Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Quizá sea un error, pero el dios herrero no puede evitar un pequeño gesto de alarde.

– Tengo algo que es tuyo -dice, abriendo la mano. Sobre la palma sostiene un ojo rojo con tres pupilas.

Tubilok estira el brazo para cogerlo, más veloz que una cobra.

Pero sus dedos sólo aferran aire.

No es conveniente que Tarimán siga allí. Ahora que Tubilok y los demás dioses se han dado cuenta del truco, podrían rastrear la señal del holograma sólido y averiguar cuál es su verdadero escondrijo.

El simulacro que durante siglos ha ocupado el lugar del dios herrero se desvanece.

Como se ve, la larga asamblea de los Yúgaroi sigue ofreciendo sorpresas.

11 DE BILDANIL NIKASTU, PASONORTE

Mientras subía las escaleras del torreón con su hijo en brazos, Kratos iba pensando en cómo organizar el viaje. El mensaje del Gran Barantán había sido muy claro. «Te veré en Teluria dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.»

¡Cuatro días! Para…, ¿cuántos kilómetros? Casi prefería no saberlo, porque la fatiga y el desánimo se abatían sobre él como un manto de plomo. Una vez asentado en Pasonorte, había tenido la esperanza de descansar un poco. No era mucho lo que pedía: dormir tal vez seis horas por noche, pasar un rato con Aidé y también con Darkos. El resto del tiempo lo dedicaría a organizar la reconstrucción de la ciudad y la transformación de la Horda Roja.

Pero los acontecimientos se precipitaban a una velocidad imposible y parecían empeñados en robarle hasta la última hora de sueño y descanso. ¿Cuándo era la última vez que se había tumbado a haraganear y se había permitido dejar la mente en blanco?

Conocía la respuesta. Cuando era un capitán más de la Horda Roja, un hombre solitario y sin esperanzas de futuro, amargado por la lesión de su hombro y la pérdida de la Espada de Fuego. Entonces no le faltaba tiempo. Todo lo contrario: cada día era vasto y llano como un páramo.

Sí, ahora se sentía infinitamente más vivo de lo que se había sentido en años, pero ¿no podía haber un término medio entre el vacío del tedio y la presión insoportable a la que se veía sometido ahora?

Sabía de sobra la respuesta. No existía ese término medio. Antes lo habría achacado a que los dioses se complacen en poner a prueba a los humanos para endurecerlos.

Ahora pensaba bien distinto. Los dioses no nos ponen a prueba. Los dioses nos atormentan porque son crueles y caprichosos.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Aidé al ver entrar a Kratos. La joven se había quedado dormida sobre la cama, sin llegar a desvestirse ni cubrirse con la manta-. No me he enterado de cuándo ha salido.

– Enseguida te cuento.

La alcoba de Darkos estaba separada de la de ellos por una puerta que habían encontrado entre las ruinas y no llegaba a cubrir el vano, pero les ofrecía algo de intimidad. Kratos pasó al interior y, agachándose con cuidado, dejó a su hijo sobre la yacija. Después le tocó la frente. Aunque su cuerpo estaba algo caliente, no parecía tener fiebre.

– Como cuando se despierte le note algo raro, juro por esos cabrones de dioses que te despellejo, Barantán -masculló.

¿Qué hacer ahora? Se le antojaba una locura obedecer las instrucciones dictadas por los labios de un crío de catorce años poseído por un mago que apenas levantaba metro y medio del suelo. Sin embargo, el Gran Barantán había demostrado que poseía poderes auténticos. Algunos parecían naturales, como sus dotes de algebrista: gracias a las dolorosas manipulaciones de Barantán, Kratos había recuperado el uso del hombro derecho. Otros eran más espectaculares. Muchos testigos acreditaban cómo el mago había invocado

una tormenta sobrenatural y descargado un infierno de rayos sobre el demonio metálico Molgru.

No había que dejarse engañar por su aspecto. Aquel hombrecillo era un Kalagorinor.

Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega. Así rezaba el lema que le enseñó Yatom cuando lo salvó del corueco. Por si en algún momento lo hubiese olvidado, las tres cicatrices paralelas que bajaban desde su oreja derecha hasta su clavícula se lo recordaban.

Rendido de sueño, Kratos entrecerró los ojos, y los recuerdos regresaron tan vívidos como si alguien los estuviera pintando ante él.

En aquel entonces tenía diecinueve años. Era un Ibtahán con seis marcas, esperando a que llegara el mes de Anfiuntaniar [2]para presentarse a la prueba de maestría que lo convertiría en Tahedorán.

Los cadetes de Uhdanfiún estaban obligados a servir al ejército de Áinar si éste los reclamaba para misiones concretas. En aquella ocasión, Kratos fue alistado junto con nueve compañeros más para viajar al noroeste de Áinar con un batallón de infantería y un escuadrón de caballería. Los límites del imperio terminaban teóricamente en el desfiladero de los Cuchillos, que separaba la Sierra Virgen de las montañas de Misia. Pero la política de Áinar era mantener puestos avanzados más al norte para evitar que los pueblos bárbaros amenazaran sus provincias septentrionales.

Aquel invierno, el del año 981, fue el más crudo que se recordaba en mucho tiempo, con temperaturas y ventiscas más propias de las tierras al norte del país de los Équitros que de aquella región. Como Kratos le había contado a Derguín, siempre que salían al aire libre lo hacían con gruesos abrigos, guantes de piel forrados y la cara embadurnada de sebo. Aun así, los médicos hubieron de amputar muchos dedos de manos y pies, y varios soldados quedaron desnarigados. Si tenían que orinar al aire libre, algo a veces inevitable porque no transpiraban ni una gota de sudor, tenían que hacerlo contra el viento. De lo contrario, el chorro se congelaba no sólo en pleno aire, sino incluso antes de salir del miembro, lo que producía heridas muy molestas y, lo que resultaba casi más doloroso, las carcajadas de los compañeros.

Aquellos fríos extremos provocaron que los Mahík, que normalmente se concentraban más al noroeste y hacían incursiones muy esporádicas en forma de pequeñas bandas de salteadores, bajaran en masa hacia el sur y amenazaran la frontera y los puestos que custodiaban la Ruta del Ámbar. El comercio con el país de los Équitros era demasiado valioso para que Áinar se permitiese perder la mitad de los cargamentos a manos de los salvajes Mahík.

El día 13 de Elertaniar, cuando a Kratos sólo le quedaba una semana de servicio, salió con una partida de veinte hombres a perseguir a dos prisioneros fugados. Los alcanzaron casi a media tarde, y cuando regresaban empezó a echárseles la noche encima. Llegados al lecho de un río helado, cabalgaron por su orilla derecha, la que ofrecía el terreno más despejado. Kratos sugirió al sargento que mandaba la patrulla que, si no quería marchar por las alturas que rodeaban el río, al menos enviara exploradores que inspeccionaran las crestas. Como era de esperar, el sargento se burló de su bisoñez, lo llamó «gallina» e hizo caso omiso de su consejo.

Y, también como era de esperar, pues en la guerra siempre se cumple la peor hipótesis, cayeron en una emboscada. Las flechas empezaron a lloverles desde dos sitios distintos. En la primera andanada, una saeta mató a la montura de Kratos, un animal de una raza norteña poco mayor que un poni y cubierto por unas espesas guedejas más propias de una vicuña que de un caballo.

Por aquel entonces, como Ibtahán, Kratos sólo conocía la fórmula de la primera aceleración. En cuanto dio con sus huesos en la nieve, la pronunció y subió por la ladera como alma que lleva el diablo mientras las flechas seguían silbando a su alrededor.

Trepó por un sendero entre las rocas, tan estrecho que se dejó un jirón de la capa contra un peñasco. Sin pretenderlo, desembocó en un pequeño claro rodeado de pinos y se topó casi de bruces con siete bárbaros que disparaban rodilla en tierra agazapados entre los árboles y las piedras.

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