Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Ahora que Manígulat ha dejado de ser una amenaza, Tubilok abandona su estado de materia oscura y se dirige a sus congéneres.

– ¡No os mováis, hermanos! No tenéis por qué huir. No he venido a amenazaros ni asustaros, sino a anunciaros una buena nueva.

La voz de Tubilok suena en dos planos distintos y ligeramente desfasados. Hay en ella un componente suave, casi sedante, que se mezcla con otro áspero y amenazador. La suma de ambos resulta inquietante y extrañamente hipnótica. Tan sólo su voz puede dar una pista de lo que piensa, puesto que su rostro permanece oculto. Los tres cuernos que rematan el yelmo se retuercen como si poseyeran vida propia, pero sus movimientos no parecen responder a ningún estado de ánimo concreto.

El resultado es que no existe forma de adivinar lo que pasa por la mente del dios loco. Hay alguien en la sala que podría saberlo, claro está; pero Tarimán no se atreve a dirigir la mirada del ojo rojo hacia quien durante mucho tiempo fue su propietario.

Tubilok se acerca a los demás dioses con parsimonia, mostrando las palmas de las manos en señal de paz. El gesto resultaría más convincente si no estuvieran enfundadas en guanteletes rematados por aguzados pinchos.

– ¡Nosotros, pocos! ¡Nosotros, pocos y bienaventurados! ¡Nosotros, mi banda de hermanos! ¡Porque quien decida derramar su sangre conmigo, ése será mi hermano!

Suele ser difícil entender a qué se refiere Tubilok. Ya antes de su viaje por las extradimensiones del Onkos su mente discurría por senderos distintos y originales, por no decir extravagantes. Desde que regresó, resulta aún más complicado averiguar cuándo desvaría o cuándo lo finge.

Taniar hace ademán de decir algo; pero, tras echar una mirada de reojo al corpachón blindado tendido en el suelo, la diosa de ébano se arrepiente.

Por su parte, Anfiún se yergue de nuevo en toda su estatura y avanza unos pasos para separarse de los demás dioses, que se apretujan como un rebaño de ovejas.

– ¡Hermano! -exclama, abriendo ambas manos en un abrazo a distancia-. ¡Bienvenido al Bardaliut!

Los demás dioses deciden aplaudir, del mismo modo que hicieron cuando Manígulat descargó la lluvia de meteoritos sobre Mígranz.

– Gracias, gracias. -Tubilok acalla los aplausos con un ademán-. Parece que fue ayer cuando me reuní por última vez con todos vosotros. Tenía planes ambiciosos entonces, y durante esta ligera siesta de mil años he meditado más sobre ellos. Ahora mismo os los comunicaré. Pero antes…

El recién llegado se vuelve a su izquierda y camina hacia el dios herrero, que ha permanecido en todo momento algo separado de los demás. Los pies de la armadura negra retumban en el suelo. Tarimán calcula que el blindaje mixto de metal y materia extradensa de Tubilok pesa unas veinte toneladas.

– Hay quien ama la traición y detesta al traidor, y quien aborrece la traición y, sin embargo, ama al traidor.

Por primera vez desde que ha irrumpido en el Bardaliut, los demás dioses pueden ver el rostro de Tubilok. No porque se haya quitado el yelmo, sino porque su armadura ha empezado a vibrar en fase, entrando y saliendo de este plano material a una frecuencia tan rápida que los ojos captan simultáneamente el blindaje y lo que se oculta bajo él, en un perturbador efecto estroboscópico.

Tubilok domina lo suficiente la ciencia de las dimensiones como para llevar a cabo trucos que parecen sobrenaturales. Pero sólo puede hacerlo dentro de los límites de esta Brana. De lo contrario, llamaría la atención de entidades mucho más poderosas que moran en las dimensiones superiores. Eso es algo que humilla a Tubilok, una espina que lleva clavada desde hace mucho tiempo.

El rostro que se entrevé bajo el yelmo es opalescente, como si una luz lo iluminara por dentro. Los cabellos son purísimas hebras de plata y los ojos brillan con el azul claro y limpio del mar en una playa de arenas blancas.

Se trata de otra artimaña, una imagen del pasado guardada en un minúsculo bolsillo de tiempo. Esos iris tan azules ya no existen. Tubilok se los extirpó hace milenios, y a las dos cuencas vacías añadió una órbita nueva que él mismo se abrió en la frente. Así pudo implantarse tres ojos artificiales.

Tres ojos rojos, cada uno con tres pupilas negras: el secreto de la sabiduría.

Ahora, desde que Tarimán se los arrancó, Tubilok es ciego en el sentido humano del término. Pero su armadura está equipada con todo tipo de visores y sensores que le suministran información precisa sobre su entorno.

– Yo, en cambio, odio la traición y detesto al traidor. Y tú lo encarnas todo junto -dice Tubilok, deteniéndose tan cerca del dios herrero que si estira el brazo, podrá tocarlo con las garras de sus guanteletes.

Pero, siendo ésa una amenaza preocupante, lo es más el joven humano que parece colgar del techo y que aferra el arma con la que puede extraer el principio vital de cualquier cuerpo.

– Éramos hermanos en todos los sentidos del término. ¿Cuántas aventuras y desdichas no hemos compartido en nuestra larga existencia?

– Casi infinitas -contesta Tarimán.

– Tú eras el único que me entendía de verdad entre todos éstos. Tú eras mi hermano intelectual.

En los ojos azules vibran dos lágrimas que Tubilok debió verter en algún remoto pasado, congeladas en el tiempo.

– ¿Por qué me traicionaste?

Qué distinto es oír la misma frase pronunciada al unísono por dos timbres y tonos tan diferentes. La voz mansa y balsámica del dios suena tan lastimosa y plañidera que despierta en Tarimán deseos de abrazar a su antiguo colega de teorías, invenciones y experimentos. La voz crujiente y áspera amenaza con torturas sin fin y haría temblar las rodillas del más valiente.

– Ésta será la última vez que hablemos, hermano, así que deja que las aladas palabras de la verdad salgan del cerco de tus labios. Dime, ¿por qué me traicionaste?

– Alguien tenía que detenerte.

– ¿Detenerme? ¿Por qué motivo? ¿Por qué te empeñaste en poner obstáculos a Tubilok el Pionero?

– Te seré sincero -dice Tarimán. Siempre tuvo fama de insolente entre sus hermanos, pero lleva demasiado tiempo mordiéndose la lengua-. Intenté detenerte porque estás loco. Chiflado. Demente. Enajenado. Tronado. Más sonado que un rebaño de cabras en celo.

La armadura de Tubilok deja de vibrar en fase. Su cuerpo y su rostro quedan ocultos por el blindaje. El dios estira un brazo y abre las garras, acercándolas a un palmo de Tarimán, al que saca medio metro de estatura. Por un momento parece que se las va a clavar, pero después cierra el puño en un gesto que, aunque su semblante se oculte tras un muro de metal, delata su rabia.

– Joven Kalagorinor -dice Tubilok, retrocediendo unos pasos. Ahora la única voz que suena es la que chirría metálica y amenazadora-. Haz lo que tienes que hacer.

La sala sigue oliendo a ozono, pero también flota en ella otro vago hedor. Se debe a los recientes saltos de fase de la armadura de Tubilok. Por alguna razón, las dimensiones más allá de la tercera provocan en las pituitarias una extraña reacción. Es un olor que en otras épocas se consideró la pestilencia del diablo.

– ¿Nos veremos en el punto omega, hermano? -pregunta Tarimán.

– Si está en mi mano, procuraré que tu punto omega sea un infierno interminable.

Las garras hacen una seña. Incluso a cien metros sobre su cabeza, Tarimán oye cómo el Kalagorinor susurra una orden a su vara.

El haz de ondas letales cruza la sala de control de un extremo a otro y alcanza al dios herrero.

Y no ocurre nada.

Tubilok hace un gesto al joven humano, que desactiva el arma. Después se acerca de nuevo a Tarimán. Los cuernos de su yelmo han acelerado sus movimientos, se retuercen y se dividen en seis como hidras.

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