Sobre la entrada de la cueva, Morrigan se quedó asombrada por la belleza exuberante y salvaje que la rodeaba.
– Así que esto es Partholon -dijo Morrigan.
Kegan se echó a reír.
– No, Morrigan, esto es el Reino de los Sidethas -respondió él. Después, señaló con el dedo-: ¿Ves aquel contorno verde, a lo lejos, en el sur? Eso es Partholon.
– Bueno, parecen bonitas, pero creo que yo tengo debilidad por esto -dijo Morrigan, e hizo un gesto con los brazos, para abarcar lo que tenía ante sí. El paisaje le recordaba a Oklahoma, pero tenía algunas diferencias: era más grande, más salvaje, como ella imaginaba que sería el Lejano Oeste. Tenía una belleza indómita y poderosa. A su izquierda había unas montañas escarpadas, sin vegetación, de un color rojizo más intenso que el color terroso de los alrededores de la cueva.
– Las Montañas Tier -dijo Kegan-. El Reino de los Sidethas se extiende en túneles bajo la mitad este de las Montañas, pero las Tier se extienden desde aquí hasta el mar. Salvo por el Castillo de la Guardia, que es el puesto de vigilancia del único paso que hay en esas montañas, nadie reclama esas tierras como propias. Tienen una reputación oscura, y es mejor no adentrarse en ellas.
Morrigan sintió una punzada de aprensión.
– Más al este, el Reino de los Sidethas se extiende hasta encontrarse con las inhóspitas Tierras de los Cíclopes.
Morrigan abrió unos ojos como platos.
– ¿Cíclopes?
Kegan se echó a reír.
– ¿Tampoco existen en Oklahoma?
– Sólo en los libros.
– Vienes de un lugar extraño, Morrigan.
– ¿Sabes? Estaba pensando exactamente lo mismo sobre ti -dijo ella. Entonces, él comenzó a protestar, pero ella le hizo un gesto con la mano y continuó-: Me gustaría seguir con el paseo, por favor.
Él sonrió con ironía e hizo una reverencia.
– Tus deseos, órdenes para mí -respondió. Entonces, señaló a las tierras que se extendían ante ellos, por encima de las Cuevas-: Las Salinas están en el Reino de los Sidethas, pero se extienden un poco más allá, hasta las Tierras Yermas, un territorio más inhabitable incluso que las Tierras de los Cíclopes.
Morrigan dio unos cuantos pasos hacia delante. La vista la dejó sin aliento, haciéndole sentirse pequeña, pero al mismo tiempo, conectada a la vasta majestuosidad del paisaje. Desde las montañas en las que estaba la entrada a las Cuevas de los Sidethas, el terreno descendía bruscamente hacia un lago enorme, como de cristal. De él emergían unas piedras en forma de estalagmitas, que tenían un brillo dorado bajo el sol de la mañana.
– ¿Aquello son las Salinas? ¿No es un lago?
– Se podría decir que sí, y a tanta distancia, lo parece, pero no es lo suficientemente profundo como para cubrirte la pantorrilla, y es mucho más salado que el mar.
– ¿Y las piedras son de oro de verdad?
– No, ese color se lo da el sol. En realidad, son del mismo cristal que las cuevas.
Morrigan abrió unos ojos como platos y lo agarró por los brazos en medio de su emoción.
– ¡Los cristales! ¡Mis cristales! ¿Esas enormes piedras son de los mismos cristales que me hablan?
– Sí. Sería magnífico que fuéramos a las Salinas al atardecer y les pidieras que encendieran su luz, ¿no te parece?
– ¡Claro que sí! ¡Kegan, va a ser maravilloso!
Impulsivamente, Morrigan lo abrazó, y al sentir su calor en la piel, recordó también lo maravilloso que había sentido sentir sus labios.
La mirada azul y vibrante de Kegan le dio a entender que él estaba recordando lo mismo.
– Entonces, vayamos hoy mismo, al atardecer -le dijo a Morrigan con una sonrisa atrevida y un tono de juego-: Conmigo, mi señora, tendréis protector y montura a la vez.
Morrigan sonrió.
– ¿Y si necesito protección contra ti?
Él no respondió. Se inclinó hacia ella y la besó, aunque demasiado ligeramente para gusto de Morrigan. Al separarse de Morrigan, Kegan sonrió, porque le había leído el pensamiento, y le pasó el brazo por los hombros con un gesto posesivo mientras iban hacia el lugar donde él había dejado la cesta.
– Tienes que comer algo, y más si vas a llamar a los cristales esta noche.
– Me muero de hambre -dijo Morrigan, y comenzó a sacar las cosas de la cesta. Se detuvo al ver que Kegan flexionaba las patas y se reclinaba frente a ella.
– ¿Diferente de lo que has visto en las páginas de un libro? -le preguntó él, al ver su mirada de curiosidad.
– Muy diferente.
Morrigan se sentó en una piedra, y después le entregó a Kegan un emparedado de beicon frío y queso.
– Mmm… Este queso huele muy bien -dijo, antes de morder su bocadillo.
Comieron durante un rato en silencio, pero Morrigan comenzó a sentirse incómoda. Sin pensarlo mucho, le formuló la primera pregunta que se le pasó por la cabeza.
– Entonces, ¿eres el Sumo Chamán y el Maestro Escultor más joven de Partholon?
– Pues sí. Lady Rhea me nombró Maestro Escultor durante la pasada luna. Hace cinco ciclos de estaciones, bebí del Cáliz, del Pozo de Epona, y acepté los dones de Sumo Chamán.
Morrigan, intrigada por aquel asunto, además de por aquel guapísimo centauro, siguió preguntando.
– ¿Está en Partholon el Pozo de Epona?
– No está en este mundo. Está en el Otro Mundo, en el lugar en el que habitan los dioses y los espíritus.
– ¿Te asustó ir hasta allí?
Kegan sonrió.
– Viajé hasta allí sólo en espíritu, y sí, algunas partes del viaje de un Chamán producen miedo.
– ¿Y qué hace un Sumo Chamán?
– ¿En Oklahoma no tenéis Sumos Chamanes?
– Algo parecido, pero allí es todo muy distinto. Ya sabes… no hay centauros.
Él resopló.
– Pues sí, es diferente. Bueno, yo tengo poderes espirituales. Puedo entrar en el Otro Mundo y encontrar almas destrozadas. Ayudo a alimentar al bien en mi pueblo, y a alejar al mal.
– Entonces, ¿eres como un médico del espíritu?
– Exacto. Pero, como soy el Sumo Chamán más joven de mi pueblo, ejercito tanto mi destreza con la espada como mis habilidades espirituales.
– ¿De verdad? Creía que ibas a decir que practicabas mucho tu destreza para la escultura. Maestro, Escultor, Sumo Chamán, guerrero… Es la parte de guerrero la que no encaja bien en la ecuación.
– Bueno, seguramente porque yo no tenía pensado ser escultor. En realidad, mi talento para la escultura se descubrió a causa de mi deseo de ser guerrero.
– Explícamelo.
– Era pequeño. Tendría unos diez ciclos de estaciones. Como es habitual con los potros, me sentía frustrado por la lentitud con la que mi instructor me enseñaba el manejo de la espada. Yo creía que ya lo sabía todo, y que ya podía dejar la espada de madera y empezar a practicar con una de verdad. Así que aproveché que era hijo del dirigente de mi clan, además de ser el más pequeño.
En aquel momento, Kegan cabeceó con ironía.
– Ahora entiendo que el herrero sólo me estaba siguiendo la corriente debido a mi rango.
Morrigan se echó a reír.
– Parece que los niños centauros son como los niños de Oklahoma. A mí me criaron mis abuelos, y recuerdo que pensaba que los profesores me prestaban una atención especial porque yo era muy lista y muy divertida. Y ahora sé que era porque mi abuelo se convirtió en una leyenda viva después de toda una vida de profesor y entrenador, y todos lo conocían. Lo único que hacían era cuidar a su nieta y seguirme la corriente.
– Pues eso es algo que tenemos en común. Así que el herrero me permitió diseñar mi propia espada de metal. Entonces cometí el error de escuchar a los espíritus del metal, aunque entonces no sabía quiénes eran. Me dijeron cómo querían que fuera la empuñadura, y yo la esculpí. En aquel momento me pareció una cosa facilísima, pero cuando el herrero vio la espada terminada, se la llevó a mi madre. Entonces, mis clases de espadachín fueron sustituidas por clases de escultura. El resto es historia.
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