– ¡Soy la hija de Hairón! No eres quién para decirme lo que puedo o no puedo hacer.
Y yo soy el jefe de la Horda, pensó en responder Kratos. Pero ni era la respuesta adecuada ni la verdadera razón.
– No dudo de tu aguante ni de tu coraje. Ya los has demostrado de sobra. Pero temo por ti.
– ¡Y yo por ti, estúpido! ¡Por eso voy a ir contigo! -Los ojos de Aidé se habían llenado de lágrimas-. Si vas a correr peligro, quiero estar a tu lado.
Kratos le apoyó la mano en el vientre.
– No se trata sólo de nosotros. Estando embarazada de un mes, lo peor que puedes hacer es cabalgar cientos de kilómetros sin parar.
– ¿Desde cuándo sabes tanto de embarazos? ¿Es que en Uhdanfiún también os enseñaban a ejercer de parteras?
– Se lo he preguntado a Baoyim. Ella entiende de esos asuntos.
En cuanto vio el destello que saltaba de las pupilas de Aidé, Kratos comprendió que acababa de cometer un error mencionando a la Atagaira. ¿Por qué no le había dicho en lugar de eso que había consultado con cualquier otro médico o comadrona de la Horda?
– ¿Y ella te ha dicho que no me lleves?
– Lo que me ha dicho es que las primeras semanas del embarazo son
las…
– ¿Te lo ha dicho o no?
– Lo ha desaconsejado.
– O sea, que te ha dicho que no.
– Sí, eso es lo que me ha dicho.
– ¡Claro! Qué oportuno. Lo que no quiere es que yo ande cerca.
– No sé de qué estás hablando.
– Claro que lo sabes. Esa pelandusca está deseando acostarse contigo.
– Aidé, por favor…
– ¿Y qué mejor ocasión? Después de una larga cabalgata, el fuego del campamento, la camaradería, un trago de vino para aliviar la fatiga del día, «Deja que vea tu hombro, tah Kratos»…
– ¡Para ya, Aidé! Estás diciendo insensateces.
– ¿Crees que no vi antes cómo te miraba cuando te quitaste la casaca? ¿Y luego, cuando os abrazasteis?
¿La he abrazado?, se preguntó Kratos. Sólo recordaba haberle puesto las manos en los hombros. Por si acaso, prefirió desviar la conversación del contacto físico.
– Me halaga que pienses que todas las mujeres se derriten por mí, pero no es el caso.
– ¡Qué simples sois los hombres! ¿No comprendes que no se trata sólo de que le gustes, sino de que eres un partido inmejorable? Jefe de la Horda Roja y señor de Pasonorte. ¿A qué más podría aspirar una Atagaira desterrada?
Kratos sugirió a Aidé que se aclarara, pues era muy distinto que Baoyim quisiera fornicar con él por lujuria que por ambición. Al momento comprendió que había caído en una trampa sin salida.
Él estaba acostumbrado a discutir siguiendo un solo sendero y por pasos sucesivos y excluyentes: si se debatía si Baoyim deseaba acostarse con él por medrar y él lograba demostrar que no, asunto zanjado. Pero Aidé no procedía del mismo modo. Cuando Kratos argüía que Baoyim no tenía razones para intentar convertirse en jefa consorte de los Invictos, Aidé aducía que era tan lasciva como todas las Atagairas y quería fornicar con él a toda costa para satisfacer sus instintos. Y si en ese momento Kratos trataba de demostrar que en realidad Baoyim no le deseaba a él, porque había visto cómo miraba a Derguín, Aidé saltaba sin dudarlo al otro sendero de la discusión y volvía a alegar que la Atagaira era ambiciosa y calculadora, y que sabía muy bien lo que hacía aconsejándole que la dejara a ella en Nikastu.
Al final Kratos se dio cuenta de que por más que razonara no convencería a Aidé. La furia la había obnubilado tanto que parecía pensar que aquel viaje tan precipitado a Pabsha era sólo una excusa para alejarse de ella y poder refocilarse con Baoyim y, si se terciaba, con todas las Atagairas que le salieran al paso.
– Es imposible hacerte entrar en razón. Me voy -dijo por fin, y se dio la vuelta para marcharse.
– ¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! -le amenazó Aidé.
Pero eso fue precisamente lo que hizo. Con una jaqueca como propina añadida a todos los dolores que lo aquejaban, Kratos salió de sus aposentos y bajó las escaleras del torreón casi a la carrera.
Soplaba un viento seco y frío. Se acercaba el mediodía. Los rayos del sol tallaban los perfiles como cinceles y su reverberación hacía que las piedras de los muros y el pavimento se vieran aún más ásperas y descarnadas. La víspera, Kratos había llegado a ver aquel lugar como una ciudad, su ciudad. Pero a la luz del día, de nuevo le parecía lo que era: una inmensa ruina que tardaría mucho tiempo en ser habitable de verdad.
Es porque no has dormido y además has discutido con Aidé, se dijo. Aunque tenía asuntos más importantes en los que pensar, notaba un nudo ácido en la boca del estómago y no conseguía sacarse de la cabeza los gritos que ambos habían proferido.
Acompañado por un pelotón de guardias que lo siguieron a cinco metros sin tan siquiera preguntar, Kratos se dirigió hacia la puerta sur. Tras salir del recinto de la muralla, bajó la cuesta entre restos de piras funerarias que aún humeaban. Allí abajo, en una amplia explanada, habían instalado las caballerizas, que por el momento eran poco más que cercados. Los hombres a los que había seleccionado Kratos para acompañarlo estaban allí, eligiendo monturas. Habían decidido que cada jinete llevaría tres; más animales de relevo podrían convertir la columna de marcha en una manada inmanejable.
Los caballos Aifolu eran pequeños: ninguno superaba las catorce manos de alzada. Por sus proporciones, no resultaban tan atractivos como los enormes y majestuosos corceles de batalla. Tenían las patas cortas, las crines ásperas y la cabeza voluminosa en comparación con el resto del cuerpo. Probablemente no ganarían una carrera de trescientos metros, ni siquiera de un kilómetro, pero cuando se trataba de cabalgar campo a través de sol a sol no había bestias más resistentes y abnegadas.
Entre los soldados que andaban por el cercado eligiendo caballos, examinándoles las patas, los cascos, el pelaje y los dientes, Kratos encontró, para su sorpresa, a Gavilán.
– ¿No deberías estar acostado, capitán?
– ¿Tan mal me quieres, tah Kratos? Acostado es como más me duele. Prefiero estar de pie y que me dé al aire.
El veterano tenía los brazos rodeados de vendajes. De su cabellera, que nunca había sido muy tupida, no quedaban más que unos matojos renegridos y retorcidos sobre sí mismos que cuando los aplastaba con la mano se quebraban con un crujido seco. Llevaba el rostro cubierto por una gruesa capa de bálsamo amarillo que dejaba ver poco más que la boca cada vez más desdentada y los ojos.
– ¿Qué haces aquí?
Palmeando el lomo de un caballo negro con las crines trenzadas, Gavilán contestó:
– ¿Qué voy a hacer, tah Kratos? Lo mismo que todos los demás. Elegir dónde voy a plantar el culo los próximos días. Es una decisión importante.
– No recuerdo haberte seleccionado.
– Será porque no has dormido, tah Kratos. A veces, la falta de sueño hace que la memoria flaquee.
– No puedes venir con nosotros. Sólo he escogido a hombres sanos, y a ti te he visto en mejores días.
– No te vas a librar de mí tan fácilmente, tah Kratos.
– ¿Por qué todo el mundo se empeña hoy en cuestionar mis órdenes?
Gavilán, extrañado, le preguntó a qué se refería. Kratos solía ser discreto con sus asuntos personales, pero se sentía tan furioso y desconcertado que no pudo evitar desahogarse, aunque fuera ofreciendo una versión muy resumida de la discusión. En realidad, ya no recordaba ni la mitad de los argumentos de Aidé.
– ¡Ay de ti, tah Kratos! ¿Entrarías en batalla contra un enemigo al que no puedes vencer?
– Es evidente que no. Procuraría retirarme antes.
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