Por fin,Plinio hizo un guiño de atención a don Lotario:
– Doña Ángela… Soy Manuel, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso… Perdone que le moleste, pero es importante… Mire, acabo de hablar con un agente de la Comisaría de Alcázar… Sí, y me ha transmitido el resultado de las pesquisas que ha hecho la policía de Valencia sobre el paradero de su esposo… ¿Que qué pesquisas?… Pues mire usted, muy sencillo, que el doctor está desde hace dos días en Valencia sano y salvo… Palabra, palabra de honor, señora… Durante una temporada ha estado con Fidel Castro… No sé… Algo tendrían que hablar los hombres… O a lo mejor no lo ha visto. Bueno, lo importante es que regresó hace dos días. De modo que asunto concluido… Puede, si quiere cerciorarse, llamar de mi parte a la Comisaría de Alcázar… No señora, sus hermanas marcharon ya hace un buen rato… Nada, que me alegro de haberla conocido – dijoPlinio guiñándole un ojo a don Lotario – y si puedo servirla en algo… ¿Me oye?… ¿Me oye? Anda, coño, ha colgado.
Plinio colgó a su vez y se quedó con ambas manos sobre el aparato de mesa.
– Hay qué tía… Lo ha tomado con toda naturalidad. Y sus hermanas no se han dado a vistas todavía. Mejor así. Bueno, asunto concluido. Vamos a lo nuestro, si nos dejan.
Pero la cosa no iba a ser tan fácil. En la puerta del Ayuntamiento encontraron al párroco que preguntaba por Plinio:
– Buenos días, señores.
– Muy buenos días, don Pío.
– ¿Qué, al trabajo?
– Sí, un poquito.
– ¿Y las señoras, marcharon a descansar ya?
– Sí, ya…
– Pobres señoras.
– Es verdad.
– Son gente muy principal, Manuel, pero que muy principal.
– Ya lo sé, ya.
– Y muy buena y temerosa de Dios.
– ¿Qué nos va usted a decir a nosotros? ¿Verdad, don Lotario?
– Claro… ¿qué nos va a decir? Especialmente doña Ángela.
– Se ve en ella la raza de las grandes damas españolas – dijo el cura con aire enfático.
– Sí, señor. Enérgica, recta, justa…
– Y la otra, la más gordita, doña María Teresa, ¡qué candor!, ¡qué pureza! Un verdadero ángel.
– Es verdad. Toda la noche postrada… Nos lo ha contado el guardia Anacleto. Pregúntele a él, que le dará detalles.
– Con personas así se puede tratar. Porque, desengáñese usted, aquí en el pueblo hay gentes muy buenas, pero no con esa finura y señorío… Y, a propósito, ¿ha tenido usted ya confirmación definitiva de que el difunto es su esposo?
– … Sí; esta mañana vino el agente Rovira. Ya hay información fidedigna de la policía de Valencia.
– ¿Y qué dicen? ¿Que sí?
– ¿Que sí, qué?
– ¿Que el difunto es el doctor?
– No. Dicen que no.
– ¿Que no?
– Que no. Que el doctor está allí, vivito y coleando.
– ¡No me diga!
– El hombre ha estado una larga temporada en Cuba, comiendo plátanos y volvió anteayer.
– Usted bromea, Manuel.
– No, señor, no bromeo. Y usted perdone, que tenemos el tiempo justo para una diligencia.
Ya en el coche, Plinio volvió la cabeza y vio que el cura no se había movido, y miraba hacia ellos, pensativo, con una mano en la mejilla.
Arrancaron. Por la calle se veían gentes con la careta del muerto puesta.
– Qué jodío cura – comentó don Lotario.
Plinio no contestó.
– ¿En qué piensas, Manuel?
– Una extravagancia. En que como no resolvamos pronto este caso, esas caretas nos van a perseguir hasta el infierno. ¿Usted se imagina a todos los habitantes del pueblo con caretas puestas, sin dejarnos comer, dormir ni andar; dándonos la vaya por todos sitios? El alcalde, los curas, el juez, todos con las caretas. Que a usted lo llamaban para ver una mula, y la encontrara con careta. Que yo llegara a mi casa, y mi mujer y mi hija, con careta. Todos los socios de los dos casinos jugando al mus con caretas de Witiza…
– ¡Qué cosas se te ocurren, Manuel!
– Porque, desengáñase usted, don Lotario, si se tiene en la vida un fracaso grande, todo el mundo nos mira con careta.
Cuando estaban a cosa de un kilómetro de "Miralagos", Plinio pidió a don Lotario que tirase por un caminillo del ganado que cruza la carretera y se adentra por el monte bajo que cerca la finca por aquel cardinal.
– Siga.usted despacio. Hasta que estemos a tiro de la casa. Quiero rondar un poco por el "hastial de la finca", como decía el "Romance de la nube malvada" – dijo Plinio sonriendo.
– Yo el de "La nube malvada" no lo sé. Pero sí me acuerdo de aquel que empezaba:
Todos van con sus mulejas,
todos van en sus carretes;
todos van en sus viñejas
más derechos que cobetes.
– Pare, pare usted por aquí en esta espesurilla… También era bueno ese romance. Y bien que me acuerdo… La portada de la casa da allí, a poniente. ¿No?
– Claro.
– Bueno, pues nos bajamos y cubriéndonos nos allegamos a aquella parte. Que, sin ser vistos, quiero oler algo de lo que aquí se guisa.
Dejaron el coche y avanzaron con toda cautela hacia donde se despejaba el monte, frente a la portada. Cantaba el día entre los romeros y más daban ganas de tumbarse entre ellos a echar un pito y mirar al cielo, que gatear pesquiseando.
Cuando casi tocaban el egido, Plinio, que iba delante, ordenó al veterinario:
– ¡Quieto! -y señaló con el dedo hacia un remolque que allí quedaba camuflado.
– Sí… Un remolque.
– Y debajo, un tío durmiendo.
– ¡Ah, sí! Bien empieza el día el hombre.
Plinio se acercó a él. Era un mocetón rollizo, reventón de sangre. Dormía despatarrado, panza arriba, con la boina sobre los ojos. Por el "mono" que llevaba tenía antes pinta de jardinero que de gañán. Luego de mirarlo un tiempo y de otear bien los alrededores, en los que no se advertía criatura viva, el guardia decidió despertar al jayán.
– ¡Eh, eh, tú! ¡Operario! – le decía en voz baja mientras lo removía.
El hombre respondió sin sobresalto.
– ¿Qué pasa? – dijo, como si lo llamara alguien que él sabía.
– Despierta, hombre.
AI ver al policía se restregó los ojos con fuerza.
– ¿Qué pasa, qué pasa?
– Tú tranquilo.
– ¿Pero qué pasa?
– No pasa nada. Repósate.
El mozo se restregó bien los ojos y quedó mirándolo inexpresivo.
– Anda, sin hacer ruido, vente aquí un poco más dentro que hablemos.
El hombre se levantó como borracho, yPlinio, sujetándole el brazo, lo llevó hasta el abrigo que quería.
– Siéntate aquí, y lía un pito mientras echamos una parlá.
Le alargó el "Celtas" de reglamento. Don Lotario prefirió su "Caldo".
El muchacho, con el corte tan radical del sueño, no parecía tener la boca para cigarros, porque chupaba con gesto desabrido.
– ¿Y así empiezas tú la jornada, echándote una siesta?
– ¿Y qué quiere usted de mí?
– Despacio, muchacho, que la noche es larga y el pan sobrero. El que pregunta soy yo.
– Hombre, pero es que…
– Tú limítate a contestar lo cabal, que si no, te enchirono. Te he dicho que si empiezas así tu jornada, echándote la siesta. Responde.
– No, señor, es que esta noche dormí muy poco.
– Ya… ¿A qué hora volvisteis esta madrugada de Tomelloso?
– ¿Yo?… No me he movido de aquí en toda la semana.
– Bueno, pongamos que tú no fuiste. ¿A qué hora volvieron?
– Volvieron a eso de las cinco, pero yo no sé adonde fueron.
– ¿Y a qué hora salieron?
– ¿Salir? A la caída de la tarde, como todos los sábados.
– ¿Quiénes iban?
– ¿Quiénes?… Pues don Lupercio, el administrador, y Luque Calvo.
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