– ¡Te quiero, abuelo! ¡Te quiero, abuela! -gritó-. Siento esto. ¡Lo siento mucho!
La expresión de su abuelo cambió de la preocupación a la desesperación.
– ¡No, Morrigan!
Dio un paso hacia ella, pero se vio obligado a parar porque del techo de la cavidad cayó una piedra enorme que se hizo pedazos en el suelo; provocó una nube de polvo que impidió que Morrigan siguiera viéndolo. Ya no lo veía, pero oía su voz, aunque el estruendo del derrumbe amortiguara sus palabras.
– ¡Morrigan, sal de ahí! No sabes lo que estás haciendo. Cruzar al otro lado no es fácil.
– ¡Morrigan, tenemos que irnos ahora mismo! -le dijo Kyle con urgencia. La tomó del brazo e intentó apartarla de la piedra.
Ella se zafó de su mano y respondió:
– No. Vete tú. Yo me quedo.
– ¡Eso es una locura! -gritó él, y señaló al techo-. Se está cayendo, y te va a matar. ¡No te conozco, pero siento hacia ti algo que nunca había sentido, y no quiero perderte antes de entenderlo!
Ella lo miró a los ojos, e ignorando un horrible sentimiento de desolación, respondió con crueldad y con dureza.
– Tienes razón. No me conoces. ¡Márchate y déjame en paz!
Entonces, canalizó el poder de los cristales y lo empujó. Y se quedó completamente asombrada al ver que él salía disparado a varios metros de distancia.
¡Vaya! ¡Podía hacer lo mismo que Tormenta, de X-Men!
– Márchate, Kyle -dijo con firmeza.
– ¡Morrigan! -volvió a gritar su abuelo.
– ¡Salid de aquí! -respondió ella, elevando la voz por encima del rugido de la caverna.
Kyle se estaba poniendo en pie, mirándola con una mezcla de reverencia y miedo. Sin embargo, parecía que no era capaz de marcharse.
– Morrigan, no me empujes. No quiero separarme de ti -dijo.
Entonces, dio un paso titubeante hacia ella.
Y, con un crujido horrible, el techo que había sobre él se desprendió. Morrigan observó con un espanto silencioso, sin gritar, cómo Kyle quedaba enterrado bajo una avalancha de piedras. Todo su cuerpo se echó a temblar, y no podía apartar los ojos de aquella pila de rocas y polvo. No veía a Kyle, pero sabía que tenía que estar muerto. Oh no, tal vez no lo estuviera. Tal vez debería intentar apartar las piedras. Usaría el poder de los cristales para ayudarlo.
Sin embargo, antes de que separara las manos de la piedra de selenita, las palabras «su corazón ya no late» pasaron desde el cristal a su cuerpo.
Entonces, el suelo comenzó a temblar de nuevo, y la tierra rugió.
«¡Estás en peligro, Portadora de la Luz!», le dijeron los cristales con insistencia.
¿Qué pensaba que estaba haciendo? Aquello no era ningún juego. Había provocado la muerte de un hombre. Tenía que salir de allí. Apartó las manos de la piedra y se dirigió hacia el camino de salida. Sin embargo, las piedras siguieron cayendo y le cortaron la escapada. Tosiendo, sin poder respirar por el polvo cada vez más denso del aire, volvió hacia atrás y cayó sobre la piedra de selenita. La piedra se hundió bajo el peso de su cuerpo.
«Escapa a través de la División, hija. El sacrificio de sangre ya se ha realizado».
Morrigan miró frenéticamente a su alrededor. La voz del viento le parecía demasiado real, como si le perteneciera a alguien que estuviera sentado a su lado. Era la voz de una mujer. La había oído más veces, entre la multitud de voces que poblaban su imaginación, aunque no a menudo. Y no era la única voz que había oído desde que había entrado en la cueva.
Las piedras siguieron cayendo a su alrededor, y Morrigan se quitó las lágrimas y la suciedad de los ojos.
«Debes escapar ya, hija», repitió la voz.
– ¡No te conozco! -sollozó.
«Sí me conoces. Cree en ti misma, y deja que te guíen los cristales».
Morrigan se dio la vuelta y miró la gran piedra, y se abrazó a ella.
– ¡Sácame de aquí! -le pidió.
«Te oímos, Portadora de la Luz…».
Mientras el mundo temblaba y se derrumbaba a su alrededor, Morrigan cayó hacia la masa cálida y suave de la piedra, que la engulló entre líquido y presión. Intentó tomar aire, pero no pudo. Intentó gritar, pero no pudo. Movió los brazos frenéticamente, presa del pánico. ¡Se estaba ahogando!
«Cree en ti misma, hija…».
¡Aquella voz! Morrigan abrió los ojos y se quedó sobrecogida. Frente a ella estaba la mujer cuya cara le había sonreído desde muchas fotografías. Tenía el pelo largo y rojizo, y llevaba una túnica de gasa. Estaba suspendida en el aire, como si flotara en el agua. La sonrisa de aquella mujer no era tan abierta y alegre como la de Shannon, pero era bondadosa, aunque también triste.
«Ven, hija. Te espera tu propio destino. Todavía tienes mucho que hacer».
Rhiannon le tendió la mano. Morrigan se aferró a ella y, de repente, sintió un tirón a través de la presión espesa y sofocante que la rodeaba, y cayó sobre la dureza de un suelo de piedra. No veía nada, y no podía respirar. Con un doloroso jadeo, vomitó la amargura de los pulmones.
Lo último que pensó Morrigan antes de sumirse en la inconsciencia fue que si había visto a su madre, probablemente ella también estaba muerta…
Partholon
Justo antes de que mi vida se desmoronara, yo estaba cepillando a Epi y pensando que aquella mañana fresca sería un momento magnífico para salir a dar un paseo con ella.
– Puede que seamos viejas -le dije a la yegua, que inclinó las orejas color plata hacia atrás para poder escucharme-, pero todavía sabemos disfrutar de un buen paseo matinal. Mis muslos están a la altura de la prueba, ¿y los tuyos, preciosa?
Epi relinchó y se echó hacia atrás para darles un pequeño mordisco a mis pantalones de montar. Yo me eché a reír y le aparté suavemente la cabeza.
– ¡Qué fresca eres! ¡Sobre todo, siendo una anciana…!
– ¡Rhea! ¡Tienes que venir ahora mismo!
Yo fruncí el ceño y me di la vuelta. Entonces vi a Alanna, que se acercaba corriendo al box de Epi. Estaba tan pálida que a mí se me encogió el estómago automáticamente. Supe que ocurría algo muy malo.
Le entregué el cepillo a una de las sirvientas del establo y me despedí de Epi dándole un beso en la nariz. Después salí del box rápidamente para reunirme con Alanna; sin embargo, ella apenas esperó a que yo estuviera a su altura, se dio la vuelta y echó a andar con premura hacia la salida de los establos.
– ¿Qué sucede? -le pregunté.
– Myrna está de parto.
Yo me sentí eufórica y aterrorizada a la vez. El parto debería ser en otoño… Estábamos a mediados de agosto, y yo había ido a visitar a mi hija todos los días al nuevo hogar que había formado con Grant, en las tierras de su familia, que estaban junto al Templo de Epona. Myrna estaba deseando dar a luz a mi nieta, y yo lo entendía. Recordaba bien cómo era estar embarazada de nueve meses, algo que imposibilitaba hacer cualquier cosa con comodidad. Así que aquél debería ser un día de alegría. Sin embargo, Alanna estaba pálida y su expresión era grave.
– ¿Qué ocurre?
Mi amiga no me miró.
– Han traído a Myrna hace unos minutos. Carolan está con ella. Ha enviado a un centauro a avisar a ClanFintan, que está en el campo de entrenamiento de tiro con arco. Yo he venido a buscarte.
La tomé del brazo y la obligué a mirarme mientras caminábamos a toda prisa.
– ¿Algo va mal?
Ella asintió, y yo me di cuenta de que estaba conteniendo las lágrimas.
– Carolan dice que está sangrando demasiado. Dice que… -hizo una pausa, tragó saliva y después continuó-: Dice que se le ha roto algo por dentro.
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