– Sí, sí, por supuesto -respondió Morrigan.
Birkita miró a su alrededor al entrar en la habitación.
– ¿Estás sola? Me ha parecido oír que hablabas.
Morrigan sonrió con timidez.
– Estaba hablando sola.
Birkita sonrió también, aunque con un poco de preocupación.
– ¿Quieres que vayamos a desayunar?
– Creo… creo que antes quiero decir las plegarias por Myrna. Para mí tiene sentido. Ayer tuve que ayunar para el ritual de la luna llena. Esto no es menos importante.
– Sí, Morrigan -dijo Birkita en tono de aprobación-. Si esperas aquí, iré a llamar a las Sacerdotisas para que vengan a buscarte.
– Avisa también a Kai y a Kegan.
– Muy bien.
Después de que Birkita se marchara, Morrigan se miró en el espejo de la habitación.
– ¿Tienes la más mínima idea de lo que estás haciendo?
«Estás aceptando tu destino…».
Aquellas palabras flotaron a su alrededor en el aire fresco de la cueva. Morrigan intentó percibir la voz de la diosa en ellas, pero lo único de lo que pudo estar totalmente seguro fue del sonido de sus propias dudas.
Morrigan y sus Sacerdotisas se dirigieron a Usgaran para aquel ritual de oración. Las Sacerdotisas llevaban guirnaldas de lavanda y salvia que impregnaban el aire de una fragancia dulce. Había doce en total, y formaron filas de seis frente a Morrigan. Brina caminaba delante de ellas, y entre todas, formaban una procesión silenciosa que se movía en una ola de esencias.
La gran sala Usgaran estaba vacía, salvo por la presencia de Kai, Kegan y Birkita. Los tres estaban frente al Cristal Sagrado. Cuando las Sacerdotisas entraron a la sala, Birkita se acercó a Morrigan y le hizo una respetuosa reverencia. Las Sacerdotisas ocuparon su puesto, seis a cada lado de la piedra de cristal. Después, cada una de ellas se acercó a uno de los braseros que iluminaban la circunferencia de la estancia y prendieron la lavanda y la salvia sobre el fuego. Después de unos momentos, las Sacerdotisas apagaron las guirnaldas soplando suavemente, y volvieron a colocarse junto al Cristal Sagrado, mientras el humo de las hierbas se alzaba en volutas grises a su alrededor.
Morrigan se quedó de nuevo asombrada por la terrible belleza del centauro, y tuvo dificultades para dejar de mirarlo. Kegan parecía joven, era muy guapo y muy exótico, aunque tenía una expresión de tristeza.
Por fin, Morrigan apartó la mirada y se dirigió hacia el enorme Cristal Sagrado, que permanecía oscuro, tal y como ella lo había dejado. Cerró los ojos y se concentró. ¿Qué podía decir para ayudar al alma de Myrna, y para ayudar a todos aquéllos que había dejado atrás? Como su madre, por ejemplo. Shannon. La mujer con la que Morrigan siempre había soñado como si fuera su propia madre, y a la que había echado de menos durante toda la vida. Sintió una súbita punzada de ira y desesperación, y elevó los brazos por encima de la cabeza para comenzar el ritual.
– ¡Adsagsona, te llamo a las alturas! -Hizo una pausa, bajó los brazos y formó una uve con las manos-. Y abajo. Nuestros visitantes, el Maestro Escultor, Kyle y el Maestro de la Piedra, Kai, nos han traído noticias tristes. Myrna, la hija de la Elegida de Epona, ha muerto. Así que las Sacerdotisas y yo te rogamos que ayudes a su alma a encontrar el reino de su diosa, y que también ayudes a quienes dejó atrás. Alivia su pena y su dolor.
Sin abrir los ojos, Morrigan se detuvo, y luchó contra una ráfaga de celos que estuvo a punto de ahogarla. Seguramente en aquel momento, Shannon estaba llorando por la muerte de su hija, de la misma manera que Morrigan había empapado la almohada durante noches interminables durante su niñez, mientras lloraba hasta quedarse dormida, mirando la fotografía de Shannon, anhelando una madre que nunca podría tener. Pero durante todo aquel tiempo, todas aquellas noches, Shannon estaba viva y vivía en Partholon, y quería a su hija verdadera.
Con una intensidad que la hizo temblar, Morrigan deseó que sus abuelos no le hubieran ocultado la verdad. No era justo. Si se lo hubieran dicho, tal vez habría encontrado antes la manera de ir a Partholon, la habría buscado, y habría podido tener una madre, aunque fuera una madre que tuviera que compartir con su reflejo. Después de todo, Myrna estaba muerta, y ella estaba viva. Shannon la querría. Sin embargo, le habían arrebatado aquella elección. La frustración y la ira de Morrigan se encendieron.
La voz de Birkita llenó de repente el silencio que había empezado a hacerse espeso e incómodo en Usgaran.
– Oh, diosa que das el descanso, te agradecemos que guíes el espíritu de lady Myrna hacia las praderas de Epona. Deseamos que ese viaje sea jubiloso para lady Myrna, Hija de la Elegida de Epona y Amada de la Diosa, lady Rhea.
Al principio, Morrigan se había sentido aliviada porque Birkita hubiera continuado con el ritual, pero a medida que la escuchaba, la invadieron otros sentimientos. Birkita sabía que Rhiannon era la madre de Morrigan, y no de Myrna; sabía que lady Rhea era en realidad Shannon, el reflejo de Rhiannon ¡y sin embargo la había nombrado específicamente junto al título! ¿No podía haberla dicho sólo «Elegida de Epona»? ¿Por qué tenía que recordarle a todo el mundo que era «la Amada de la Diosa»? Su madre, la verdadera Rhiannon MacCallan, había desempeñado ese papel durante buena parte de su vida. El abuelo le había dicho que Epona la había perdonado por los errores cometidos antes de que muriera. Birkita debería mostrarle más respeto a Rhiannon. Antes de que la antigua Suma Sacerdotisa pudiera continuar, Morrigan habló, y lo hizo con la ira ardiendo en su interior.
«Sí… tu ira es justa… buena…», susurró una voz en su cabeza.
– Hoy no sólo rezo por Myrna, o por su madre. Rezo por todos aquéllos que han sufrido por su muerte. Todos los que se han entristecido por la injusticia de la situación -dijo Morrigan, hablando apasionadamente. Para ella, las palabras tenían más que un doble sentido. Tenían profundidad y diferentes significados, diferentes niveles de tristeza, dolor y pérdida-. Ayúdanos a encontrar la felicidad en la pena, significado en lo injusto, luz en la oscuridad. Y tal vez podamos ser parte de esa luz en la oscuridad.
La ira que había estado dentro de ella durante tantos años siguió ardiendo. Morrigan abrió los ojos y movió las manos ante sí como si estuviera arrojando todas aquellas emociones al Cristal Sagrado.
– ¡Escuchadme, espíritus de los cristales! ¡Que se haga la luz!
Y no sólo obtuvo la respuesta del cristal de selenita. Todo Usgaran resplandeció con una luz gloriosa.
Morrigan alzó los brazos, deleitándose con la pasión y el poder que vibraban dentro y fuera de ella.
«¡Eso es! ¡Reclama tu poder! ¡Reclama tu destino!».
– Reclamo lo que es mío. Soy la Suma Sacerdotisa y es mi luz la que brilla para todos los que han sido heridos o tratados con injusticia.
«Ya no soy una intrusa, ni una huérfana», añadió silenciosamente para responder a la voz de su mente.
En cuanto lady Morrigan entró a Usgaran, Kegan sintió el repiqueteo de impaciencia de los cristales. La vio aproximarse al Cristal Sagrado y se quedó sorprendido, y también inquieto, por el modo en que ella lo había escrutado. Cuando finalmente, comenzó el ritual, la voz de lady Morrigan era muy apasionada, como si estuviera devastada por la muerte de lady Myrna. Se había emocionado tanto que, durante un momento, no había podido continuar, y había parecido que Birkita había tenido que sustituirla y completar las plegarias por ella.
Entonces, lady Morrigan había empezado a hablar de nuevo, pero con un tono completamente distinto. Su voz estaba llena de ira y tenía una intensidad que estaba más relacionada con una batalla que con un funeral, y cuando abrió los ojos y les ordenó a los cristales que se encendieran, lo hizo con una fiereza que encendía la pasión, la ira y la necesidad, no el lamento y la pérdida.
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