«Myrna tendrá una niña sana y feliz. Y tú te equivocas en cuanto a tu hija, Amada. Ella sí tiene los dones de la diosa en su interior, y esos dones se los traspasará a la hija que tenga».
A mí se me cortó la respiración a causa de la inmensa alegría que me produjeron las palabras de Epona.
– ¡Myrna tendrá una hija! -exclamé.
Alanna se puso a aplaudir.
– La línea sucesoria de las hijas MacCallan continúa. Y aquí estoy yo, de brazos cruzados, como si no tuviera nada que hacer.
Yo miré a Alanna con las cejas arqueadas. Demonios, siempre estaba muy ocupada.
– A Myrna ni siquiera se le nota el embarazo todavía. Tenemos mucho tiempo para preparar la habitación y las cosas del bebé.
– Rhea, también tenemos que preparar la fiesta de la boda de la única hija de la Elegida de Epona -respondió ella pacientemente. Después me sonrió y salió apresuradamente de mi jardín.
– Amor mío, creo que lo mejor sería que nos reuniéramos con Myrna y con Grant en el Gran Salón. El compromiso de nuestra hija debería anunciarse con solemnidad y con alegría si realmente vamos a darle nuestra bendición.
Yo suspiré.
– Ya lo sé.
– Rhea, ¿de veras te ha afectado tanto la decisión de Myrna? Tú y yo ya habíamos hablado del hecho de que no parecía que tener deseos de convertirse en la Elegida de Epona.
– Tienes razón. En realidad, no puedo decir que me haya sorprendido. Sólo me pregunto… -me interrumpí, porque me sentía terriblemente desleal hacia mi hija.
– Te preguntas por la hija de Rhiannon.
– No es que quisiera que Myrna fuera distinta, de verdad -dije rápidamente-. La adoro. Siempre ha sido una hija maravillosa. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si Morrigan es como Myrna. Epona acaba de decirme que le ha concedido dones a Myrna, pero que esos dones nacerán con su hija. Entonces, ¿Morrigan también tiene esos dones de la diosa latentes, o son más tangibles en ella? ¿Y qué pasa si los tiene, pero como está en Oklahoma es tan desgraciada como Myrna sería si la obligáramos a ponerse al servicio de Epona contra su voluntad?
– Morrigan está en manos de Epona. Tienes que confiar en que tu diosa y tu padre la van a cuidar.
– Confío en Epona y en mi padre, pero ojalá pudiera visitarlo durante el Sueño Mágico para poder ver lo que está pasando con Morrigan.
Mi espíritu sólo había vuelto a Oklahoma media docena de veces durante los dieciocho años anteriores, y en aquellas ocasiones sólo había permanecido allí brevemente, lo suficiente para decirle a mi padre que Myrna y yo estábamos bien. Durante aquellas visitas, sólo había visto tres veces a Morrigan, y una de ellas, el día en que nació. Siempre me había asombrado lo mucho que se parecía a mi hija. Sabía que aquel parecido era el único motivo por el que yo me sentía tan unida a ella. ¿Cómo no iba a preocuparme por ella? Además, yo era consciente, aunque ClanFintan y yo nunca hubiéramos hablado sobre ello, de que Morrigan podría haber sido hija mía. Tal vez, debería haber sido mía. De haberme quedado en Oklahoma, me habría casado con Clint Freeman, y sin duda, habríamos tenido hijos.
– Rhea, sabes que después de la última vez que Epona te permitió viajar a tu antiguo mundo durante el Sueño Mágico, estuviste enferma varios días.
Suspiré.
– Sí, lo sé. La diosa me dijo que viajar hasta allí es peligroso para mí. Está demasiado lejos como para separar mi alma y mi cuerpo, sobre todo ahora que voy envejeciendo. Se supone que tengo que conformarme sabiendo que Epona le envía a mi padre visiones para que él no se sienta completamente separado de mí.
ClanFintan sonrió.
– Ojalá pudiera tu padre cruzar la División y venir a Partholon. Durante todos estos años he echado de menos a su reflejo de este mundo, El MacCallan. Tenerlo aquí sería como tener a El MacCallan de vuelta entre nosotros.
– Mi padre y tú os llevaríais muy bien, si tú fueras capaz de soportar todas las preguntas que, con toda seguridad, te haría sobre la anatomía de los centauros.
Él se echó a reír.
– Se me olvidaba que en tu antiguo mundo los centauros sólo somos un mito.
– Bueno, mi padre no te permitiría que lo olvidaras. Pero yo también quisiera que pudiera venir.
– Tal vez haya un modo de…
– ¡No! El cambio de mundos requiere un sacrificio humano. Por mucho que nos añoremos el uno al otro, sé que mi padre no querría que nadie muriera para poder venir conmigo aquí. Además… tendrían que ser dos sacrificios, puesto que él no vendría sin mamá Parker. No, en realidad tendrían que ser tres, porque Morrigan no podría quedarse allí sola… No. Mi padre tendrá que quedarse en Oklahoma.
– Y tú te quedarás en Partholon.
ClanFintan no lo dijo como una pregunta, pero yo vi en sus ojos que él necesitaba que se lo dijera.
– Yo me quedaré en Partholon, contigo, para siempre -dije.
Me puse en pie y le rodeé la cintura con los brazos.
Él se inclinó y me besó. Yo le sonreí con coquetería.
– Eres muy sexy para ser abuelo.
Él se quedó un poco asombrado.
– Vamos a tener una nieta. Es algo raro, aunque maravilloso, el hacerse viejo.
– Sí -dije, y después añadí-: Si he contado bien los meses, seremos abuelos a principios de otoño.
– Me parece que el otoño es un momento magnífico para el nacimiento de un niño -dijo él con firmeza.
– Sí… -respondí yo.
Sin embargo, mi mente ya estaba divagando. El otoño era el momento del año en que la vida, y Partholon en general, se preparaba para el invierno. Normalmente, era la primavera la que se asociaba con los bebés y los comienzos. El otoño era la estación de los finales; la muerte de las hojas de los árboles, la última cosecha de los frutos del verano, la preparación para los días más cortos y más oscuros que se avecinaban. Fruncí el ceño y apoyé la mejilla en el pecho de mi marido, preocupándome por un complejo simbolismo como sólo podría preocuparse una ex profesora de literatura y lengua inglesa.
Epona, que normalmente me respondía y me decía lo tontas que eran mis imaginaciones, permaneció extrañamente callada.
Oklahoma
Morrigan llevaba conduciendo más de una hora cuando se dio cuenta de adónde iba. Miró el reloj del salpicadero. Eran más de las diez. Cuando llegara a las cuevas habrían pasado las doce.
– Me alegro -dijo en voz alta-. No quiero tener público para lo que voy a hacer.
¿Y qué iba a hacer?
En realidad, esa parte todavía no la había pensado bien. Sólo sabía que tenía que alejarse de sus abuelos, que en realidad no eran. Había alguien en Partholon que tenía de verdad una madre y un padre, y unos abuelos. Sus propios abuelos. Aunque en realidad tampoco eran de Morrigan.
Todo aquello le producía un dolor de cabeza tan grande como el de su corazón y su estómago.
– Pero entonces, ¿qué voy a hacer cuando llegue a la cueva? -se preguntó.
«Acepta tu destino…».
– No -dijo con firmeza-. No, no quiero oír nada que tú tengas que decirme al respecto.
Encendió la radio, para que su sonido amortiguara los susurros que pudieran aparecer en su mente. Morrigan necesitaba pensar con la cabeza clara, sin influencias de nadie en quien no pudiera confiar. Si a lo que se refería aquella voz con lo de que aceptara su destino era a que intentara averiguar exactamente qué poderes tenía y quién era de verdad, Morrigan suponía que eso era lo que estaba a punto de hacer.
Miró con un sentimiento de culpabilidad su teléfono móvil. Lo había apagado en cuanto había subido al coche. Sus abuelos estarían preocupados por ella, y ella odiaba causarles dolor. La querían, y ella lo sabía. Morrigan no dudaba de sus abuelos. Ya lamentaba las cosas tan duras que les había dicho. No se había enfadado con ellos, porque sabía que no era culpa suya que ella no fuera hija de Shannon. Incluso entendía el motivo por el que no se lo habían dicho. ¿Cómo iban a explicarle a una niña de diez, o de quince años, que en realidad era la hija de una sacerdotisa de otro mundo que se había vuelto malvada, que después había renunciado al mal, y había muerto? Ya era lo suficientemente difícil de entender para ella, que supuestamente era una muchacha madura de dieciocho años.
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