– Pero, ¿estás loco?
– ¡Qué va, soy el hermano Ánade! Y ahora voy a bucear un poco a ver si encuentro un cangrejillo.
Y soltándose las manos se sumergió haciendo gorgoritas. Al poco volvió a aparecer manoteando y con la boca muy apretada para que no le entrase gota. De nuevo se agarró al borde de la tinaja completamente llena, y se reía de su hazaña a la vez que respiraba fuerte.
– ¡Ay, mama mía y qué imagen para la Prensa! Venga, muchachos, ayudadme a salir, que por el cuerpo también se mama uno.
– Pero bueno, que lo sepamos, ¿qué ha sido esto? – preguntó Plinio.
– Una apuestecilla. Fíjate, ¡a mí con apuestas!
– Le digo – añadió Braulio-: "¿A que no eres capaz de bañarte en la tenaja…?" Estaba quejándose de que hacía mucho calor.
– Y yo dije: "Con veinte duros me bastan".
– Yo, sin pensar que lo iba a hacer.
– Antes de que me diera los veinte duros ya estaba yo en bragas. Es que no sabéis con quién os gastáis los cuartos. Con esos veinte duros ya hay para cafés y copas. Para que veas que yo no soy interesado. Venga, sacadme, muchachos. Pero me tenéis que coger dos de cada brazo, para que os toquen a treinta kilos por barba, si no, ni hablar; no salgo.
No entre cuatro, sino entre los cinco que estaban, cada cual agarrándole por donde podía, se las vieron negras para sacarlo al aire.
Cuando estuvo fuera, jadeando, se sentó sobre la panza de la tinaja. Su cuerpo moreno, lleno de sebosidades, pliegues y pelos, brillaba como cachalote recién pescado. Con la mayor impudicia permanecía en su asiento, despatarrado, con las manos apoyadas en los muslos, sin dejar de resoplar.
– ¡Ay, mama mía! – decía mirándose al bajo vientre – y que jartá te has dao de morapio. En tu vida te has visto en otra.
Todos le reían sus cosas ya de manera mecánica y cansada.
– Mira que a pesar de no haber tragao gota, me siento como con media estocá… ¡Ay, qué leche!, y qué buen rato hemos pasao… Braulio ¿estará ya la comida?; que el baño despierta mucho el apetito.
– Desde la puerta de la cueva se oyó una voz de mujer:
– Hermano Braulio, vengan cuando quieran que la comida está ya apañá.
– Así viven los señoritos, desde el baño a la mesa. ¡Hala!, veis para allá mientras me visto, que me da vergüenza.
– Venga, vamos – dijo Braulio.
Y bajaron todos menos Plinio, que se quedó rezagado.
El Faraón comprendió y poniéndose la camiseta sobre sus vergüenzas, enserió el gesto.
– ¿Qué ha pasado con el Pianolo?
– Sécate las manos – le respondió mostrándole la carta.
El Faraón, con la misma camiseta se enjugó la cara y las manos. Tomó la carta y lo primero que miró fue la firma.
– ¡Ay, mama mía! ¿Éste también en el ajo? – exclamó mirando a Plinio.
– Sí, señor. Los tres, como siempre.
Y empezó a leer.
Plinio se reía para sus adentros, pensando que en su vida había visto a un hombre tan gordo desnudo y menos leyendo una carta, sentado en la panza de una tinaja. Era un Baco jocundo coronado con lágrimas de vino.
– Si tenía que pagárnosla-comentó mientras leía.
Cuando acabó la lectura, Plinio le resumió las operaciones de Pianolo y su hijo para endosarle el muerto.
– ¡Qué pillos son! Se lo podían haber enviado a su… abuela, digo yo. ¿Y quién es el cadáver?
– Eso es lo que falta por desollar.
– ¡Que maricón! ¿Y cómo no caería yo en la cuenta?… Pero claro, ¿quién iba a pensar…? Ahora, fíjese, Manuel, más fijo que la vista, esto no queda así. Por éstas. El Pianolo me las paga, pero a base de bien.
Cuando Plinio sé levantó de la siesta aquel ajetreado día de junio, encontró en el patio de su casa al agente Rovira departiendo amistosamente con su mujer y su hija. El hombre salía en mangas de camisa y con el pelo fosco se quedó cuadrado en la puerta:
– Pero, hombre, ¿usted por aquí otra vez?
– No he querido que le llamaran, que vaya día que lleva usted.
– Lo siento por un lado y se lo agradezco por otro, porque ya tengo muchos años y la jornada ha sido de aúpa. ¿Hay algo de particular?
– Vístase usted tranquilo que todo va muy bien. Aquí le espero hablando con sus mujeres.
Plinio volvió a su alcoba, mientras Rovira seguía departiendo con ellas y tomándose un vaso de vino muy fresquito que la hija de Manuel le sacó de la cueva.
– Chicas – gritó Manuel desde dentro -, podíais haberle hecho al señor Rovira alguna taza de café o algo.
– Dice que prefiere vino.
– Me gusta mucho el vino así, refrescado en cueva, poco a poco, sin hielos ni frigoríficos.
– Manuel tampoco quiere fríos artificiales, como dice él.
Salió Plinió al fin muy repeinado y bien vestido.
– Hemos tenido que limpiarle el uniforme. Estrenado de hoy y hay que ver cómo lo ha traído.
– Me han echado de todo, agua de pozo y vino de baño. Y yo me entiendo.
Se sentó en el corro, ofreció tabaco a Rovira y dijo a las mujeres que los dejaran solos.
– He venido, Jefe, para explicarle cómo están las cosas en Valladolid. Ya sé lo que pasó aquí luego de mi marcha y que por encargo suyo me han explicado Maleza y el señor Juez. Hay que reconocer que los de Valladolid se han portado bien… Parece que don Fernando López no vive allí desde hace bastantes meses. En la pensión donde estaba, dicen que se jubiló y tuvo dudas entre venirse a Tomelloso o marchar a Madrid. Se decidió por la capital, porque había teatros y otras cosas de diversión. Puestos los de Valladolid en comunicación con los de Madrid, sabemos que vivió un par de meses en una casa particular, pero que al cabo de este tiempo marchó sin dejar señas. Se tiene la seguridad, sin embargo, de que hasta hace poco seguía en Madrid, porque ha llamado a su casa antigua varias veces a ver si había cartas o alguna comunicación para él. Los de Madrid iban a continuar las pesquisas hasta localizar el nuevo paradero de nuestro amigo.
Después de comentar ampliamente la notificación, se pusieron de acuerdo para pedir a Barcelona que detuvieran a Rufilanchas, donde vivía con su familia y cuya dirección había conseguido Plinio de sus parientes de Tomelloso. Y caso de no estar, por su condición de transportista, que viesen la forma de sacarle a su esposa el itinerario habitual y fechas aproximadas.
– Yo creo – dijo Plinio – que una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación. Que funcionen ahora los de Barcelona para echarle mano a Rufilanchas es lo que hace falta, que él, supongo yo, nos cantará quién es el muerto.
– Dichoso muerto – exclamó la mujer de Plinio que salió en aquel momento – y cuánto va a danzar el probecico.
Una hora después Plinio se reunió con don Lotario en el porche del Cementerio. El hombre, ésta es la verdad, llegó bastante desinflado. Pensaba en sus mismas palabras, las que dijo al agente Rovira: "Una vez detenido el Pianolo, de verdad que hemos acabado nuestra operación". ¿Cuándo aparecería otra "operación"? Plinio se imaginaba meses y tal vez años por delante – y a él no le quedaban muchos – de aburrimiento y trabajo rutinario, sin entidad. Caminaba Paseo adelante y se rió solo recordando una idea de don Lotario en la última época de "sequía de casos". "Mira, Manuel, con esta sequía de casos que padecemos, va a ser menester inventarnos crímenes y robos para distraernos un poco."
Otra cosa que pesaba en el ánimo del Jefe era el no poder rematar él personalmente el caso Witiza. El tener que hacer las cosas con tantas ayudas le fastidiaba.
Con estas melancolías llegó y con estas melancolías se sentó en uno de los bancos de la capilla que había sacado Matías para mayor acomodo de los curiosos que tertuliaban por allí.
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