– ¿Quién es Luque Calvo?
– Pues un andaluz, que es el que se entiende con la gente.
– ¿Y todos los sábados salen los dos a qué?
– A comprar cosas. Unas veces a la Ossa, otras a Argamasilla y más raramente al Tomelloso… También van a cobrar y a pagar. Qué sé yo. Soy el tractorista y llevo aquí menos de un año.
– ¿Y salen siempre a la misma hora?
– No, señor. Según la faena que tengan.
– ¿Y vuelven también a esa hora?
– A la de cenar, pizca más o menos, salvo que vayan al cine o eso. Pero nunca a las cinco de la mañana. Por eso tengo esta soñarra. Me desperté cuando llegaron y ya no pude conciliar el sueño hasta ahora, que, claro, así que he almorzao, pues que me caía a chorros.
– ¿Y qué hicieron cuando llegaron aquí?
– No sé. Yo no salí. Oí los ruidos del jeep. Hasta que a las siete, ya digo, cabreao de no dormir, me levanté… ¿Y qué pasa, si se puede saber?
– Tú, muchacho, calla.
– Ea. Lo que usted diga.
– El hombre de confianza de verdad, de verdad, para don Lupercio, ¿quién es?
– Luque Calvo. Son uña y carne.
– ¿Dónde está ahora Luque Calvo?
– Durmiendo, digo yo que estará.
– ¿Duerme con la mujer?
– ¿Con qué mujer?
– Con la suya.
– ¡Atiza, manco! – dijo el mozo, ya confianzado -. ¿Ése casao? Ni hablar. No da ni la hora. To pa él… Los hombres así no se casan, Jefe.
– Bueno. Entonces llévanos donde duerme.
– Hombre, yo les digo dónde duerme, pero no entro. Que vida no hay más que una y ése es un sujeto de mucho cuidao.
– Vale, pero llévame por donde no nos vea nadie.
– Yo tampoco puedo responder de eso, Jefe, que en esta casa hay muchos ojos. Vamos, si no por aquí, por el postigo.
Echaron a andar rodeando la casa. Pasaron ante la portada hasta llegar a un postiguillo de pino disimulado. Abrió el mozo con tiento y en seguida entornó. Dijo luego con voz muy baja a Plinio:
– Ya se ha levantao, está ahí lavándose.
– Bueno, quédate aquí, pero no te alejes, que hay más que hablar.
Plinio, seguido del veterinario, luego de desabrocharse la funda de la pistola, empujó la puerta cautelosamente.
Luque Calvo, de espaldas al postigo, y desnudo del medio cuerpo alto, se chapoteaba con fruición en el agua de una pila que había junto al pozo, a la umbría de unos árboles.
Aprovechando que no los oía con el ruido del agua, entraron hasta situarse bien cerca, a un costado de Luque Calvo.
– Luque Calvo, buenos días – dijo Plinio en voz alta.
Luque Calvo, como Plinio tenía previsto, al volverse, miró primero hacia la puerta y al verlos luego casi a su lado, quedó sorprendido un momento.
Pero en seguida tuvo una reacción elemental y rapidísima.
Tomó un gran cubo de agua que había sobre el brocal del pozo y se lo echó al guardia y al albéitar. Plinio sacó la pistola en un movimiento defensivo, pero no pudo evitar el remojón. Luque Calvo, aprovechando la confusión, de dos saltos se plantó en el postigo, pero al ir a franquearlo, el mozo durmiente, que debía tenerle muchas ganas y estaba allí guizcando, le puso la zancadilla y Luque Calvo cayó en picado. Cuando quiso ponerse en pie, Plinio ya le tenía la pistola en los riñones.
– ¡Quieto, león, que te agüeco… Levanta y arriba las manos con brazos y todo.
Luque Calvo se incorporó y alzó los brazos, mientras resollaba a toda nariz.
– Tome, don Lotario, póngale las pulseras – dijo ofreciéndole las esposas con la mano libre.
Plinio, mientras don Lotario le esposaba, vio que el mozo dormilón cortaba el camino a Luque Calvo con una horca de hierro.
Cuando estuvo bien amarrado con las manos atrás, seguido de los otros, le hizo entrar de nuevo por el postigo.
– Oye, mozo, ¿cómo te llamas? – preguntó Plinio al dormido.
– Agustín Cerezo, para servirle.
– Servirme ya me estás sirviendo.
Cuando llegaron otra vez junto al pozo, siguió Plinio:
– Pues oye, Cerezo. Átale bien prieta la maroma del pozo a la cintura a este bravo, que entre los tres vamos a darle unas aguaíllas.
Cerezo dejó la horca, y con el mayor entusiasmo, luego de desatar el cubo de la punta de la maroma hizo lo que le decía Plinio. Lo ató con dos buenas vueltas de cuerda y le hizo un nudo a la altura del vientre.
– Listo.
– Venga, Luque Calvo, tú solito, dentro – dijo Plinio empujándole sobre el brocal -. Vosotros sujetar la maroma… ¡Que a mí no me moja nadie, Juan sin tierra, máxime que hoy estrené el uniforme!
– ¿Pero qué pasa, qué quiere usted saber? – dijo el Luque cuando se vio acogotado sobre el brocal y camino del agua.
– Tú lo sabes muy bien…
– Yo no sé nada.
– Venga, cabrón – y lo cogió de las piernas con todas sus fuerzas.
– ¿Pero qué quiere saber?
– ¿Dónde está el muerto?
– … En la capilla – dijo el hombre ya más en el agujero del pozo que en la tierra.
– Eso está bien.
– Pero yo soy un mandao. ¿Está claro? Toda mi jodia vida he sido un mandao, en lo bueno y en lo malo.
Plinio lo dejó quieto y siguió el interrogatorio:
– ¿Para qué quiere don Lupercio el muerto?
– Cree que es don Ignacio de verdad. Quiere que siga vivo. ¿Usted le entiende?
– Y a ti también te entiendo, Luque. Menudo ajo debéis tener aquí liao.
– Yo soy un mandao.
– Sí, un mandao y un cobrao. Venga, desatadlo… Así… Y ahora llévanos donde está don Lupercio, pero sin hacer ruido.
– Si ése no se despierta, toma pastillas para dormir.
Esposado, y con la pistola de Plinio en la espalda, echó a andar Luque Calvo seguido de todos. Pasaron el famoso hall de las tinieblas, y a medios pasos se llegaron hasta la escalera de madera encerada.
Don Lotario llevaba el mechero encendido. En el piso de arriba recorrieron una amplia galería muy solanera y alegre. Buenos cuadros y muebles la adornaban.
Llegaron ante una puerta anchísima con clavos y asas doradas. Luque Calvo se detuvo ante ella sin decir nada. Se limitó a señalar alargando la barbilla.
– Don Lotario, abra usted – dijo Plinio en voz baja – y deje que pase éste primero.
El veterinario oprimió suavemente la manivela y dejó franca la entrada. Entre cortinas de seda, una luz suave. Y sobre la cama anchísima con dosel, vestido con pijama azul celeste, encogido, y ambas manos entre los muslos, dormía don Lupercio con la boca abierta.
– Cerezo, descorra las cortinas.
Debía ser verdad que don Lupercio tomaba algo para dormir, porque a pesar de la luz y los ruidos no se despertaba.
Plinio se aproximó a la rica cama. Sobre las sábanas de encaje se veía bordada una inicial "E". El Jefe empezó a mover al administrador por los hombros.
– Oiga…, oiga, amigo.
A los dos o tres zarandeos don Lupercio empezó a parpadear. Pon fin abrió sus ojos miopes y quedó fijo enPlinio.
– ¿Me reconoce, maestro? – le preguntó con sorna a la vez que ocultaba la pistola tras la espalda -. Soy Manuel González, aliasPlinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.
Don Lupercio, después de un momento de perplejidad, se incorporó brioso y quedó sentado en la cama mirando a unos y otros con cierto esfuerzo.
Don Lotario, muy fino él, tomó las gafas que estaban sobre la mesilla y se las encajó al administrador.
– Ea, ya estamos todos despiertos – dijoPlinio que a la hora de la acción siempre se sentía bromista… -. Hala, vístase rápido que nos vamos de viaje. A devolvernos la mercancía. Ya sabe.
Don Lupercio, incorporado y con ambas manos apoyadas sobre la ropa de la cama, seguía mirando a todos, especialmente al Luque Calvo, que estaba pegado al piecero con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Más que sorpresa había en su mirada una ansia de adivinar lo que le había ocurrido a Luque.
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