– Pero ¿cómo va a creer eso, pese a lo que haya podido sentir cuando me tocó? Mis abuelos me dijeron que Shannon era la Elegida de Epona de verdad. Tú misma me lo has dicho. Todo el mundo lo cree. Lo han creído desde antes de que yo naciera. No puedo creer que sólo el hecho de tocarme la mano haya conseguido que Kai se lo cuestione.
– Tal vez hayas malinterpretado su expresión. Puede que, al haber nacido en un mundo distinto, él haya percibido algo raro en ti, algo indeterminado que no entendió, y que le sorprendió.
– Supongo que tienes razón -contestó Morrigan, aunque con dudas-. No sé lo que ocurrió entre nosotros, pero creo que lo más inteligente es que lo evite en la medida de lo posible. De todos modos, ¿no va a marcharse pronto? Ya ha encontrado el mármol de Myrna, y yo le he ayudado a encontrar el mármol para el banco de Caliope. No tiene ningún motivo para permanecer aquí.
– A menudo, Kai viene a las Cuevas con varios encargos, así que no sería raro que se quedara.
– Sobre todo, si quiere vigilarme.
– Sí -dijo Birkita.
– Así que se lo pondré difícil, y entonces se marchará.
– Esperemos que no le cuente a lady Rhea nada sobre ti.
Morrigan se mordió el labio. Después dijo:
– ¿Y eso sería realmente tan espantoso? Entiendo que sería malo que todo el mundo supiera quién soy y comenzara a preguntarse si la Elegida de Epona es realmente la Elegida de Epona. Sin embargo, ¿y si sólo se enterara Shannon? ¿Sería tan malo que averiguara que estoy aquí?
– No sé lo que es perder a una hija, así que me resulta difícil contestar a eso, pero creo que para ella sería un gran dolor descubrirte tan poco después de la muerte de lady Myrna.
Morrigan tuvo que luchar contra el resentimiento que le produjeron las palabras de Birkita.
– Bueno, por lo menos eso significa que Kai no va a salir corriendo a contárselo.
– Vamos a resolver cosa por cosa.
– Así que voy a evitar a Kai.
– ¿Y vas a conocer mejor a Kegan?
– Hoy tengo una cita con él, para ir a ver las Salinas al atardecer.
– ¿El atardecer? Casi ha llegado ya.
– Oh, vaya. He perdido la noción del tiempo. Ayúdame a prepararme, por favor. ¿Y podrías pedirle a una de las Sacerdotisas que vaya a buscar a Kegan, para que puedas decirle que se reúna conmigo a la salida de la cueva?
– Por supuesto, hija.
Birkita la ayudó a elegir una preciosa tela que tenía el color violeta de los atardeceres, y la envolvió con ella hasta que, al llegar al hombro, prendió el extremo con un broche de oro. Después le puso un cinturón dorado alrededor de su esbelta cintura. Morrigan eligió unas sandalias, también doradas, que se ataban a las pantorrillas con unas cintas. Cuando estuvo arreglada, Birkita le dio un beso y salió apresuradamente para que Kegan recibiera el mensaje. Morrigan se miró una vez más al espejo y pensó que, con aquel atuendo, parecía de verdad una diosa, lo cual la ayudó a calmar los nervios mientras recorría el camino hasta la salida de la cueva. Iba a salir con un tipo que era mitad caballo.
Kegan ya estaba allí cuando llegó, y de nuevo, llevaba una cesta grande en las manos. Morrigan lo vio antes de que él la viera a ella, y tuvo tiempo de detenerse, respirar profundamente y pasarse los dedos entre el pelo por enésima vez. También lo vio darse la vuelta al oír que ella se acercaba, y observó la mirada de apreciación de sus preciosos ojos.
– Mi señora, vuestro acompañante os espera -dijo Kegan, con una sonrisa cálida, mientras le hacía una reverencia con una floritura.
– Gracias, amable señor -respondió ella, y le devolvió la reverencia-. Eh, ¿qué hay en la cesta?
– Birkita me ha dicho que te has pasado el día explorando las Cuevas, pero no me ha dicho nada de que hayas explorado las cocinas. He pensado que de nuevo, te habías quedado sin comer.
– Estás tomando la costumbre de darme de comer.
– Ésa sería una costumbre mucho más agradable que la mayoría.
– ¿De veras? -preguntó Morrigan, mientras caminaban juntos para salir de la cueva-. ¿Acaso tienes costumbres desagradables?
– Bueno, admito que me colaba en la cocina de mi casa por las noches. Muy a menudo. Mi madre me decía que esa costumbre me iba a causar pesadillas, pero hasta el momento no ha ocurrido.
– Creo que a mí me haría engordar -dijo Morrigan.
– Pues hoy me alegro de que no tengas la costumbre de comer por las noches. Eso haría que la siguiente parte de la velada fuera mucho menos agradable.
Ya habían salido de la cueva, y estaban a pocos metros de la abertura. Morrigan lo miró con una expresión exageradamente virginal, pudorosa y casta.
– ¡Oh, Dios mío! No querrás decir que piensas que me vas a ver desnuda, ¿verdad? Porque te diré que tal vez yo no sea de ese tipo de chicas.
Él sonrió, con una chispa de diversión en los ojos.
– Aunque la posibilidad de verte desnuda es fascinante, y admito que no ha estado lejos de mi mente durante el día de hoy, no era eso a lo que me refería.
– ¿Eh?
– El sol no se ha puesto todavía, pero no falta mucho. Si quieres que lleguemos a las Salinas antes del atardecer, tenemos que darnos pisa.
– Muy bien. Vamos.
Kegan sonrió.
– Me refiero a que debemos darnos mucha más prisa de la que tú puedes darte con esas preciosas piernas humanas.
– Así que necesito montar a… -Morrigan comenzó a mirar a su alrededor, en busca de un caballo. Entonces, lo entendió, y abrió unos ojos como platos-. ¡Tengo que montarte a ti!
Kegan sonrió y asintió.
– A mí, sí.
– Oh, vaya, entonces esta mañana no estabas bromeando cuando me dijiste que serías mi acompañante y mi montura.
– No estaba bromeando.
Morrigan miró su lomo, alto, y sin silla de montar.
– Yo… no sé…
Kegan, que obviamente estaba pasándolo muy bien, arqueó una ceja.
– ¿Es que no sabes montar?
– Por supuesto que sí.
– Bueno, no importa que no tengas experiencia. Necesito muy pocas indicaciones.
– Mira, listillo, eso no es lo que me preocupa, y soy una jinete experimentada, aunque admito que mi experiencia con los centauros es limitada.
– ¿A mí?
– Pues sí, limitada exclusivamente a ti.
– Exclusivamente a mí… -dijo Kegan. Se acercó a Morrigan, la tomó de la mano, y dijo-: Me gusta cómo suena eso, y te doy mi palabra de que seré dócil contigo.
– No tengo forma de subir hasta ahí -dijo ella, señalando su espalda equina-. No llevas silla, ni nada, y no hay estribos.
Kegan se echó a reír.
– Yo puedo ayudarte a montar, no te preocupes.
Morrigan notó que se ruborizaba, muy a su pesar.
– Llevo vestido.
– Ya lo veo. Es un vestido muy bonito.
Ella suspiró.
– Gracias. Pero no llevo ropa adecuada para montar, precisamente.
– Tal vez no lleves ropa adecuada para montar a caballo, pero estás perfectamente vestida para montar a un centauro que te adora.
Morrigan notó un pequeño cosquilleo en el estómago.
– Y ése eres tú.
– Ése soy yo -repitió él-. Vamos -dijo Kegan. Abrió los brazos hacia ella, y sonrió-. A menos que tengas miedo.
– No, no tengo miedo -dijo ella automáticamente.
– Pues entonces, debemos irnos ya. No vamos a llegar a tiempo.
– De acuerdo.
– Entonces, ven aquí.
Morrigan entró en el círculo de sus brazos, y él le puso una mano a cada lado de la cintura.
– ¿Lista?
– Sí -respondió ella, aunque no fuera cierto.
Y entonces, a Morrigan se le escapó un jadeo. Kegan la levantó del suelo como si no pesara nada, giró la cintura y la colocó sin ceremonias sobre su lomo.
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