– Cariño, mira los cristales -dijo la abuela-. Creo que Morrigan es quien los hace brillar.
Como de costumbre, la abuela era la voz de la razón.
El abuelo, por fin, se dio cuenta de que había algo más en la cueva que Kyle y ella. Observó la Sala del Campamento y lo vio todo, desde los cristales resplandecientes del techo a la gran piedra encendida.
– Selenita -dijo con un gruñido, pensativamente-. Los pioneros usaron lajas de esa piedra para hacer las ventanas de sus casas.
– Sí, señor, exactamente -dijo Kyle.
El abuelo lo miró como si no tuviera sentido común.
– Soy profesor de biología retirado, hijo. Sé más de los ecosistemas de Oklahoma que cualquier profesor que te diera clase en el instituto.
– Señor, yo estoy terminando la carrera. Y el doctorado.
Richard Parker arqueó las cejas.
– No me digas. ¿En qué especialidad?
– Geología.
Morrigan tuvo que contener una sonrisa. Su abuelo estaba doctorado en zoología.
– Ah -refunfuñó-. Entonces debes de tener más de dieciocho años.
– Veintidós, señor. Aprobé con buenas notas los exámenes y estoy haciendo el proyecto final.
– Ya -dijo el abuelo-. Pues deberías tener sentido común y no manosear a mi nieta.
– Querido, Morrigan y los cristales… -le dijo mamá Parker, y le dio un suave codazo.
Él volvió a gruñir, pero se concentró en su nieta.
– Morgie, ¿tú estás haciendo esto?
– Sí, abuelo.
– Ah, ¿entonces has decidido que somos tus abuelos otra vez?
Morrigan se miró los pies.
– Siento haber dicho eso, abuelo -dijo, y miró con timidez a mamá Parker-. Lo siento, abuela.
– ¡Oh, querida, no te preocupes! Sé que eran demasiadas cosas para asimilar de golpe.
– Sí, ha sido demasiado, pero no debería haberlo pagado con vosotros. Vosotros siempre seréis mis abuelos, pase lo que pase.
– Por supuesto que sí, Morgie -dijo el abuelo. Después carraspeó y continuó-: Puedes hacer que brillen los cristales. ¿Qué más puedes hacer?
– Las piedras me hablan. Y yo puedo oírlas.
Mamá Parker asintió pensativamente.
– Tienes afinidad con los espíritus de la tierra. Los druidas celtas y los chamanes nativos americanos han dejado escritos sobre eso.
– Shannon oía a los espíritus de los árboles. La saludaban llamándola Elegida de Epona, y compartían su poder con ella cuando los llamaba -dijo el abuelo.
– A mí me llaman Portadora de la Luz -dijo Morrigan suavemente.
– ¿Te han llamado «Diosa»? ¿Te han saludado como la Elegida?
Morrigan iba a decir que no, pero Kyle la interrumpió.
– ¡Es una diosa! -exclamó-. Si la hubiera visto hace un momento, entendería lo que quiero decir. Le brillaba literalmente la piel.
– Hijo, no es una diosa. Es la hija de la sacerdotisa de una diosa.
«¡No permitas que niegue tu divinidad!», le dijo el viento. Morrigan intentó ignorarlo, pero notó una punzada de ira por las palabras de su abuelo. Se sentía como si le estuviera robando algo que era, o debería ser, suyo.
– Mi madre era más que una sacerdotisa -dijo Morrigan, repitiendo las palabras que se movían en el viento, a su alrededor-. Era la encarnación de Epona, y tenía el poder de la diosa.
Su abuelo frunció el ceño.
– Morrigan, tu madre, Rhiannon, fue la Elegida de Epona y también Suma Sacerdotisa, pero perdió su favor, y los poderes que le había concedido.
– ¿Los perdió, o se los robaron?
Morrigan se oyó a sí misma formulando aquella pregunta con una voz fría y desconocida.
Su abuelo hizo una pausa y la miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Con quién estoy hablando? ¿Con Morrigan o con Rhiannon?
– ¿Es que ya no sabes si soy tu nieta o no? -Morrigan sintió un agudo dolor al pronunciar aquellas palabras. Sin embargo, en vez de lágrimas, sintió ira y tuvo la sensación de haber sido traicionada, y todo aquello formó una marea de amargura en su interior, le provocó un terremoto de emociones por dentro.
– ¡Ah, maldita sea! ¡Claro que sé que eres mi nieta! Sólo quiero que sigas siendo como ella, y no como una extraña locamente sedienta de poder.
Morrigan retrocedió como si la hubieran abofeteado.
– Durante toda la vida me has dicho que no estaba loca. ¿Cómo es que eso ha cambiado de repente?
– Morrigan Christine, yo no he dicho que estuvieras loca.
«Tú no eres ésa…».
– ¿Quién me puso el segundo nombre?
El abuelo pestañeó y se quedó desconcertado.
– Bueno, nosotros, cariño -dijo la abuela.
– Porque era el segundo nombre de Shannon -dijo Morrigan.
– No. Porque Christine es uno de mis nombres favoritos -dijo el abuelo con indignación.
– Mi madre no me lo puso. Yo no me llamo Morrigan Christine Parker. No soy esa chica, y Shannon Christine Parker no es mi madre. Yo me llamo Morrigan MacCallan, y soy hija de Rhiannon MacCallan, Elegida de Epona.
– Ella fue la Elegida, pero negó y traicionó a Epona, así que perdió el puesto -replicó el abuelo con la voz ronca.
– ¿Y cómo sabéis lo que pasó con tanta exactitud?
– Conocimos a Rhiannon. Y conocimos a Shannon. Tendrás que fiarte de nosotros y aceptar que te estamos diciendo la verdad.
Con un gruñido de frustración, Morrigan se dio la vuelta y se apoyó contra la piedra de selenita, intentando consolarse con los ecos de las palabras «Portadora de la Luz», que vibraban contra la palma de su mano. Estaba completamente confusa. Tenía un enredo en la cabeza, un lío de pensamientos y dudas. Su mundo se estaba haciendo añicos.
– ¡Morrigan! ¡Te he preguntado si tú estás haciendo esto!
La voz de Kyle penetró en su mente, y ella le clavó una mirada fulminante. Entonces, se preguntó por qué estaba tan pálido y tenía los ojos tan abiertos y tan oscuros.
– ¿Hacer qué? -le espetó.
– ¿Estás haciendo que retumbe la cueva?
– ¿Qué…?
Entonces, Morrigan miró hacia arriba, justo cuando del techo caía una enorme piedra.
«¡Ten cuidado, Portadora de la Luz! Estás en peligro. Debes marcharte rápidamente».
Y, a través de los cristales, tuvo el presentimiento de que si no salían de allí inmediatamente, todos iban a morir.
– ¡Abuelo! ¡Abuela! ¡Tenéis que marcharos de aquí! -gritó Morrigan.
Racionalmente, sabía que ella debía salir corriendo hacia la salida y llevarse a sus abuelos y a Kyle, pero no podía apartar las manos de la piedra de selenita.
– Morrigan, ¿qué sucede? -preguntó Kyle.
De repente, cayó otra piedra del techo, en aquella ocasión tan cerca de su abuelo que a Morrigan se le encogió el estómago.
«¡Peligro, Portadora de la Luz!», gritaban los cristales.
– ¡Tenéis que iros! ¡El techo se va a derrumbar! -les dijo, mientras las tremendas vibraciones, que ella había creído tan sólo el caos de sentimientos que tenía por dentro, comenzaban a rugir por toda la cueva. Apartó los ojos del cristal y chilló-: ¡Tú también, Kyle! ¡Sal de aquí!
– ¿Morgie? -dijo el abuelo, dando un paso hacia ella.
– ¡Vete, abuelo! ¡Yo también voy a ir! -mintió.
Entonces, vio que su abuelo asentía, tomaba del brazo a la abuela y comenzaba a guiarla hacia la salida. Después de unos instantes se detuvieron y se giraron hacia ella.
– ¡Vamos, Morrigan! -gritó él por encima del estruendo.
Ella sonrió con tristeza y pensó en lo mucho que quería su rostro curtido, de facciones marcadas, que le recordaba tanto a Rooster Cogburn en la vieja película de John Wayne, El rifle y la Biblia. No tuvo que mirar a la piedra para saber que había cambiado, y que de nuevo le permitía mirar la imagen de aquella otra cueva. Sabía lo que tenía que ser aquella imagen, en el fondo del alma lo había sabido desde el principio. Incluso sabía lo que tenía que hacer. Morrigan empujó la piedra, y sus manos se hundieron en ella, como si la materia de la que estaba hecho se hubiera vuelto gelatina.
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