Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Kratos desenvainó la espada y embistió contra los Mahík sin pronunciar palabra. Aunque Protahitéi no proporcionaba la velocidad casi sobrenatural de la tercera aceleración, Kratos se movía un cincuenta por ciento más rápido que en estado normal, contaba con la sorpresa y también con su pericia como Ibtahán. En apenas un minuto abatió a cuatro bárbaros y puso en fuga a los otros tres. Aunque había otro grupo de emboscados, supo luego que su oportuna irrupción en el claro había salvado la vida de la mitad de los miembros de su patrulla.

En lugar de regresar con el resto, Kratos decidió seguir por la ladera para buscar al segundo grupo de enemigos, ya que la cantidad de flechas que les habían disparado le parecía excesiva para tan sólo siete arqueros.

Fue entonces, mientras el sol rozaba el horizonte oeste y Taniar asomaba como una hermana gemela por oriente, cuando lo atacó el corueco.

Aunque estaba cansado de la carrera ladera arriba y del combate contra los Mahík, Kratos volvió a entrar en Protahitéi. Pero aquella bestia de casi dos metros y medio y al menos trescientos kilos de peso se movía con una agilidad insospechada. Cada vez que Kratos le lanzaba un tajo con la espada, el corueco interponía los brazos. La hoja penetraba apenas en la piel coriácea del monstruo y chocaba con sus huesos metálicos sin causarle ningún daño.

En uno de los saltos para esquivar los zarpazos de la criatura, Kratos se quedó clavado hasta las caderas en la nieve. Desconcertado, no vio venir el siguiente golpe, que le alcanzó en un lado de la cabeza y lo dejó semiinconsciente.

Cuando la visión se le despejó un poco, descubrió que viajaba suspendido en el aire, cabeza abajo. El monstruo lo había agarrado con una manaza por ambos tobillos y lo llevaba así, con el brazo estirado para mantener a su presa apartada del cuerpo, mientras avanzaba anadeando con sus dos piernas grotescamente cortas y apoyando en la nieve los nudillos de la otra mano.

El corueco no andaba con muchos miramientos. El cráneo de Kratos, que por aquel entonces todavía tenía pelo, se hundió en la nieve varias veces y se rozó con más de una piedra. A su paso iba sembrando manchas de sangre, pero la hemorragia no era grave. Parecía milagroso que las garras del monstruo no le hubieran desgarrado la carótida o la yugular.

El sol terminó de ponerse mientras el corueco lo llevaba a su guarida, una grieta en la ladera de un monte. Para ampliar el hueco, la bestia apartó la piedra que lo tapaba empujándola con el brazo libre y un pie. Entrando en Urtahitéi, Kratos quizá habría logrado mover esa roca, pero en aquella época era algo impensable para él.

La guarida del monstruo era una cueva angosta y húmeda. No se trataba de la típica gruta excavada por el agua en la caliza y decorada con estalactitas y estalagmitas: las paredes eran bloques de granito que en algún momento del pasado se habían resquebrajado, separándose en grandes grietas. En el aire flotaba tal olor a matadero y letrina que Kratos no pudo contener las arcadas y sus vómitos ácidos contribuyeron al hedor general.

El corueco tiró a Kratos en un rincón. El Ainari logró revolverse en el sitio para no partirse la cabeza, pero cuando quiso ponerse en pie la bestia ya había vuelto a tirar de la piedra para tapar la entrada y la escasa luz que llegaba del exterior desapareció.

La noche fue eterna. Kratos pensó que ya no tenía nada en las tripas, pero aún vomitó otra vez, y sólo haciendo terribles esfuerzos logró contener los retortijones intestinales provocados por el frío y el miedo. Lo único que distinguía en aquella oscuridad eran los ojos fosforescentes del corueco, dos luciérnagas amarillas volando en paralelo. Desarmado, tan sólo podía acurrucarse contra la pared de granito y rezar a todos los dioses para que la bestia no se acercase más.

Pese a que no veía nada, el olor a sangre y heces le informaba de que no estaba solo en aquella despensa. Dentro de la cueva no hacía tanto frío como en el exterior; de lo contrario, Kratos no habría sobrevivido. A cambio, la carne de las víctimas del corueco no llegaba a congelarse y se corrompía lentamente.

Durante la noche, el corueco dormitó a ratos, como revelaban sus largos y gorgoteantes ronquidos. Pero no llegaba a cerrar del todo los ojos: Kratos los veía a unos metros, dos finas ranuras amarillas. En cualquier caso, el miedo y, sobre todo, la oscuridad lo tenían paralizado, y no habría sabido adónde huir.

Cuando se acostumbró un poco más a las tinieblas, vio que más allá de los ojos de la bestia había una zona más clara, un triángulo que, sin llegar a ser luminoso, permitía intuir que la roca que hacía de puerta no encajaba del todo en el hueco de la entrada. Pero Kratos sabía que, aunque se atreviera a moverse de donde estaba, corriendo el riesgo de llamar la atención del corueco, no sería capaz de desplazarla.

En varias ocasiones, la bestia se levantó para alimentarse. Los sonidos que emitía en su festín eran repugnantes: chasquidos de huesos rompiéndose, sorbidos viscosos, roncos gruñidos de placer. Kratos ignoraba cuántos cadáveres guardaba la bestia en su cubil, pero por la orientación que sugerían los ruidos debían ser al menos tres o cuatro, repartidos por diversos rincones.

Hubo momentos en que Kratos casi se quedó dormido; pero cada vez que daba una cabezada, veía al corueco abalanzarse sobre él y se despertaba con el corazón desbocado.

Con todo, al final de la noche debió adormilarse de pura fatiga y miedo. Se vio empuñando la mítica Zemal, la Espada de Fuego de la que había oído hablar desde que era niño. O así lo creía con la confusión típica de los sueños, porque la hoja de aquella arma era curva y brillaba con un intenso resplandor verde, y no blanco azulado como el de Zemal. Con aquella arma, Kratos se plantó ante el corueco, le cortó la cabeza y luego hendió su cuerpo de arriba abajo. Mas, cuando se disponía a salir de la cueva, de las entrañas del monstruo brotó una enorme criatura alada, un dragón que abrió las fauces para vomitar un chorro de fuego sobre él.

Despertó tiritando de frío y con las pulsaciones aceleradas. El corueco lo estaba mirando, sin parpadear. Por encima de su cabeza, el resquicio sobre la roca dejaba pasar un claror gris que anticipaba el alba.

La bestia se puso en pie y avanzó hacia él, apoyando ambos nudillos en el suelo. Voy a morir, comprendió Kratos. Sus sueños de gloria -convertirse en Tahedorán y algún día en Zemalnit- quedarían en nada, y se convertiría en carroña devorada poco a poco por aquella criatura carnicera.

En ese momento, la roca que tapaba la entrada se movió con un fuerte crujido. Una figura envuelta en una capa y apoyada en un báculo se recortó contra la mortecina luz del exterior. El corueco se volvió hacia el recién llegado, profirió un gruñido de desafío y aporreó con los puños las escamas que le cubrían el pecho. Después se abalanzó hacia la puerta de la cueva con un rugido.

Kratos no esperó más. Pronunció a toda prisa la fórmula de Protahitéi, se levantó y corrió hacia el exterior. No le auguraba un porvenir muy largo al hombre al que había visto perfilado contra la luz, pero no pensaba enfrentarse desarmado al corueco si podía evitarlo, así que aquel tipo tendría que apañárselas solo.

En el mismo instante en que llegaba a la grieta de salida, oyó una sílaba tan grave que le retumbó en el pecho, MMENNNNN.

– ¡Tírate al suelo! -le gritó una voz humana.

Kratos no dudó en obedecer. Un segundo después oyó un silbido crepitante, como una tetera hirviendo en el fuego pero mucho más potente, y a continuación el crujido de algo muy pesado que caía sobre la nieve. Aún esperó antes de levantar la cabeza, e hizo bien, pues notó que algo caliente le pasaba por encima. El extraño siseo se repitió y pequeños fragmentos de roca cayeron sobre sus pantorrillas.

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