– Son bellísimos -dijo ella, con una sonrisa-. Bueno, me voy para que continúes con tu trabajo. Disculpa, pero no sé tu nombre.
– Arland, mi señora -respondió él, y le hizo una reverencia.
– Bueno, Arland, me alegro de conocerte.
– Y yo a vos, Portadora de la Luz.
Ella ya estaba agachando la cabeza para salir por la puerta arqueada y baja de la sala de las amatistas, cuando oyó que Arland la llamaba.
– ¿Mi señora?
Morrigan lo miró.
– Algunos pensamos que la diosa nos ha bendecido de verdad con vuestra presencia.
A Morrigan le dio un salto de alegría el corazón.
– Gracias, Arland -dijo. Después añadió impulsivamente-: Y que Adsagsona te bendiga por tu bondad.
Él todavía tenía la cabeza inclinada cuando ella salió al túnel. Se sentía mucho mejor que cuando había comenzado la exploración, y continuó casi a saltos por el camino que le marcaban los cristales. Estaba un poco mejor preparada para la belleza que encontró en la siguiente sala, pero de todos modos se quedó embobada mirando los cristales de color topacio que se volvían blancos en la base, y que estaban incrustados por todas las paredes y el techo. Le resultaban familiares, pero Morrigan no conseguía nombrarlos, así que posó una mano en la piedra.
«Citrino». El nombre le vino cuando lo acarició con las yemas de los dedos, y Morrigan sonrió de placer.
– Gracias -les dijo a las piedras resplandecientes.
En la siguiente sala había varios hombres rompiendo cuidadosamente pedazos de piedra de aspecto peligroso, de un color negro tan oscuro que, al entrar en la sala, daba la impresión de entrar en una boca sin fondo, llena de dientes letales. «Ónice»… le dijeron los espíritus de la piedra, y Morrigan se arrepintió de haber pensado algo siniestro de aquella bellísima piedra oscura. Pasó las manos por aquellas gemas irregulares mientras estudiaba los matices de color, que aparecían al mirar con más atención. Sin embargo, los hombres de aquella sala no eran amables como Arland, así que Morrigan decidió salir.
A los pocos instantes se encontró con Brina, que estaba en una pequeña rampa de bajada. Era como si estuviera esperando a Morrigan. Ella le acarició el lomo y las orejas, y la gran gata se arqueó de placer y se puso a ronronear.
Con Brina a su lado, Morrigan siguió el rastro que le marcaban los cristales con su luz, hasta una cámara que estaba llena de cuarzo del color del humo, y después a otra en la que descubrió esmeraldas.
Finalmente, los cristales la condujeron a una sala en la que, nada más entrar, Morrigan percibió algo diferente. Era un espacio enorme, y sus paredes no estaban llenas de cristales ni de gemas. Allí, los muros eran de un magnífico color mantequilla, con remolinos de color crema. Por el suelo había grandes pedazos de piedra amarilla, algunos de ellos, más altos que la propia Morrigan. Estaba a punto de posar la mano en uno de ellos cuando oyó un sonido que le llamó la atención.
Había un hombre, de rodillas, frente a una alta columna de piedra. Tenía las dos manos apoyadas contra el lateral de la columna, y la cabeza inclinada, como si estuviera rezando. Para no interrumpirlo, Morrigan se habría retirado silenciosamente de allí, pero Brina, que no había mostrado ningún interés por los otros trabajadores a quienes se habían encontrado, se dirigió directamente hacia el hombre y comenzó a frotarse contra su espalda con languidez. Morrigan oyó que él emitía un sonido ahogado, algo entre carcajada y sollozo.
– Brina, preciosa, ¿cómo sabías que necesitaba compañía justo ahora?
Morrigan se quedó paralizada de repente cuando él, con un gruñido de cansancio, se dio la vuelta para sentarse con la espalda apoyada en la columna de piedra. Estiró el brazo para acariciarle las orejas a Brina, tal y como le gustaba al lince, y fue entonces cuando vio a Morrigan.
– Perdón, no quería molestar -dijo Morrigan, mientras reconocía enseguida a Kai, el Maestro de la Piedra.
Kai le sonrió, como si el hecho de que ella lo hubiera sorprendido de rodillas ante una piedra haciendo algo incomprensible no le avergonzara lo más mínimo.
– No, no molestáis, lady Morrigan. Como le he dicho a Brina , necesitaba compañía.
La curiosidad, y la actitud abierta de Kai, mitigaron la inseguridad de Morrigan, y ella atravesó la enorme cámara para acercarse a él.
– Llámame Morrigan, por favor -decidió que tenía que acabar cuanto antes con los formalismos-. ¿Qué es esa piedra?
Kai alzó la mano por encima de la cabeza, para acariciar la piedra con un gesto casi íntimo.
– Es el mejor mármol de todo Partholon. Y éste -dijo, dándole suaves golpecitos a aquella columna-, es el pedazo que Kegan va a transformar en la estatua de Myrna para su monumento.
Morrigan observó la piedra.
– ¿Cómo sabes que ésta es la pieza exacta?
– Puedo contestar preguntándote cómo has encontrado tú esta cámara.
– Me han guiado los cristales. Les pedí que me enseñaran la cueva. Y aquí estoy.
Kai sonrió.
– Ahí tienes la respuesta a tu pregunta.
– ¿Quieres decir que el mármol te ha guiado a ti también?
– Sí. El mármol me habla, como los espíritus de los cristales te hablan a ti. La diferencia es que, en vez de avivar la luz que hay en los cristales, yo conozco las formas que se esconden en el mármol, las figuras innatas que hay en él, o los deberes que desea desempeñar.
– ¿De veras? Cuéntame más -le pidió Morrigan, mientras rodeaba la columna, mirando hacia arriba.
Kai permaneció sentado, rascándole las orejas a Brina mientras se explicaba.
– Tú ya sabes que los cristales tienen alma. Todo lo que hay en la tierra tiene vida. Y todo tiene un propósito. El espíritu de una cosa conoce su propósito, al contrario que los hombres, que a menudo buscan y buscan, y nunca permanecen quietos el tiempo suficiente como para escucharse a sí mismos y conocer su propósito.
– Así que las piedras te cuentan cuál es su propósito.
– Sí.
– ¿Puedes oír el espíritu de todas las piedras?
– Puedo conectarme a todas las piedras, pero los espíritus del mármol son los más claros. ¿Y tú? ¿Oyes a otros espíritus, o sólo a los cristales sagrados?
Morrigan había completado el círculo y se había quedado frente a Kai.
– No lo sé. No lo había pensado hasta ahora. Las voces de los cristales son tan fuertes que no sé si puedo oír alguna otra cosa.
Él sonrió.
– Los espíritus de las cosas que no se mueven por sí mismas, como las piedras, los árboles o la misma tierra, pueden ser muy intensos.
– Sí, sí. Para mí han sido tan intensos que no se me había ocurrido intentar oír a ningún otro espíritu.
– Creo que deberías intentarlo -dijo Kai. Le rascó por última vez las orejas a Brina y se puso en pie-. Los únicos cristales sagrados que hay en esta cámara son los que están a la entrada, así que no podrán gritar tanto como para ahogar la voz del mármol.
– De acuerdo. Voy a intentarlo -dijo Morrigan.
Comenzó a elevar la mano para posarla sobre el pilar de Kai, pero el Maestro de la Piedra la sorprendió, bloqueándole el camino hasta la piedra.
– Ésta no.
– ¿Por qué no? -preguntó Morrigan, más curiosa que molesta.
– Los espíritus de esta piedra están lamentándose. Saben que su destino es ser esculpidos en la forma de la hija perdida de la Elegida de Epona.
– ¿Están tristes porque van a formar parte de la tumba de Myrna?
– No, no es eso en absoluto. El mármol está satisfecho con su destino. Cuando adopte su forma final, servirá de consuelo para aquéllos que visiten el monumento de lady Myrna. Están llorando por el dolor de lady Rhea. Ella no es sólo la Elegida de Epona. Nació bajo un signo de tierra, así que tiene una fuerte afinidad con la tierra, los árboles y las piedras. Todo Partholon siente su dolor hasta cierto punto. Y sobre todo, la piedra que fue creada para convertirse en la efigie de su hija.
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