P. Cast - Diosa Por Derecho

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Aunque Morrigan fue concebida en medio de una mentira, y estuvo atrapada en un árbol durante toda su gestación, su nacimiento fue verdaderamente mágico. Después de aquel comienzo, pasó
los siguientes dieciocho años de su vida como cualquier chica normal de Oklahoma. Cuando descubrió la verdad de su origen, la rabia y la pena se apoderaron de ella y la llevaron de vuelta al mundo de Partholon. Pero allí, en vez de ser respetada como hija de la encarnación de una diosa, Morrigan se sintió como una intrusa rechazada. En su desesperación por formar parte de Partholon, se enfrentará a fuerzas que no podía comprender ni controlar por entero. Y pronto empezaría a sufrir el acecho de una extraña oscuridad…

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– No, mi señora. Estáis viva, aunque yo me preocupé por vuestra vida cuando emergisteis por primera vez del Cristal Sagrado…

– No lo entiendo…

Sin embargo, de repente, Morrigan se acordó de que había visto aquella cueva a través de la piedra de selenita, y de que Rhiannon, su madre, la había guiado y había evitado que se ahogara en el líquido arenoso de su interior.

– El Cristal Sagrado. Está en Usgaran.

– La enorme piedra de cristales de selenita -murmuró Morrigan-. Yo… escapé tras ella.

– ¿De qué escapasteis, mi señora?

– Hubo un derrumbe. Yo… habría muerto si no hubiera atravesado la piedra.

Kyle había muerto. Al recordarlo, a Morrigan le temblaron las manos. Birkita se inclinó hacia delante, le dio unas palmaditas y le hizo sonidos reconfortantes para consolarla.

– Pero no sucedió, mi señora. Adsagsona os salvó y os guió a casa, con vuestra gente -dijo Birkita, y le acarició la mejilla con delicadeza, casi con reverencia-. La diosa vino a visitarme en sueños anoche. Adsagsona habló conmigo y me dijo que había elegido a una Portadora de la Luz, y que la conoceríamos porque nacería del Cristal Sagrado. Yo misma presencié vuestro nacimiento, Hija de la Diosa, Portadora de la Luz, Elegida de Adsagsona.

Morrigan tenía un zumbido ensordecedor en los oídos.

– Tengo que ver esa piedra -dijo, y súbitamente, bajó los pies al suelo y se incorporó.

Birkita se apresuró a ayudarla, y Morrigan se alegró de que fuera fuerte, porque tenía la visión borrosa y las rodillas débiles.

– Cuidado, mi señora. Todavía estáis muy débil.

– Estoy bien, estoy bien -dijo Morrigan-. Necesito ver la piedra.

– Por supuesto, mi señora -respondió Birkita.

Después, ayudó a Morrigan a levantarse y la sostuvo durante sus primeros y torpes pasos; la condujo por un túnel que estaba iluminado con una luz blanca, azulada, suave, y que pronto desembocó en una sala que le resultó muy familiar. Era la imagen de la Sala del Campamento, de las Cuevas de Alabastro de Oklahoma. Tenía el mismo techo bajo y el mismo suelo plano, y por uno de los extremos discurría un riachuelo. Sin embargo, en aquel mundo, el suelo estaba cubierto de pieles lujosas y lleno de mujeres que hablaban y se reían. Hasta que vieron a Morrigan y a Birkita.

Morrigan apenas se fijó en las mujeres, ni en los cambios de aquella sala. Todo su ser estaba concentrado en la bella piedra de cristal que descansaba en el centro de la sala, como un enorme huevo mágico. Ella se alejó de Birkita y caminó hacia la piedra, que era exactamente igual que la de Oklahoma, pero sin la luz rosa y chillona. Con un grito de felicidad que sonó muy parecido a un sollozo, Morrigan posó las palmas de las manos en la piedra. La respuesta fue inmediata, y tan fuerte que tuvo la sensación de que había agarrado un cable de electricidad, pero en vez de darle una descarga de dolor, la corriente de poder la estaba llenando, la estaba completando.

«¡Portadora de la Luz!».

– ¡Sí! Soy yo. Te necesito… -balbuceó Morrigan, que no entendía nada más, aparte de aquella necesidad. Afortunadamente, el Cristal la entendió.

«Te oímos, Portadora de la Luz».

La corriente de poder eléctrico cambió, se calentó, aumentó, hasta que, poco a poco, la tirantez que Morrigan tenía en el pecho fue relajándose, y la confusión ensordecedora y el entumecimiento de su cabeza se aclararon. Recuperó la lógica, y supo que Birkita era la imagen de su abuela, al igual que Shannon y Rhiannon eran el reflejo la una de la otra.

Morrigan estaba en Partholon.

Eso la entusiasmaba, la llenaba de alegría, pero también de una profunda tristeza. Morrigan no sabía cómo había conseguido llegar allí, así que tenía pocas posibilidades de saber cómo volver. Eso significaba que nunca iba a volver a ver a sus abuelos, ni a sus amigos, y que no iba a vivir el futuro que había imaginado. Los abuelos estarían devastados. Morrigan cerró los ojos por el dolor que le causaba saber lo tristes que estarían sin ella.

Tal vez supieran que estaba viva en Partholon. Seguramente, lo imaginarían cuando les dijeran que sólo se había encontrado el cuerpo de Kyle en la cueva. Morrigan notó que se le estaban cayendo las lágrimas. Tal vez sintieran un poco de alivio por el hecho de que ella hubiera dejado un mundo al que nunca había pertenecido de verdad, y hubiera encontrado el camino hacia la tierra de su madre y su destino.

«Hija de la Diosa… Portadora de la Luz… Elegida». Aquellos títulos que le había dado Birkita resonaron por su cabeza, y Morrigan comenzó a asimilarlos.

Estaba en Partholon, el mundo de su madre. Ya no era un bicho raro que estaba siempre fuera de lugar. Era la Elegida de la Diosa.

Morrigan estaba en casa.

«¡Sí, Portadora de la Luz! ¡Estás en casa!».

Los espíritus de los cristales cantaron a través de su pie, calentando su cuerpo y su alma.

– Estoy en casa -susurró Morrigan. Entonces, abrió los ojos y miró el cristal que brillaba bajo sus manos-. Estoy en casa -dijo en voz más alta. Después tomó aire y añadió con una sonrisa-: Estoy en casa, ¡así que iluminad toda la cueva para mí!

«¡Te oímos y te obedeceremos con alegría, Portadora de la Luz!».

La piedra resplandeció bajo sus manos, con una luz que tenía la pureza y la belleza de un diamante perfecto. Con una sonrisa, Morrigan levantó los brazos y señaló al techo de la cueva, lleno de cristales.

– ¡Allí arriba también!

Hubo un restallido en el aire, y el techo se iluminó con un brillo cristalino.

– Vaya -susurró Morrigan, mirando todas aquellas piedras brillantes-. Es asombroso.

– ¡Bendita sea la Portadora de la Luz, y bendita sea Adsagsona!

La voz de su abuela, llena de felicidad, sacó a Morrigan de su ensimismamiento. Miró a Birkita, y vio que se había puesto de rodillas. Tenía la cara llena de lágrimas, pero estaba sonriendo con adoración a Morrigan.

– ¡Ave, Portadora de la Luz! -gritó, y todas las mujeres del grupo repitieron sus palabras. También ellas habían caído de rodillas.

Entonces, Morrigan carraspeó, sin saber qué esperaban de ella.

– Eh… bueno, muchas gracias por darme una bienvenida tan agradable -dijo-. Por favor, no tenéis por qué arrodillaros ante mí. Podéis levantaros -añadió rápidamente.

Entonces, percibió un movimiento por el rabillo del ojo, y volvió la cabeza. Vio a un enorme gato que había saltado desde uno de los salientes de la pared y que se estiraba lánguidamente mientras la observaba con sus grandes ojos color ámbar, y con evidente inteligencia.

– ¡Demonios, qué gato más grande! -exclamó Morrigan.

Con una suave carcajada, las mujeres se incorporaron. La abuela… no, Birkita, se corrigió Morrigan mentalmente, le dijo:

– Es Brina, una hembra de lince que vive en la cueva, la mascota de las Sacerdotisas de Adsagsona. No se ha movido de aquí desde que la diosa apareció en mi sueño y me avisó de tu llegada.

Fascinada con la belleza del enorme felino, Morrigan sintió un gran placer cuando el animal se acercó a ella y la olisqueó delicadamente. Como si la encontrara aceptable, el animal comenzó a frotarse contra las piernas de Morrigan, ronroneando suavemente.

– Eres una gatita preciosa, preciosa -la arrulló Morrigan.

El lince era tan grande que ella no tuvo que agacharse para acariciarle la suave piel del lomo. Cuando Morrigan miró a Birkita, vio que estaba sonriendo, como el resto de las mujeres que había en la cueva.

– Creo que le caigo bien.

– Reconoce a la Elegida de la Diosa -dijo Birkita.

Aquellas palabras, «Elegida de la Diosa», le parecieron algo tangible. A Morrigan se le llenaron los ojos de lágrimas.

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