Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Ya puedes levantarte, amigo.

Cuando se incorporó, vio que a unos pasos de distancia el corueco yacía panza arriba sobre la nieve. Le habían segado el cuello limpiamente y su cabeza yacía a medio metro, unida al resto del cuerpo tan sólo por el charco de sangre que poco a poco se extendía por el manto blanco.

Kratos se dio la vuelta y comprobó que a la izquierda de la entrada había una hendidura perfectamente recta en la roca. Aún brotaba humo de ella. Lo que hubiera decapitado al corueco había pasado por encima de Kratos y taladrado la piedra.

Se volvió hacia su salvador. Era un hombre de su misma estatura, corpulento aunque no gordo, de barba blanca y encrespado cabello gris. La capa que cubría su cuerpo, de lana parda y textura basta como arpillera, no parecía tan gruesa como para protegerle del frío que reinaba en aquel lugar.

El desconocido se presentó como Yatom, a secas. No añadió el nombre de su padre ni de qué ciudad procedía. El joven Kratos, sin embargo, infinitamente agradecido por haberse salvado en el último instante, le dijo que se llamaba Kratos May, que era natural de Tíshipan, que estudiaba para convertirse en Tahedorán y que ahora estaba sirviendo en el ejército imperial.

Al ver que Kratos tiritaba y tenía los labios azules de frío, Yatom lo guió ladera abajo hasta donde empezaban los pinos. Una vez allí, arrancó unas cuantas ramas, les sacudió la nieve, las tronchó y las amontonó y prendió fuego haciendo girar la punta de su báculo sobre ellas. Después abrió el zurrón que llevaba colgado en bandolera y sacó una bota de vino, una torta de cebada y unas tiras de cecina. La carne seca y aquel cereal más apropiado para alimentar a un pollino que a un humano le parecieron a Kratos los manjares más suculentos que había probado en su vida. Mientras los comía en cuclillas junto al fuego lloró de agradecimiento y le dijo a Yatom que podía pedirle lo que quisiera.

– He perdido mi espada, pero si no la encuentro conseguiré otra, y tuyos son los servicios que pueda prestarte con ella.

Yatom sonrió bonachón; era un hombre más cordial que Linar y sin asomo de la insolencia burlona del Gran Barantán.

– ¿Estás seguro de lo que dices? Mira que los servicios que pedimos los magos pueden resultar una carga pesada para quien ha de prestarlos.

Un mago. Tenía que serlo. De otra manera no habría podido apartar la enorme roca ni decapitar al corueco sin armas, al menos visibles. «No te mezcles nunca en asuntos de brujas ni magos o perderás el triple de lo que creas ganar», le solía decir su anciana abuela en Tíshipan.

Pero ya entonces Kratos se aferraba a su palabra. Le había ofrecido sus servicios a Yatom y no pensaba retractarse aunque le brindasen la oportunidad.

– Estoy seguro.

– Muy bien, ib Kratos. Sospecho que, si el destino ha guiado aquí mis pasos para que salve tu vida, es porque Kartine te tiene reservado algo grande. Estoy convencido de que llegarás a maestro de la espada como ansías, y serás uno de los Tahedoranes más grandes que hayan existido. Te lo digo yo, que he conocido a muchos, entre ellos al gran Minos.

– ¿A Minos Iyar? Pero si vivió hace más de tres siglos…

– Así es, ib Kratos. Sé que no parezco joven, pero tengo muchos más años de los que aparento -dijo Yatom, con cierta coquetería que resultaba chocante en un mago.

Cuando Kratos terminó de comer, Yatom le aplicó un bálsamo en las heridas y le puso una venda encima.

– Puedo cosértelas de tal manera que no te quede cicatriz.

¡Una cicatriz de garras de corueco! Un guerrero de diecinueve años no podía resistirse a lucir un trofeo como aquél, aunque en realidad no fuera él quien hubiese derrotado a la bestia.

– No lo hagas. Quiero esa cicatriz. Así recordaré siempre que estoy en deuda contigo.

– Tú lo has dicho, no yo. Que sea como deseas.

Ya repuesto de las adversidades de la noche, Kratos desanduvo el sendero trazado por las pisadas del corueco y su propio rastro de sangre. Por suerte, no había vuelto a nevar y era fácil seguir las huellas. Gracias a eso, no tardó en encontrar su espada. Krima era la única herencia que conservaba de su padre. La había forjado Beorig, uno de los mejores espaderos de su época, para Tiblos May, que se la había legado a su hijo Drofón, y de éste había pasado a Kratos. La hoja no sólo poseía valor sentimental: cualquier experto, fuera guerrero o coleccionista, habría pagado por ella al menos sesenta imbriales, quince meses de sueldo para un oficial Ainari.

Al recordarla ahora, a Kratos se le empañaron los ojos. Guardaba los dos fragmentos de Krima en un baúl. Él mismo la había roto contra la rodilla metálica de Gankru. En el pasado ya la había quebrado Ulma Tor, pero Derguín se la había devuelto milagrosamente reforjada, con una misteriosa T grabada en la espiga.

Por desgracia, los milagros sólo ocurren una vez.

¿Por qué no hago más que recordar el pasado?, se preguntó.

Cuando encontró a Krima, Kratos se había arrodillado de forma dramática ante Yatom y le había ofrecido la espada, sujetándola por el plano y tendiéndole la empuñadura. El mago, rozando el pomo con los dedos, le había dicho:

– Acepto los servicios que me ofreces libremente y por propia voluntad, ib Kratos May. Cuando yo o cualquiera de mis hermanos en el Kalagor los requiramos con la fórmula Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega, tú nos los prestarás.

– Que los dioses sean testigos -corroboró Kratos.

– Me basta con que lo sepamos tú y yo. No metas a los dioses en esto – respondió Yatom.

Ahora, muchos años después, Kratos comprendía por qué.

Por aquel juramento había tenido que unir su destino al de Derguín Gorión. Poco después de la muerte de Hairón, Yatom le había dicho: «Debes adiestrar a un joven guerrero para que se convierta en el próximo Zemalnit».

Y así había sido. Kratos cumplió su palabra, a su pesar, entrenando al muchacho para que en muy poco tiempo se pusiera en forma y perfeccionara su técnica. Después, a orillas del mar Ignoto, obedeciendo la orden de Linar, Kratos renunció a luchar contra Derguín, aunque calculaba que tenía siete probabilidades entre diez de derrotarlo con la espada.

No obstante, sabía que estaba en deuda con Derguín. El joven Ritión le había salvado la vida en tres ocasiones. La primera casi por reflejo, al desviar una flecha que volaba hacia su cuello. La tercera gracias a la Espada de Fuego, cuando destruyó al demonio Gankru.

Pero era la segunda vez la que más hacía sentir a Kratos el peso de su débito. Cuando Krust, Tylse, Aperión y él se encontraban encerrados en las mazmorras del castillo de Grios, Derguín podría haber aprovechado la ocasión para librarse al mismo tiempo de cuatro rivales, lo que le habría dejado -como al final sucedió- mano a mano contra Togul Barok. Sin embargo, se había desviado de su camino, corriendo un gran peligro, para sacarlos de allí. ¡Y le había devuelto, milagrosamente reforjada, su espada Krima!

Recordó las palabras de Aidé. «¿Por qué eres tan injusto con él?» Ella tenía razón. ¿Cómo habría actuado Kratos en lugar de Derguín? Quería pensar que, del mismo modo que el joven Ritión había llevado a Riamar a Grios, él habría tirado de las riendas de Amauro para desviarse de su camino y sacarlo del aprieto.

En cualquier caso, no se trataba de eso ahora. Su deuda con Derguín era un asunto entre ambos. Pero la que guardaba con los Kalagorinor ya estaba más que saldada. No tenía por qué obedecer las instrucciones del Gran Barantán.

Sin embargo, mientras tapaba a su hijo con la manta, pensó que el dilema actual no era obedecer o desobedecer. El verdadero problema era que, aparte de lo que le proponía Barantán, -tan enigmático como se mostraban siempre los Kalagorinor-, no le quedaba ninguna otra opción. Las estatuas cobraban vida. Las lunas se convertían en rostros y luego se apagaban. ¿Qué sería lo siguiente? La lluvia de estrellas había sido un espectáculo muy bello, pero sospechaba que en algún otro lugar de Tramórea no lo habían visto así. La caída de una sola roca celeste en Trisia había provocado la hambruna que llevó a la Horda Roja a Malib. ¿Qué consecuencias tendría lo ocurrido poco antes de anochecer?

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