Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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«El sueño de los dioses ha terminado. El tiempo de los humanos se acabó.»

¿Podían los dioses cumplir su amenaza? Uno solo de ellos había matado a casi quinientas personas. Al final los Invictos habían logrado destruirlo, pero Kratos no se hacía ilusiones: estaba convencido de que sólo se trataba de una imagen poseída por el espíritu del verdadero Anfiún. Así se lo había corroborado la semidivina Samikir. Para matar a los auténticos Yúgaroi tendrían que esforzarse mucho más.

Considerando los poderes y las armas que podían manejar los dioses, la guerra prometía ser breve y devastadora. Si querían sobrevivir, los mortales no podían perder la iniciativa.

En realidad, se corrigió Kratos, ya la habían perdido. Se trataba de recuperarla o, al menos, de actuar. Pero ¿qué podían hacer? ¿Arrojar piedras al cielo, escupir hacia lo alto y esperar a que el salivazo les cayera de nuevo en la cara?

Lo único que tenía era la propuesta del Gran Barantán. Y si quería llegar a Pabsha en cuatro días, empresa que se le antojaba imposible, debía empezar con los preparativos cuanto antes.

– ¡Ahri! -llamó en cuanto salió de la alcoba de Darkos.

El antiguo Numerista estaba ya allí, sentado y hablando casi en susurros con Aidé. Por lo que a Kratos le llegaba de la conversación, debía estar contándole todo lo sucedido en la celda de Samikir. Ahri era hombre de principios. Poco antes de que Kratos se convirtiera en jefe de la Horda, Ihbias había intentado que falsificara las cuentas. Tras obtener como respuesta una negativa, le había propinado una paliza tan salvaje que varias semanas después aún le quedaban huellas en el rostro.

Pero si de lo que se trataba era de sonsacarle información, no hacía falta tan siquiera amenazarlo con la tortura: la lengua de Ahri se soltaba de forma espontánea.

– Acércate. Tenemos que planear el viaje.

Ahri sacó de su zurrón un mapa plegado y lo desdobló sobre una mesa. Era una copia del mapamundi de Tarondas. Kratos señaló con el dedo Pasonorte y después el país de Pabsha, al otro lado de las montañas de Atagaira.

– El Gran Barantán ha dicho que debemos estar allí en cuatro días. ¿Cómo lo ves, Ahri?

– Imposible, tah Kratos.

– ¿En cuatro días? -preguntó Aidé, que se había unido a ellos-. ¡Ese hombre está loco!

Aidé no le guardaba demasiado cariño. Aún conservaba una pequeña cicatriz del corte que el Gran Barantán le hizo bajo la barbilla para que la sangre sirviera de cebo y atrajera a Molgru.

– Tendríamos que subir por aquí, hacia el nordeste. -Kratos plantó el dedo en el límite entre Abinia y la península de Iyam. Allí, según el mapa, se abría un paso entre las montañas y la costa-. Luego descenderíamos dejando Etemenanki a la izquierda, y seguiríamos por la costa hasta llegar a Pabsha.

– Demasiados kilómetros, tah Kratos. Incluso en veinte días sería un viaje fatigoso.

– Disponemos de miles de caballos del botín de los Aifolu. Esos animales son muy resistentes y comen menos que los nuestros.

– Por resistentes que sean, reventarán si tienen que cabalgar varias jornadas seguidas más de cien kilómetros.

– ¡Pues que revienten! Tenemos de sobra. Podemos llevar cinco o seis por cada jinete, los que sean necesarios.

Aidé torció el gesto. Le gustaban mucho los caballos. Sin esperar a que dijera nada, Kratos se explicó.

– A mí tampoco me hace gracia sacrificar caballos, Aidé. No tienen la culpa de las tropelías que hayan cometido sus anteriores dueños. Pero nos hallamos en una situación desesperada.

– Así y todo -insistió Ahri-, no llegaremos. Aun cumpliendo los mejores promedios, necesitaríamos seis o siete días. Y eso si el terreno no es demasiado accidentado.

– Pues si tardáis más días, que el Pequeño Barantán se aguante y os espere -sentenció Aidé.

– No confío mucho en que lo haga -repuso Kratos-. Los magos son gente soberbia, y no les gusta que se desobedezcan sus instrucciones. Además, me temo que la urgencia aquí no es ningún capricho.

Meditó durante un rato, mientras Ahri y Aidé guardaban silencio. Por fin,

dijo:

– Hay otra posibilidad. -Su índice trazó una línea recta desde Pasonorte hasta Pabsha.

– ¿Atravesar esas montañas? Eso debe ser casi imposible. -Aidé se volvió hacia la ventana que miraba al este. Los picos de Atagaira se sucedían en filas, cada una más alta que la anterior, hasta llegar a las cimas donde las nieves perpetuas relucían azuladas bajo la luz de la mañana.

La mente de Kratos, aturdida de sueño, volvió a ausentarse. La luz. El

Sol…

¿Serían capaces los dioses de apagar el mismísimo Sol? Hasta que amaneció y vio cómo asomaba sobre el horizonte este, Kratos no las había tenido todas consigo. Y, a juzgar por los susurros preñados de temor que se escuchaban, no era el único. Según el Mito de las Edades, cuando Tubilok se apoderó de Tramórea cubrió el cielo con un velo de sombras y cenizas que no dejaba pasar la luz del día. ¿Lo repetirían ahora los dioses? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir la humanidad sin los rayos del Sol?

Kratos sacudió la cabeza para espabilarse y de paso ahuyentar tales pensamientos. Añadir nuevos temores a los que ya sentían sólo conseguiría paralizarlos como ratones ante la mirada hipnótica de una cobra. Lo mejor era actuar, actuar, actuar.

– Si nos empeñamos en cruzar las montañas por arriba -dijo-, sí que será imposible. Pero lo intentaremos por abajo.

– ¿Por abajo? Interesante -dijo Ahri-. Cuando afirmas algo así, supongo que lo haces porque conoces algún dato que a los demás se nos escapa. ¿Hay túneles bajo las montañas de Atagaira?

– Así es. Derguín me habló de ellos. Llegó a la península de lyam por un pasadizo subterráneo. Después, cuando acompañó al ejército de la reina Tanaquil, atravesó varios túneles más que los llevaron hasta Malabashi.

– Entonces, para utilizarlos tendríamos que pedir permiso a las Atagairas – dijo Aidé.

– No puedo hablarte de esos túneles. Noshir -contestó Baoyim cuando la trajeron a presencia de Kratos. Debían haberla despertado del primer sueño: tenía los ojos desenfocados y dos rayas en la mejilla izquierda dejadas por el doblez de la manta.

– No hace falta que me hables de ellos. Ya lo hizo Derguín -repuso Kratos-. Sé que existen, y que podríamos atravesar toda la cordillera pasando de valle en valle a través de esas galerías.

– El Zemalnit ha sido el único extranjero en la historia de Atagaira al que se ha permitido conocer nuestros secretos.

– Pues ahora tendréis que revelárselos a unos cuantos más, si queréis que Atagaira y el resto de los reinos sigan teniendo historia.

– Entiendo tus palabras, tah Kratos. Pero las Atagairas siempre hemos recelado de los extranjeros. No es fácil luchar contra nuestra propia naturaleza.

– En los días venideros tendremos que hacer muchas cosas más difíciles que vencer desconfianzas mutuas.

Baoyim asintió.

– Haré lo que esté en mi mano. Por desgracia, en los últimos tiempos no gozo de gran popularidad en la corte.

– No te voy a pedir que actúes como diplomática. Ya he mandado un mensaje a la reina o a quien gobierne en su nombre.

– No te lo has pensado dos veces, tah Kratos.

– Me temo que pensarse las cosas dos veces se ha convertido en un lujo. He pedido a las Atagairas que honren la alianza que hemos firmado permitiéndonos el paso bajo las montañas. También les he dicho que, si quieren hacerles la guerra a los dioses celestiales de los que tanto desconfían, aceptaremos gustosos su compañía.

– Puesto que no me necesitas como intermediaria, ¿qué quieres de mí, tah Kratos?

– Que seas nuestra guía. Te pido que nos lleves hasta las montañas y nos enseñes el camino más corto.

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