Y tirando el cigarro, sacó el papel y, aunque arrimándoselo mucho a los ojos, empezó a leer, con gran soltura, de esta manera:
"Querido amigo Pianolo: Me gustaría mucho que al recibo de ésta te encontraras feliz con tu mujer y tu hijo. Ya sabes que a pesar de todas las cosas, yo te tengo mucho aprecio como tú me lo tienes a mí. Que una cosa son las bromas y otra la salud y la familia. Que vida no hay más que una y familia no hay más que otra y no es cosa de jugar con ellas. Yo quedo bien, a Dios gracias, aunque no te digo dónde, porque quiero descansar del Faraón y de ti por lo menos hasta la feria, que me daré un garbeo por ahí para montar en los caballitos con vosotros.
"Yo sigo con mis trapicheos y negociejos. El hijo mayor ya está el hombre estudiando pa cura, porque otra cosa no tendrá, pero como tú sabes, siempre le di buenos ejemplos y mucha devoción. (Esta última más bien se la dio su madre, ésa es la verdad.)
"La chica trabaja en una tienda de modas; y la mujer tan tranquila en su casa, aunque dice que sin sus vecinas de ahí y especialmente sus primas las del Tonelero no se halla a gusto en ninguna parte.
"Pero a lo que iba. En el cajón adjunto te envío un presente que creo te pondrá más contento que unas pascuas, porque es digno de ti y de tu buena condición de amigo.
"Aunque ocupe un poco de sitio no te va a dar guerra ninguna, porque el pobre, eso sí, es muy callado, y ya dijo todo lo que tenía que decir en este mundo. Tampoco temas los malos olores, porque te lo mando muy bien adobado.
"Lo que sí te aconsejo es que no lo dejes en el suelo por si los gatos dan en querer jugar con él y te lo malogran.
"Ponlo en estante alto, cúbrelo con una gasa para que no le lleguen las moscas y ya verás cómo anima y hermosea tu casa nueva.
"Tampoco temas que nadie tenga que decir nada malo de él. Era muy buena persona, muy de derechas y hombre de orden en todos los sentidos. Eso, garantizado. Los únicos vicios que tenía eran hacer pildoras y roncar de noche, pero yo te lo mando muy corregido de esas faltas.
"En fin, para que luego digas que no me acuerdo de ti. Que lo disfrutes con salud en compañía de los tuyos y ya sabes dónde tienes un amigo de verdad para lo que quieras mandarme. Un abrazo de Rufilanchas."
Cuando el Pianolo acabó de leer la carta quedó mirando a Plinio con el papel en la mano y exclamó:
– ¿Que qué me dice usted?
– ¿Tú abriste el cajón?
– Que va, maestro. ¿Qué necesidad tenía yo de ver visiones? Desde el primer momento pensé endosárselo al Faraón. Me dije: "Se lo dejo en la puerta de su casa y ya está". Era lo más fácil. Pero en seguida caí en la cuenta de que también era lo más cómodo para él. Lo abriría y al ver lo que había dentro llamaba a la Justicia y en paz. Y yo quería darle más copero a la cosa.
– ¿Y por qué no hiciste tú eso? – preguntó Plinio.
– ¿El qué?
– Avisar a la Justicia nada más leer la carta.
– Hombre… porque la tentación era catral. Usted me entiende. Yo, por darle una broma al Faraón o al Rufilanchas, me dejo castrar.
– O que te metan en la cárcel – dijo Plinio con severidad.
La mujer del Pianolo al oír al guardia rompió a llorar.
– ¡Desde luego! – respondió el Pianolo arrogante-. Y tú, mujer, vete a la cocina y calla, que éstas son cosas de hombres.
La mujer no se estremeció. Se limitó a llorar en silencio.
– Bueno, sigue. ¿Qué hiciste?
– Pues como decía, me acordé de lo del nicho vacío que había contado el Faraón en la partida. Metiéndoselo allí, la fiesta podía ser mucho más larga… Como lo está siendo.
– Vaya, hombre, vaya, ¿y qué más?
– Pues nada. Ya es fácil. Le dije a la familia lo que pasaba y entre el chico y yo, que también me ha salido un tremendo, acuchillamos y raspamos bien la madera del cajón, después de quitarle las etiquetas y marcas y lo metimos en el cuarto trasero hasta ver cómo planeábamos la operación.
– Sigue.
– Primeramente me fui al Cementerio para localizar bien el nicho y estudiar por qué parte sería más fácil meter el matute, porque había que hacerlo de noche, claro está. Pensé que habría que romper el candado de alguna de las puertas de hierro que dan al Cementerio Viejo. Como junto a ellas pasa una carretera, todo sería fácil. Pero así que me di un garbeo por el camposanto vi que en el tapial nuevo quedaba un lugar por tapar bastante potable… Sí, quedaba un poco lejos del nicho, pero era muy buena parte para entrar y salir sin líos. Y por allí lo hicimos aquella misma noche. Metimos el cajón en el remolque, un botijo de agua, yeso, un palustre… ¡Ah!, y una carretilla para llevar el cajón hasta el nicho sin hacer mucha fuerza. Yo preparo muy bien mis cosas ¿sabe, Jefe? – dijo, satisfecho -… No hacía falta llevarse adobes para tapar, porque cuando fui a localizar el nicho vi a mano un buen montón. Todo salió fenómeno. Salimos el chico y yo a las dos de la madrugada con la carga y los materiales, y a las cuatro estábamos de vuelta con el trabajo hecho.
– ¿Qué día fue?
– Pues el veinticuatro, creo.
– ¿Y tu hijo cuántos años tiene?
– ¿Por qué?
La mujer, al escuchar esta pregunta, toda oídos, dejó de llorar.
– ¿Digo que cuántos años tiene?
– Veintitrés.
– ¿Y dónde está?
– En las viñas. Vendrá a la anochecida.
– Está bien. ¡Hala!, vente con nosotros – dijo Plinio con severidad y poniéndose en pie.
Y luego, dirigiéndose a la mujer:
– Y el chico, en seguida que llegue, que se presente en el Ayuntamiento.
– ¿Mi chico?-preguntó la pobre con cara feroz.
– Sí.
La mujer empezó a gritar, dirigiéndose a su marido:
– ¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar! ¡Dios mío qué desgracia…! No será porque no te lo dije, ¡desgraciao!
– Cállate, anda.
– ¿Eh, mujer? – insistió Plinio -, en seguida que llegue que se presente a mí. Si no, vendré a por los dos. A por ti también. Que eres otra cómplice… Y quiero ver la forma de salvarte… Y tú, bromista, venga, echa palante.
– ¿Podré coger la chaqueta, digo yo? – preguntó el Pianolo entre enfadado y socarrón.
– Cógela, rápido.
Entró, mientras la mujer, con la cara pegada a la pared, lloraba amargamente.
– Ya estoy – dijo el Pianolo metiéndose las mangas.
Cuando ella vio que de verdad se llevaban a su marido, se abalanzó a él y comenzó a darle abrazos y besos.
– ¡Hijo mío, ay, hijo mío, y qué desgracia más grande!
– Venga, mujer, no te pongas así. Si esto va a ser cosa de na.
Cuando después de dejar al Pianolo en la cárcel y de informar al Juez llegaron a la bodega de Braulio, encontraron abierto el postigo de la portada, según habían quedado.
Junto a la escalera de la cueva hallaron a Braulio congestionado por la risa.
– ¿Pero qué te pasa, hombre?
– Esto es la monda. Vengan corriendo y verán qué espectáculo. No se ve todos los días.
Y sin decir más y riéndose solo, echó delante a buen paso.
Apenas iniciaron la bajada oyeron unas risotadas sofocadas.
Los que se reían, al ver quienes bajaban, reforzaron el escándalo.
– ¿Pero qué pasa? – preguntó Plinio.
– Vengan, vengan – gritaron desde el empotre.
Plinio, cuando subía la escalera de mano, vio que los anchísimos pantalones del Faraón, con otras prendas de su vestir, colgaban de las barandas. Subió con toda rapidez, y se asomó a la tinaja que todos le señalaron. Dentro de ella, nadandillo nadandillo, estaba el Faraón.
– ¡Ay, qué baño más rico, Jefe!
Se había agarrado ahora al borde de la tinaja con sus manos regordetas y le asomaban los hombros almohadillados y el pecho casi femenino. El poco pelo, brillante, le caía hasta los ojos.
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