– Una niña de once o doce años. Guapa también, aunque no tanto como esas dos mujeres.
– ¿Cómo era la niña? ¿Morena, con los ojos muy verdes?
– Sí, has acertado, señor.
– ¿No estarán aquí todavía, en la aldea?
– No. Querían viajar hacia el norte. Preguntaron por alguien que las llevara a Tíshipan, en Áinar, pero eso está muy lejos para nuestras barcas.
– ¿Y entonces adónde fueron?
– Embarcaron con Gorasmas, que tiene un atunero. Le pagaron para que las llevara a Lantria.
Lantria era un puerto Ritión, situado al sur de Zirna, su ciudad natal. Derguín reflexionó y examinó mentalmente el mapa. ¿Adónde se dirigían las ocho mujeres? Al principio habían querido navegar hasta Tíshipan. Eso significaba que su lugar de destino debía de encontrarse al oeste de Zirna. Si desembarcaban en Lantria, tendrían que viajar al norte hasta Zirna, dejar atrás ésta y atravesar el desfiladero de Agros, siguiendo la Ruta de la Seda.
– ¿Puedes llevarnos tú a Lantria? -le preguntó a Foltar.
El pescador se resistió: para cruzar hasta el continente tardarían dos o tres días, les explicó, dependiendo de la mar y del viento, y él no estaba acostumbrado a alejarse tanto de la costa. Derguín, impaciente, le ofreció ocho imbriales, más de lo que aquel hombre debía ver en medio año de trabajo.
Fue el mismo Foltar quien los alojó en un cobertizo donde él y sus parientes guardaban los aparejos. Olía a sal, a brea y a humedad. Pero estaban tan cansados que incluso Derguín acabó durmiéndose. Como era de esperar, soñó con Ariel y Zemal. Pero las imágenes eran confusas. Ariel se convertía en Mikhon Tiq y le ponía unas esmeraldas a Zemal en el puño. «Así está mucho más bonita, ¿ves? Puedes ofrecérsela a Tríane como regalo de bodas.» «Yo no me quiero casar con Tríane, sino con Neerya», contestó Derguín.
Le parecía que acababa de cerrar los ojos cuando el crío lo despertó. Después de espabilar al Mazo, tarea que se demostró ímproba, salieron a la playa. Allí ardían todavía un par de hogueras; las demás habían quedado reducidas a rescoldos. Muchos de los aldeanos dormían alrededor de las brasas, formando círculos. Algunos seguían rogando a los dioses de rodillas, haciendo zalemas una y otra vez hasta tocar con la frente en la arena e implorando con tonos gimoteantes.
Derguín no los culpaba por sentir miedo. Levantó la mirada y buscó a Taniar en el cielo. Debería haberse vislumbrado como un tenue círculo rojizo al oeste, pero no estaba allí. La desaparición de las lunas no era una de esas pesadillas que se desvanecen al despertar.
– Llévanos adonde has visto a ese gigante -le dijo al crío, ofreciéndole una moneda de cobre.
Antes de ponerse en camino, Derguín volvió a embutirse en la armadura. Si en verdad había un gigante en los acantilados, podía tratarse del mismo que lo lanzó por los aires. En tal caso, Derguín no pensaba acercarse a él. Pero, por si acaso, mejor protegerse con el blindaje que le había salvado la vida.
Anduvieron hasta el extremo oriental de la bahía, dejando atrás las casas de la aldea, que formaban una especie de herradura pegada a la playa. Una vez allí, siguieron caminando entre las piedras bajo un acantilado oscuro lleno de nidos de cormoranes que se zambullían ruidosamente en el mar.
Doblaron otro pequeño promontorio y continuaron hacia el sureste, siempre al pie del farallón. Aunque el sol ya había subido lo suficiente como para verse blanco, seguía mostrando un tono entre rojizo y anaranjado. ¿Otro portento? Su luz se reflejaba en la pátina de agua que bañaba la parte superior de las piedras y las teñía de cobre.
– ¿Falta mucho, chico? -protestó El Mazo. La víspera había caminado descalzo. Ahora llevaba unas sandalias que le había improvisado Foltar con dos trozos de cuero y cuerdas de cáñamo, ya que nadie en la aldea tenía calzado para pies tan grandes. No era el mejor equipo para moverse entre aquellas piedras resbaladizas y puntiagudas.
– No, señor. Enseguida llegamos.
Pasaron entre el acantilado y un peñón negro en forma de dedo. Al otro lado había una playa de apenas diez metros de longitud, cerrada en su extremo oriental por una roca oscura.
Sentada sobre ella estaba el gigante.
– Yo os dejo aquí, señores -dijo el niño con gesto asustado, y se marchó por donde había venido.
Derguín observó al supuesto gigante antes de acercarse. Su inmovilidad era tan absoluta que más parecía una estatua. De haber estado de pie, habría medido unos cuatro metros. Tenía las manos apoyadas en las rodillas en un gesto extrañamente humano.
– ¿Es el mismo que casi te mata? -preguntó El Mazo.
– No. Yo diría que no. Pero vayamos con cuidado.
– Tú delante, si no te importa.
Se aproximaron muy despacio, dispuestos a huir de allí a la mínima señal. La estatua debía representar a Tarimán, a juzgar por el martillo que empuñaba en la mano derecha y cuya cabeza reposaba sobre su rodilla izquierda.
En cualquier caso, resultaba difícil distinguir sus rasgos. Estaba esculpida en un material de una negrura casi sobrenatural. Por el aspecto liso de su superficie, debería emitir algún brillo o reflejo. Pero no se apreciaban matices en aquel color negro, que se veía exactamente igual en el lado expuesto al sol que en el que se hallaba en sombra, como si la estatua fuese un agujero que devorase toda luz.
– Sigue tú solo -dijo El Mazo, deteniéndose a cinco metros-. Yo prefiero seguir viéndolo desde aquí.
– ¿Crees que va a cobrar vida de repente? Cuando llegó junto a la estatua, Derguín abrió el guantelete de la armadura, extendió la mano y tocó la rodilla de la estatua, que estaba casi a la altura de su cabeza. Su tacto era frío y pulido como un espejo. -¿Es que pretendes hacerme cosquillas, Derguín Gorión?
Tras la lucha contra la estatua de Anfiún y una noche en vela, a Kratos ya no sólo le dolía el hombro, sino todo el cuerpo. No obstante, no se permitió el lujo de dormir. Durante toda la mañana se volcó en preparativos frenéticos. Ignoraba cuántos soldados harían falta para luchar contra los dioses. ¿Un millón, dos millones? Evidentemente, no disponía de tantos. Y ahora lo más importante era la velocidad. Necesitaba hombres en forma y que fueran buenos jinetes.
Al final, con la ayuda de Partágiro y de Ahri, seleccionó a setecientos. De ellos, muchos pertenecían a la caballería ligera y pesada, pero también había soldados que combatían en infantería y sin embargo sabían montar con suficiente pericia para un viaje tan duro. De entre los generales, se llevó al joven Frínico, que mandaba el batallón Sable, y a Abatón. Con gusto habría prescindido del general tuerto, pero desconfiaba tanto de él que prefería tenerlo lo más cerca posible. Estaba seguro de que si lo dejaba al mando de Nikastu, abusaría de su poder y cometería mil tropelías.
Sobre todo, no quería dejarlo cerca de Aidé. Con un solo ojo, Abatón se las arreglaba para echarle miradas más lascivas que cualquier otro con dos.
Asunto que, cuando lo comentó con la propia Aidé, suscitó una discusión.
– ¿Que no quieres que ande cerca de mí? ¿Quieres decir que pretendes dejarme aquí?
– Ésa es mi intención, sí -respondió Kratos, poniendo los brazos en jarras para reafirmar su decisión.
– ¡Ni lo sueñes!
– No sabemos tan siquiera adónde pretende llevarnos el Gran Barantán. Los primeros días cabalgaremos hasta la extenuación. Si alguien se queda atrás no podremos esperar por él. Y seguro que después nos aguardan trabajos más duros.
– ¿Insinúas que como soy una débil mujer no podré resistir vuestro ritmo?
– Yo no he dicho…
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