Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– Pasito, amigo – le dijo Plinio -, ellos vieron una caja parecida a la del muerto. Que sea o no, es otro cantar… Y aunque lo sea, tampoco están ciertos de haberla visto en la casa del Pianolo.

– ¡Ay, mama mía, mama mía!, que para mí ya no hay dudas. Que del Pianolo todo mal puede venirme. ¡Ay, mama mía, que este pendejo me la ha jugao otra vez!

– Pero, bueno, Antonio, conforme con las bromas que os gastáis. ¿Pero de dónde se va a sacar el Pianolo un muerto embalsamado?

– ¿Que de dónde? De debajo de la tierra. Ése… y yo, por supuesto, cuando llega el caso de hacer una buena, no nos paramos en barras.

Plinio quedó con la mano en la mejilla y mirando al suelo.

Todos callaron. Hasta que por fin dijo, poniéndose la gorra y abrochándose la guerrera:

– Bueno, pues eso vamos a aclararlo don Lotario y yo ahora mismo. Esperadnos aquí. Braulio, gástate las perras una vez en tu vida e invítanos a comer a todos los presentes, que al contao volvemos con el resultado.

– Eso está hecho – dijo Braulio gozoso.

– Un momento, el segundo plato lo pone un servidor- saltó el Faraón-. Que tengo en mi casa un choto recién muerto que está diciendo comedme.

– De acuerdo, de acuerdo – asintió Plinio -. Preparad lo que sea que volvemos como cohetes.

Y sin añadir palabra ambos amigos bajaron del empotre.

La casa del Pianolo era nueva y con pretensiones señoritas. Muy repintada, y con los hierros de las ventanas y balcón en purpurina plata.

Plinio llamó. Ladró un perro dentro. Tornó a llamar y reladró el chucho. Al cabo de un poco una voz de mujer:

– ¡Calla, "Chile"!

Abrió la mujer del Pianolo. Era muy derecha, aunque paliducha y quebrada de color. Al cuello llevaba un crucifijo más que mediano, que colgaba sobre la pechera de la bata de medio luto. Por cierto que al ver a Plinio se quedó un poco rígida.

– ¿Está tu marido?

– ¿Qué pasa? – preguntó a su vez con el labio seco.

– ¿Está o no está?

– ¿Quién es? – se oyó la voz del Pianolo desde dentro.

– La pulicía – respondió ella sin dejar de mirar al guardia.

Jacinto el Pianolo, en camiseta y acuñándose los pantalones, asomó tras la cortina que cubría una puerta del fondo del patio.

– ¿Qué hay, Manuel y compañía? – dijo con risa de conejo-. Déjalos pasar, chica.

El Pianolo, como de cincuenta años, era de un prognatismo exagerado. Le quedaba tan sobrero el maxilar de abajo, que le salían las palabras en vertical, que no de frente como a las personas normales de boca lisa. Como además era recio y musculoso, de poco cuello y bóveda plana, parecía un prehistórico, aunque lleno de sorna y malicia.

La mujer dejó paso libre a los visitantes y se apartó a prudencial distancia a ver en qué paraba aquello.

– Sentaos aquí en el patio mismo, que estará más fresco – dijo el Pianolo sin apartarse de la cortina, que tenía agarrada con ambas manos desde que dejó de andarse en el pantalón.

Plinio y don Lotario se acomodaron en unas sillas de peineta muy antiguas que allí había como únicos muebles.

– ¿A que sé a lo que venís, amigos? – soltó de pronto-. Me lo tenía mascao desde que me dijeron que se había descubierto el ajo, y que andaban ustés en él… Porque yo, que no creo en casi na, en Plinio sí que creo – añadió en una especie de aparte a su mujer y sin desagarrarse de la cortina.

– Pero tú cállate, sinaco, y espera a ver qué quieren- le gritó ella, hinchada de indignación.

– ¡Cal Pa qué vamos a perder el tiempo. ¿O tú crees que Plinio y don Lotario iban a venir aquí tan serios si no supieran que hay gazapo?

El Pianolo se pasó a la boca un pito que tenía tras la oreja derecha y lo encendió. Por el dichoso prognatismo, el cigarro se le quedaba muy tieso y vecino a la nariz.

– Ustedes vienen a lo del cajón del difunto. Eso está claro. ¿A que sí? – preguntó luego de la primera chupada, abriendo mucho la boca cavernaria.

Plinio y don Lotario permanecieron sin pestañear.

– Aquí nos conocemos todos – continuó como expilcándose a sí mismo – y alguien me tuvo que ver trajinar con el cajón. Y claro, así que ha empezado usted con las indagatorias, que las cosas como son y cada cual en su sitio, las hace usted como nadie, pues ¡cataplum!, encontró al que me guipó y aquí están… Si no hay más cáscaras. Ahora, yo ¿qué iba a hacer? ¿Me lo quieren ustedes decir? – y quedó con un ademán muy expresivo para que los otros le respondiesen.

Y como no le respondían, movido por una idea súbita al parecer, se metió en la habitación que cubría la cortina que estaba a su espalda.

La mujer, la Pianola, como la llamaban, no quitaba ojo a la visita. Tan serena, de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la boca apretada.

Don Lotario y Plinio fumaban en silencio. Se oían los pasos y el trastear de Jacinto en la habitación contigua. Durante la espera no medió una sola palabra entre los que esperaban. Sólo un ¡ay, Jesús!, de la Pianola.

Al fin salió el hombre con una carta en la mano.

– Aquí está la prueba de quién es el autor del delito o lo que sea – dijo, enseñando la carta, mientras con la otra hacía rúbrica de sentencia.

Quedó luego un momento callado, como si pensara el orden de su razonamiento; dio una chupada al último trozo de cigarro, que casi se lo tragó por aquel cazo de labio de abajo y guardándose la carta exhibida en el bolsillo del pantalón recomenzó de esta manera:

– Había estado yo aquella tarde echando una partida con varios, entre ellos el Faraón. Ya sabe usted, duró la cosa más de lo debido y en vez de amodorrarjios, como pasa con las partidas largas, nos pusimos un poco bestias. Y uno dijo que se jugaba un lechón que tenía recién comprado. Y otro que su suegra. Y el Faraón añadió riendo: "Ahora que hablas de suegras, si os ponéis así, yo me juego un nicho que acabo de comprar para enterrarla cualquier día de éstos, porque ya me hace aguas por todos sitios…" En fin bromas del juego – siguió el Pianolo-. Y digo bromas porque nunca nos jugamos en junto más de mil pesetas… Acaba la partida, me vengo a casa y me siento a la puerta a tomar la fresca y a fumarme un pito, cuando al rato se para ahí un camión forastero con mercancías… Sólo recuerdo que tenía matrícula de Madrid. Se para como cuento, se baja un hombre rechoncho, y me pregunta: "¿Es usted Jacinto García, alias el Pianolo? -Sí, señor. -Que le traemos una mercancía. -¿A mí? -Sí. -¿Qué mercancía es? -Este cajón. -¿Quién la envía? -No sé. Aquí pone un tal Martínez. -¿Y de dónde viene? -De Madrid. Firme usted aquí. -¿Tengo yo que pagar algo? -No, señor, que viene a porte pagado". Y sin más, entre él y otro que venía al volante, trabajando lo suyo, bajaron el cajón. Yo abrí la puerta de la calle de par en par, les eché una mano y lo metimos aquí en el patio. Firmé luego en el papel que me enseñaron. Y se marcharon… Yo, ya sabe usted lo que pasa en estos casos. Me quedé mirando el cajón, y pensando qué sé yo, si había llegado la hora de mi fortuna y un buen ángel me lo mandaba lleno de candelabros de oro o yo no sé qué cosas hermosas… Y no había duda, venía una etiqueta con mi nombre, apellidos y dirección muy bien puestas…

Yo venga de mirar y remirar el cajón, pensando cómo abrirlo, pues venía muy bien clavado y precintado. En la casa estaba yo solo y no tenía con quién comentar el suceso. Revinando todo esto, de pronto llaman a la puerta, voy corriendo creyendo que fuera la mujer o el chico, pero no; era el mismo chófer del camión que me largó una carta: "Usted perdone, me dijo, que se me había olvidado y tenía orden de dársela con la mercancía". Se va el hombre corriendo, y yo, ahora sí que de verdad emocionao, abro la carta, y en seguida, lo que pasa, a mirar la firma. Cuando vi de quién era, crea usted que me dio una encogía de esas de muerte… Tan grande fue que me tranquilicé mucho en cuanto leí la carta, porque tratándose de ése, mayormente después de lo que le hicimos en Sevilla, me esperaba todavía algo peor… Y para qué seguir explicando. Voy a leerles la carta y con ella está todo dicho.

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