contigo, Portadora de la Luz.
– ¿Incluso Myrna? -preguntó Morrigan, sin poder contenerse.
– Incluso ella -dijo Kegan, y señaló hacia las Salinas-. Será mejor que bajemos al nivel del lago, celosa, o te perderás la puesta de sol.
Morrigan iba a decir que ella no estaba celosa, pero reprimió la mentira. En vez de hablar, hizo acopio de dignidad y caminó hasta el borde de la colina.
– ¡Vaya! Resulta más increíble desde aquí cerca.
– Entonces, vamos a acercarnos más -dijo Kegan, y después de dejar la cesta en el suelo, la tomó de la mano. Ambos descendieron por el terraplén hasta que llegaron al nivel de las Salinas.
Morrigan olfateó el aire.
– Huele como el mar, menos los peces.
– Es demasiado salino para tener peces. ¿Ves que incluso las plantas dejan de crecer a bastantes metros de la orilla?
Ella asintió, pero no estaba prestando demasiada atención. Su atención estaba centrada en las piedras de cristal que sobresalían de la superficie del agua. El sol estaba empezando a tocar el cielo del oeste, a su izquierda, y el color azul del cielo se estaba volviendo de los colores apasionados del atardecer: fucsia, azafrán y oro. Cuando el sol tocaba las enormes piedras, las encendía con los colores de la tarde.
– Quiero ir allí -dijo ella, que estaba a punto de saltar de emoción.
– Vuestros deseos, mi señora, son mis órdenes.
En aquella ocasión, cuando Kegan abrió los brazos, Morrigan se acercó sin titubear a él, y se colocó con más elegancia sobre su lomo ahora que ya no estaba concentrada en su azoramiento.
– ¡Allí! -dijo, señalando hacia una piedra de cristal que tenía la parte superior plana y era lo suficientemente ancha como para ponerse de pie sobre ella-. Llévame hasta aquélla.
El centauro entró al lago rompiendo la superficie del agua, y con facilidad, se dirigió hacia la piedra, que estaba a varios metros de la orilla. Morrigan se dio cuenta de que era mucho menos profundo de lo que parecía. Algunas veces, el agua apenas cubría los cascos de Kegan.
– Supongo que podría haber venido andando. Tenías razón, no es nada profundo.
Él sonrió.
– Y se te habrían estropeado esas sandalias tan bonitas. Además, a mí me gusta tener una excusa para llevarte a la espalda.
Ella le empujó el hombro y frunció el ceño, en broma.
– Ponme en esa piedra de ahí.
– Como tú digas.
Y, sin permitir que se le mojaran ni siquiera las puntas de los dedos del pie, Kegan la levantó de su lomo y la colocó sobre la piedra.
En cuanto Morrigan tocó la parte superior del cristal, lo sintió. El poder. Latía desde la piedra. Ella se agachó y posó las manos contra la superficie, y susurró:
– ¿Me conocéis?
«Te conocemos, Portadora de la Luz».
Al igual que en la cueva, la respuesta provenía de los cristales y atravesaba su piel y sus nervios, los músculos y la sangre de sus manos, y se abría paso, como una corriente, hacia su cuerpo.
– ¿Te reconocen los cristales? -le preguntó Kegan.
– ¡Sí! Me conocen. Es un poco distinto a lo que ocurre en el interior de la cueva. Aquí parece el eco de un sonido, no es tan intenso como allí. Pero me llaman Portadora de la Luz.
– Entonces, tal vez deberías pedirles que se iluminen -dijo Kegan. Después, dio varios pasos hacia atrás, como si quisiera dejarle espacio-. El momento es perfecto. El sol se está poniendo ahora.
Morrigan se puso en pie y se volvió. El sol estaba cayendo lentamente hacia el horizonte del oeste, lanzando más colores como llamas en el cielo. Desde la parte de las Salinas que ya quedaba a la sombra estaba empezando a surgir un poco de niebla, blanca y diáfana. De repente, aquel cielo brillante y la belleza de la niebla y el agua le recordaron a Oklahoma, y a muchos atardeceres gloriosos que había visto con sus abuelos. Morrigan tuvo una aguda sensación de nostalgia.
«Aquél era el lugar donde naciste, pero nunca fue tu mundo», le dijo la voz insistente de su cabeza, que sonaba más claramente y con más fuerza de lo que nunca hubiera sonado en Partholon.
«Que ames el lugar en el que has nacido no significa que denigres tu nuevo hogar…».
Morrigan dio un respingo al oír aquella otra voz, que el viento le llevaba como un susurro. Era raro que llevara tanto tiempo sin oírla. Entonces, agitó la cabeza y respiró profundamente. No. No quería escuchar ninguna voz. Ella no necesitaba aferrarse a susurros para encontrar su camino. Era una Portadora de la Luz, la Suma Sacerdotisa y la Elegida de la Diosa.
Morrigan alzó los brazos.
– ¡Espíritus del cristal, me llamáis Portadora de la Luz, así que os pido que me deis luz!
«¡Portadora de la Luz!».
El título resonó de una manera sobrenatural a su alrededor, a medida que las piedras de cristal respondían a su llamada y resplandecían. Y, mientras las piedras emitían una luz dorada que parecía vencer a los rayos del sol de poniente, Morrigan sintió que el poder la invadía. Era como si la luz estuviera atravesándole el cuerpo y llenándola de calor, sensaciones y alegría. Estiró los brazos para mirar cómo le brillaba la piel. Era como si fuera de cristal y se hubiera vuelto de carne y fuego. Y entonces, por capricho, puso la palma de la mano hacia arriba y dijo:
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