Así que aquél era el verdadero motivo por el que volvía a la cueva. Quería descubrir la verdad sobre su madre, tanto como deseaba descubrir la verdad sobre sí misma.
Morrigan aparcó su viejo coche rojo junto a la señal del Parque Estatal de Las Cuevas de Alabastro, que estaba a un lado de la carretera que llevaba a la tienda de regalos, al merendero y a la entrada principal de la cueva. Sus zapatillas deportivas hicieron crujir la gravilla, pero el cielo era tan grande, que el ruido fue amortiguado por las estrellas. La luna estaba en fase creciente, y asomaba por encima de las copas de los árboles que bordeaban la carretera. Notó la brisa suave y cálida en las mejillas, y sintió alivio al no oír ninguna voz en el viento.
Pasó junto a la cabaña del guardia del parque y por delante de la tienda de regalos, y siguió caminando, como había hecho aquel mismo día, hasta que llegó a las escaleras de piedra. Bajó por ellas y, rápidamente, perdió de vista la luz de la luna. Morrigan rebuscó en su bolso, sacó la linterna y siguió el haz de luz.
Sintió la abertura de la boca de la cueva antes de iluminarla con la linterna. Su aliento fresco le acarició la cara. Morrigan respiró profundamente aquel olor a tierra y se detuvo en la entrada.
Debería tener miedo. Debería estar aterrorizada. Estaba completamente sola, por la noche, fuera de casa, e iba a entrar a una cueva llena de murciélagos.
Sin embargo, la verdad era que se sentía eufórica, lo cual era otra prueba más de su rareza.
Morrigan irguió los hombros y entró en la cueva.
Allí, la oscuridad se hizo completa. Su pequeña linterna sólo era un alfiler en la impresionante negrura, y no podía iluminar más que un diminuto dardo de aquel vasto mundo subterráneo. Pero a Morrigan no le preocupaba la oscuridad; por el contrario, le resultaba calmante.
Como si lo conociera desde siempre, siguió con facilidad el camino que descendía hasta el vientre de la cueva. Cuanto más se adentraba en ella, más relajada se sentía. La tensión que le había atenazado los hombros durante todo el viaje se disipó. La preocupación que sentía por sus abuelos desapareció. La confusión que le creaban las voces del viento se minimizó.
Más tarde, se dio cuenta de que aquella relajación antinatural debería haberle servido de advertencia sobre lo que iba a ocurrir. Entonces sonrió y siguió entrando más y más a la cueva. Cuando llegó a la cavidad que Kyle había denominado la Sala del Campamento, entendió qué era lo que le atraía tanto.
– La piedra de selenita -susurró al iluminar con la linterna aquella piedra cargada de cristales y hacerla brillar como la luna sobre el agua.
Era mucho más bella en aquel momento que iluminada con aquella ridícula luz rosa. Se dirigió hacia ella con decisión, y entonces comenzaron los susurros.
«Sí… acércate a abrazar tu destino».
Morrigan se detuvo en seco y tomó aire profundamente, con enfado.
– No. No, maldita sea. Estoy cansada de que me manejen. Ya ni siquiera sé quién soy. ¿De qué destino estás hablando? ¿Y quién eres?
«Por primera vez en tu vida, sabes quién eres tú, Morrigan, hija de una Suma Sacerdotisa de Partholon».
Morrigan se estremeció al oír aquello.
«Tu herencia es divina, y tienes un poder que excede tu imaginación».
Morrigan se mordió el labio. Un poder que excedía su imaginación. ¡Vaya! Aquello debía de ser mucho poder, porque ella tenía una imaginación amplísima. Sería muy agradable sentir que era capaz de regir su propia vida. ¿Acaso el poder iba a darle aquella habilidad?
«Ven y acepta tu destino, tu futuro, Portadora de la Luz».
Aquel título, Portadora de la Luz… Era lo que le habían llamado los cristales, las mismas paredes de la cueva. Morrigan fijó la mirada en la piedra de selenita. No podía apartarse de ella, y su ansiedad juvenil hizo que olvidara a propósito sus preguntas sin respuesta. Conocer la identidad de aquella voz gentil que la guiaba le parecía mucho menos importante que conocer los secretos que había escondidos dentro de sí misma.
Morrigan sujetó la linterna con la mano izquierda, y posó la palma de la mano derecha en la piedra. La piedra tembló y se calentó. Morrigan dijo:
– Hola. Soy yo, la Portadora de la Luz. He vuelto.
«¡Portadora de la Luz! ¡Te damos la bienvenida!».
Las palabras surgieron de la gran piedra y entraron en su cuerpo a través de la palma de su mano.
– ¡Oh!
«Llama al espíritu de los cristales, tal y como es tu derecho, y ellos te responderán».
Morrigan asintió. Era incapaz de contener más la curiosidad, así que dejó la linterna en el suelo y puso ambas manos sobre la piedra.
– Eh… Soy Morrigan, hija de la Suma Sacerdotisa Rhiannon MacCallan de Partholon, y llamo al espíritu de los cristales.
«¡Te oímos, Portadora de la Luz!».
La superficie de la piedra se onduló. Morrigan sintió un cosquilleo con el calor que fluía de la piedra. Entonces, provocándole una explosión de sensaciones, la piedra se encendió, y no con la luz suave con la que brillaba la selenita cuando Morrigan estaba saliendo por el túnel, sino con una luz resplandeciente, tan brillante y tan blanca que Morrigan vio puntitos blancos.
Con los ojos empañados, Morrigan miró hacia el interior de la piedra, y vio la materia temblando, como cuando el viento soplaba por encima de la superficie de un lago en calma. Parpadeó con fuerza para aclararse los ojos y miró de nuevo hacia el interior de la piedra…
Entonces, exhaló un gran suspiro. A través de aquella enorme piedra de selenita, estaba viendo una cueva que era exactamente igual que aquélla en la que se encontraba, con la única diferencia de que en la otra cueva las paredes estaban adornadas con grabados muy complejos, y con mosaicos que le recordaban el delicado colgante de plata que el abuelo le había comprado a la abuela el año anterior en el Festival Escocés. La cueva que apareció ante sus ojos estaba llena de mujeres. ¿Qué estaba viendo? ¿Qué significaba aquello?
Entonces, el poder la golpeó y Morrigan perdió, con un jadeo, la visión de la otra cueva. Cerró los ojos y respiró profundamente varias veces para intentar controlar el calor blanco que la había inundado. Era como si estuviera conectada a toda la cueva, y no sólo a aquella piedra de luz. Se calmó, abrió los ojos de nuevo y miró hacia arriba. Los cristales de selenita del techo habían empezado a brillar como las estrellas en el cielo nocturno. ¡Ella estaba haciendo aquello! ¡Estaba dándoles vida a los cristales, haciendo que brillaran!
Morrigan se echó a reír de pura alegría. El sonido de felicidad reverberó por las paredes de la cueva.
«¡Regocíjate con el poder de tu herencia!».
– ¡Es increíble! -gritó Morrigan.
Tímidamente, apartó una de las manos de la piedra. Se concentró y la miró fijamente.
– Mantén tu luz -dijo en voz baja, con una voz grave. Después lo pensó mejor y añadió en un tono más engatusador-: Por favor, mantén tu luz.
Después, apartó la otra mano de la piedra.
La selenita se mantuvo encendida con una luz pura, plateada. Morrigan emitió un grito de alegría y se puso a bailar. Alzó las manos por encima de la cabeza, estiró los dedos hacia el techo y se concentró en los cristales superiores.
– ¡Encendeos!
El techo respondió con unos increíbles destellos que a Morrigan le cortaron el aliento.
– ¿Qué demonios pasa aquí?
Morrigan se dio la vuelta y vio a Kyle. Parecía que se había vestido apresuradamente, pues sólo llevaba unos vaqueros y un jersey de la Universidad de Oklahoma, puesto del revés, y tenía el pelo muy revuelto, como si se acabara de despertar. Estaba dentro de la Sala del Campamento, mirándola a ella y mirando los cristales encendidos con los ojos y la boca muy abiertos.
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