– ¿Qué dices, Manuel?
– Digo que por si todo estaba poco enredado, ahora el robo del muerto.
– Llevas razón, Manuel. Por si éramos pocos, parió la abuela… ¿Y qué piensas hacer?
– No sé. Vamos a volver a "Miralagos".
– ¿Crees que allí vas a sacar algo en limpio?
– No sé. Aprensiones, sólo aprensiones.
– Tú sabrás, Manuel.
– No, qué coño voy a saber. Bien sabe Dios que en este caso estoy más despistado que una vaca en un garaje.
– ¡Cucha, Manuel, cuchal-dijo de pronto don Lotario dándole un codazo al Jefe.
Miró hacia donde señalaba el veterinario y exclamó:
– Anda mi madre.
Un grupo de mozalbetes hacía la máscara llevando puestas unas caretas sacadas de la mascarilla de Calixto. Estaban muy bien hechas. Blancas, casi amarillentas, muy propias. La boca era una incisión convexa y los ojos cerrados. Para ver había hecho unos ojales aprovechando las cejas.
Al toparse con Plinio los mozos callaron. Quedaron indecisos. Guardia y veterinario continuaron sin decirles nada. Encontraron a más chicos con caretas. E incluso mujeres que, sin duda, para sus hijos, las llevaban en la cesta.
Muy cerca de la churrería estaba Alcañices con su puesto de caretas. El hombre no se daba abasto a vocear y a vender:
Compren, compren, por favor
por dos duritos tan sólo
la careta del traidor.
– Venga, a dos duritos. Otra por aquí… Sí, señor, para usted dos más.
Señoras y señores
no pierdan la ocasión,
de tener en sus casas
del muerto el mascarón.
Cuando se hizo un claro se acercaron:
– Hombre, señor Jefe y la compaña – gritó Alcañices -. Aquí tengo las de ustedes. Es un obsequio de la casa.
Y Ies largó dos caretas.
– Te han salido muy bien, pero que muy requetebién- dijo Plinio contemplando una.
La gente, al ver a Plinio y a don Lotario con caretas en la mano, acudía curiosa.
– Pero, oye – le voceó Plinio-. ¿Por qué le llamas "traidor"?
– Algo hay que decirle.
– Llámale Witiza- dijo Plinio eufórico.
– ¿Witiza?
– Sí, hombre.
– Pero no me cuadra el verso del pregón:
Compren, compren por favor
por dos duritos tan sólo
la careta de Witiza…
– No pega ni con cola, Jefe.
– No seas lerdo – gritó un barbero redicho que había por allí-. Tú di:
Compren, compren por favor
por sólo diez pesetitas
la careta de Witiza
el muerto sin redención.
– Eso está bien, Jardiel. Pero que muy bien. Toma, te regalo una por la ocurrencia. – Y empezó a cantar muy contento-:
Compren, compren por favor
por sólo diez pesetitas…
La gente se reía y menudeaba las compras. Por todos los alrededores encontraban mocetes con caretas que se acercaban a ellos y se les quedaban mirando en silencio.
Plinio llegó un momento en el que se sintió agobiado por tener alrededor tanta copia del difunto de la puñeta.
– Lo que faltaba, don Lotario.
– Es verdad. "Hasta los muertos, señor, dejan sus tumbas por mí".
– Los muertos no, el pijotero muerto.
– Bueno, Alcañices, que haya suerte. Gracias por el obsequio y hasta más ver.
– Vaya con Dios la flor de la detectivesca nacional y la compaña – gritó el caretero.
– La flor de la detectivesca de la porra – rezongó Plinio.
– No te pongas así, Manuel; verás cómo triunfamos.
– Sí, sí. Meta usted las caretas en el coche, que si nos ve la Rocío con ellas va a armar el cachondeo del siglo.
La Rocío, al verlos entrar en la tienda, tiró el cuchillo de cortar buñuelos, se agachó tras el mostrador y reapareció con la careta de Witiza puesta:
– ¡Ay, Plinio, Plinio, que no me conoces!
– No te digo lo que hay. Ésta, también en el carnaval.
Las mujeres que esperaban turno para los buñuelos se reían de buena gana.
Plinio esperó pacienzudo y serio a que acabara la broma.
– Venga, no sea usted esaborío, si lo va a encontró.
Plinio se alarmó:
– ¿Encontrar el qué?
– ¿Er qué va a sé? El amo del difunto… que está usted hecho un lila con el uniforme de verano.
Plinio respiró, porque la Rocío solía enterarse de todo.
– Venga, don Lotario, que así que se arregle toíto, les voy a da una merienda en mi huerta que van a está una semana sin almorsá.
Al salir de la churrería se encontraron con Bonifacio, el alguacil, que venía a buscarlos.
– Menos mal que los pillo – dijo.
– ¿Qué pasa?
– El detective señor Rovira que acaba de llegar y lesea hablar con ustedes.
– ¿Tan temprano?
– Sí, señor; ahí está.
– Vamos… A ver si es que ya han dado el chivatazo en Alcázar – dijoPlinio en voz baja a don Lotario.
– No creo… sería la mala pata del siglo.
En la puerta del Ayuntamiento estaba Rovira hecho un san Luis, con un traje blanco de todo verano, gafas ahumadas y corbata de colores muy vivos.
– Estoy pensando, Manuel, que no hay manera de ocultarle a Rovira el robo del difunto – dijo don Lotario, convencidísimo.
– Desde luego… Vamos a ver si conseguimos que sea un buen muchacho durante unas horas.
– Déjate; ante cosas como éstas hay que decir la verdad, no hay más remedio.
– Sí, la voy a decir… sí, la voy a decir, pero ¡maldita sea!
Rovira se acercó a la portezuela del coche al ver que tardaban en bajar.
– Mucho madruga, Rovira – le dijo Plinio con jovialidad, al tiempo que se apeaba.
– Había una buena noticia para usted, Manuel. Estuve toda la noche de guardia y en vez de irme a dormir he preferido darle el alegrón y quitarnos todos un peso de encima.
– ¿Qué pasa?
– Que hemos tenido noticias de Valencia.
– ¡No me diga!
– El doctor don Carlos Espinosa está vivito y coleando.
– ¿Es posible?
– Como lo oye.
– Pero bueno…
– El hombre, que al parecer sigue ejerciendo de rojillo, ha pasado unas semanas en Cuba y volvió hace unos días. Está en su casa y hace vida normal.
– ¿Y la policía de Valencia no sabía nada de su viaje?
– Claro que sabía, pero no cayeron en la cuenta o lo que fuera.
– Pues de verdad que es una buena noticia. A ver si se callan todos los teléfonos de España que no dejan de incordiarnos.
– Eso mismo ha dicho el comisario.
– Creo, Rovira que lo que debía usted hacer ahora es dormir, aquí en Tomelloso… Me temo que dentro de unas horas va usted a tener que echarnos una mano de compañero y de amigo. Y no es cosa de que se pase usted el día yendo y viniendo.
– No, si tal como estoy no me vuelvo. Que venía durmiéndome por el camino.
– Yo voy a decirle a doña Ángela por teléfono que todavía no es viuda.
– De acuerdo. ¿A qué hora quiere que nos veamos entonces, como… "compañeros y amigos"?.
– Si le parece, después de comer, en el Casino.
– Vale entonces. Me voy al Marcelino Hilton.
– Que descanse.
– Coño, la cosa ha salido bastante bien-dijo don Lotario, frotándose las manos al ver marchar a Rovira.
Plinio, que había quedado con una sonrisa beatífica, no contestó.
– ¿En qué piensas, Manuel, con esa cara?
– Pienso en la conferencia telefónica que voy a tener ahora mismo con doña Ángela de no sé cuántos y no sé cuántos del Cid.
– No me la pierdo. Voy contigo.
Entraron en el despacho de Manuel. Ambos se sentaron al lado de su mesa.Plinio pidió la conferencia con el Hostal de Argamasilla. Tuvieron que esperar unos minutos. Sin duda a doña Ángela le debió sentar como un tiro que la despertaran… O bien estaba de capítulo con sus hermanas.
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